Catalina Tamayo
Sábado, 18 de Julio de 2020

A propósito de las fiestas

[Img #50240]

 

 

 

“Caminan lentamente sobre un lecho de confeti y serpentinas, una noche estrellada de septiembre, a lo largo de la desierta calle adornada con un techo de guirnaldas, papeles de colores y farolillos rotos: última noche de Fiesta Mayor…” (Juan Marsé. Últimas tardes con Teresa)

 

 

Llegó el verano, y con el verano, el calor y las vacaciones. El calor y las vacaciones vacían las ciudades y llenan los pueblos. Los pueblos, encogidos y adormilados durante el invierno, se desperezan y se expanden cuando vienen los veraneantes. Se vuelven otros. Sobre todo con las fiestas, a menudo tan esperadas.

     

Pero este año no hay fiestas. El virus, el maldito virus, también ha acabado con ellas. Llegará San Juan, San Pedro, Santiago, o cualquier otra, y no habrá nada, será como otro día más. Ese día no tendrá nada que lo diferencie de los demás días. Es posible que esté bueno, que el sol luzca como nunca, que haga calor, pero solo eso. A la calle principal le faltaran los banderines, los ramos de chopo apoyados en las paredes, el suelo cubierto de espadañas e hinojo. El pueblo, ese día, a diferencia de otros años, de cómo ha sido siempre, no olerá a hinojo, ni a espadañas, ni a hierba recién cortada. A los niños no los despertarán los cohetes. Los niños no irán corriendo a la plaza para ver si han llegado las tómbolas. No habrá misa, ni procesión, ni el bar estará de bote en bote. Nadie verá a nadie que no había visto desde hacía mucho tiempo. No se comerá tarde. La comida no será copiosa ni la sobremesa larga. No se comentará si este año ha venido mucha o poca gente.

 

Y al caer la tarde, con el sol desmayado sobre la línea del horizonte, no volverán a estallar allá arriba, cerca del azul limpio del cielo, en el aire quieto, los cohetes, anunciando el comienzo del baile. La plaza estará vacía. Los niños no se arremolinarán cerca de la orquesta para ver cómo los músicos prueban la megafonía. Ningún adolescente se preocupará por no saber bailar. Ninguno, tampoco, se hará ilusiones con la cintura de alguna chica. Y cuando llegue la noche, la música no sonará, las parejas no girarán en la semioscuridad, nadie bailará por primera vez. A nadie se le descompondrá todo por dentro al tener por fin sus manos en la curva de esa cintura; al sentir su temblor. Los mayores no saldrán a ver el baile y no añorarán el tiempo pasado; no sentirán envidia de los que bailan. El intermedio, el descanso, no será posible, con lo que tampoco habrá ocasión para que algunas parejas furtivamente se oculten en las sombras o paseen por las últimas calles del pueblo bajo la luz de la luna.

 

Esa noche no habrá ocasión para hacer promesas de amor. Tampoco será posible el final del baile, ni como consecuencia se escuchará a coro: ¡otra!, ¡otra!, ¡otra! Estará ausente también toda esa tristeza que embarga los corazones cuando deja de sonar la música y se apagan los focos. Cuando la plaza se queda oscura y en silencio. Cuando ya solo brillan las estrellas. Cuando ya no hay nadie y llega nítido el chapoteo del agua del caño. Cuando todo ya ha terminado.

     

Aun así, ese día no será exactamente igual que los otros días. En el fondo, sí tendrá algo que lo distinga de los demás. Es la melancolía. Un día de melancolía. A todos –a los del pueblo y a los de fuera– les pesará el corazón en el pecho. Será un día triste. Un día amargo que tampoco sin duda se olvidará tan fácilmente.

 

 

 

 

 

 

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.