Pilar Blanco
Sábado, 11 de Julio de 2020

¿Sueñan los illuminati con borricos eléctricos?

[Img #50170]

 

 

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. G.G.Márquez.

 

Mi exmarido me contó alguna vez lo que le ocurrió a su abuela Emilia, leonesa de Boñar, (“boñaerense” le decía yo, no sin retranca berciana) cuando fue por primera vez a la capital; creo recordar que en burro aunque no puedo asegurarlo.

 

Se estrenaba el siglo XX, pero lo cierto es que muchos pueblos de España no se habían enterado. Sus habitantes llevaban una vida que en poco se diferenciaba de la que habían llevado sus padres y abuelos en el siglo XIX y aún más atrás, pero este venía con bríos, dispuesto a sorprender con revoluciones y avances, tanto para facilitar la vida de las personas como para exterminarlas a lo grande.

 

El caso es que una vez en León y solventados los trámites que habían motivado el viaje, la familia fue a comer a una fonda. A los postres la jovencita sintió necesidad de ir al baño, habitáculo que suponía una exótica novedad de pies de porcelana, incluso con su incómodo ejercicio agachadizo, para quienes aún se servían del corral como excusado.

 

Doña Emilia siempre se detenía morosamente en el relato de cómo, al terminar de aliviarse, se agarró a lo que pudo para incorporarse sin riesgo de resbalón. “Lo que pudo” resultó ser una cuerda que colgaba sobre el agujero y que con el tirón empezó a soltar agua y apocalipsis. Pensando que había roto algo, salió del retrete despavorida e instó a sus padres a marcharse cuanto antes sin dar mayores explicaciones. Tardaría años en aprender lo que era una cisterna.

 

No no sé cuánto de fantasía o exageración tendrá este relato familiar, pero se me viene a la mente cada vez que las circunstancias me obligan a manejar un artilugio recién sacado al mercado con toda suerte de aleluyas publicitarias; cada vez que, por razones profesionales, sociales o administrativas, he tenido que enfrentarme a programas, aplicaciones, trámites electrónicos, engendros tecnológicos de un Maligno mucho peor que el que le susurra admoniciones al papa Benedicto y le llegan a Fernández Díaz por ósmosis sagrada. En todas esas sulfúreas situaciones he imaginado mi mano inocente tirando de una cuerda cuya catarata desencadenaba sobre mi impericia la revelación de que no, mi reino, mis destrezas y aficiones no son ni serán nunca de ese mundo.

 

La última alarma la ha desatado la dichosa pandemia, responsable de que mis excompañeros de la enseñanza hayan tenido que hacer frente a una versión de su trabajo nueva, improvisada y muchas veces demencial. Clases enlatadas, correcciones a tecla suelta, conexión 24 horas siete días a la semana, programas que se cuelgan, aulas virtuales que malamente pueden contener la riqueza de matices e interacción de un aula viva…, en definitiva, un mundo que es a la transmisión del conocimiento y a la educación lo que la sopa de sobre a la sopa, Paulo Coelho a la filosofía y el presidente de la UCAM a la ciencia.

 

Ahora bien, si a lo largo de mi vida he sido capaz de aprender modesta, torpemente a montar en bici (mal), a conducir, a usar ordenadores, blogs, ítacas llenas de naufragios, a componer presentaciones y vídeos pedagógicos con su camisita y su canesú, cambiar de móvil, sobrevivir al Windows 7, 8, 10, ? cuando tuve necesidad de ello, no me cabe duda de que también en esta ocasión habría sido capaz de adaptarme a la “nueva normalidad” tecnológica, aun a costa de pasarme los días de claro en claro y las noches de turbio en turbio con riesgo de atrofia cerebral irreversible. Pero, desde luego, sin abrazar incondicionalmente la nueva religión y adorar sus becerros de bytes y oropel.

 

Lo que en realidad me preocupa es que ese camino que la sociedad ha emprendido al galope no vaya acompañado, desde la reflexión y el pensamiento, por la necesaria evolución hacia el progreso, la justicia, la igualdad entre humanos y el respeto por los demás seres vivos y el planeta que nos acoge a todos.

 

La proliferación de integrismos ultrarreligiosos que pontifican sobre virología, psicología, derechos fundamentales, física o fisiología y, lo que resulta más preocupante, su aceptación por una parte de la población que se siente huérfana de los profetas y guías espirituales tradicionales y los encuentra en toreros, princesas de aldea, presentadores bajitos, cantantes de poco o mucho cantar y hasta gurús en trance de levitación, pueden llevarnos a una reescritura de la historia que suponga dar un paso hacia adelante (la cáscara) y tres hacia atrás (la semilla), como ya hemos visto en algunos países bajo leyes islámicas extremas donde conviven los aviones ultrasónicos con la invisibilidad de las mujeres, los iPad, ordenadores, chis y otros adminículos de última generación con los latigazos, las mutilaciones ejemplarizantes, las ejecuciones públicas.

 

Es posible que terminemos celebrando torneos y justas aéreos, convocando cruzadas contra el infiel, contemporáneo o de hace cinco siglos, y persiguiendo herejes y brujas desde la Santa Corrección cuyos inquisidores hayan reemplazado el oxidado potro o el anticuado vergajo por lectores de cerebros con programador de ideas cuquis; donde los autos de fe a través de videoconferencia permitan a ciudadanos de todos los rincones del planeta inscribirse para atizar las hogueras con un simple clic o nimbar a los reos con miles de megustas flotantes como pavesas virtuales.

           

Leer determinada prensa y comentarios en los foros de internet, así como la deriva interesada de algunos gerifaltes de hogaño o los delirios de artistas con amplia trayectoria de hermandad con los alucinógenos dejan poco, muy poco espacio para la esperanza.

 

Acaso sea preciso que volvamos a viajar en burro.

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.