Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 11 de Julio de 2020

Idiotez sin colores

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¿Cuál es el tope de la estupidez del hombre? Oyendo lo que oyes y viendo lo que ves, diría que es infinita. Eterna, si nos atenemos a la exactitud de ese concepto, entre cósmico y divino, porque de la misma manera que no se vislumbra su final, tampoco se precisa su origen. Sin embargo, pese a formar parte de nuestra condición humana, se presenta con un más allá que no deja de sorprender.

 

La última, en carne propia. Me presento en una papelería-librería de las de barrio, frente a colegio, como debe ser en aras a la visión del negocio. Pregunto por un determinado tipo de rotuladores, complemento por tamaño y desliz de escritura, para mis libretas de notas. Los pido de varios colores, pero no los hay de tinta roja. Me dicen que han dejado de fabricarlos. Me llama la atención y pregunto con un elemental ¿por qué? Ese cromatismo, después del azul y del negro, es el más aceptado para rotular en letras pensamientos, vivencias o cualquier cachondez visible o meditada.  Respuesta de la dueña: porque esta especie de bolígrafos en rojo ya no se utilizan para corregir, pues ese color transmite agresividad a los niños. Ahora impera el verde, al parecer más sosegado y, sobre todo, simbólico con ciertas concomitancias militantes muy en boga. Uno daba crédito a lo escuchado con los ojos haciendo chiribitas.

 

En tiempos de colegio, un profesor de Historia del Arte nos dio una clase sobre el simbolismo de los colores en la pintura impresionista. Calificaba al amarillo como una tonalidad muy poderosa en lo sexual y en lo maníaco depresivo. El rojo era catalogado como característico de la agresividad, el preferido en los ámbitos castrenses. Comprensible esa división en el orbe artístico donde es fácil colegir que en la incursión de los pinceles sobre la paleta se despliegue mucho subconsciente de artista. Pero llegar a teorías semejantes por cuatro garabatos correctores de un trabajo, me parece hacer de la banalidad un hallazgo revolucionario.

 

Ya en la calle, pasó por mi mente,  la tonalidad incolora de estos tiempos amparados en el ‘buenismo’ (no confundir con bondad, por Dios) adanista de tantos estultos. Me agarro, entre ánimos superpuestos, a la ópera bufa de esta beatería laica, y a un desgarro acerca de las supuestas calamidades sin fin que padeció una generación como la mía, y anteriores, anegadas de maldades y traumas. ¿Cómo hemos podido sobrevivir a la inagotable perversidad de odiosos pretéritos?

 

Mi  tiempo contó con el patriarcado erróneo y abusivo, pero no mal intencionado ni en las dosis de hacerme prisionero del rencor a perpetuidad. Fui hijo de madre, hoy denigrada ama de casa, a la que miro con la admiración de una ancianidad heroica y  en el recuerdo entrañable de alivios a miedos infantiles. Me pegaron un par de sopapos - por los que en este tiempo irían al calabozo - que, en la visión de los años, me pusieron en el camino correcto de la tolerancia y de la fortaleza en las malas rachas. Me enseñaron que el juego de derechos y obligaciones es una continua carrera de relevos en permanente empate. Cultivé amistades a base de dialécticas en pro y en contra, que germinaron a camaraderías en todo el arco ideológico, gracias al mutuo respeto.

 

Esa mi generación, educada en negativas paternas cuando procedían, fue la que se reveló contra una dictadura, la que facilitó su caída nada más giñarla el tirano. Esa mi generación fue la que empujó con entusiasmo una democracia que trajo felices años de convivencia. No fue perfecto, vale, pero prendió la ilusión de que era bastante mejor que lo dejado atrás. Tiempo después, asistimos a la visión de sociedad alienada, desmovilizada frente a su explotación laboral, desleída, sometida a la hipnosis de la filosofía de rebaño, intolerante por creerse poseedora exclusiva de derechos individuales sin contrapartidas.

 

Este sistema pedagógico, que ha erradicado el NO de todas las respuestas a niños y adolescentes, sucumbe a los dictados del destino, con muchos más galones que la paternidad y la docencia, al mostrar lo incómodo sin escrúpulo alguno. Ahí está el origen de la enojosa visión de una sociedad insolidaria, adscrita a un raquítico diccionario de verbo epicúreo conjugado solo en primera persona. El yo o el nosotros son los únicos pronombres vivos, hibernados como están tú/vosotros y él/ellos. La acepción los demás está descatalogada.

 

¿Qué no es así? Basta con ver en la calle o en televisión pandillas de jóvenes desprovistos de la mascarilla en botellones clandestinos que atentan contra la salud pública. Personajillos que confiesan a micrófono abierto que no se la ponen porque les da calor, pobrecitos. Amparados en una juventud que se cree inexpugnable a una pandemia, hacen alarde de su cobarde egoísmo en que se cuiden (o mueran) los viejos. La gran mayoría oculta el rostro para impedir contagios ajenos. Ellos, no, porque ajeno es otra palabra desterrada en su descolorida idiotez.

                                                                                                                                                       

                               

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