Javier Huerta
Sábado, 25 de Julio de 2020

Zambrano / Colinas

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Sobre María Zambrano. Misterios encendidos. Es el título del libro que, a fines del pasado año, publicó Antonio Colinas sobre la pensadora más importante de nuestra historia. Prolijo ensayo (cuatrocientas páginas) el del poeta bañezano que viene a rendir homenaje a la escritora malagueña, tan admirada por él desde que la conoció poco antes de su regreso a España. Pocas veces se ha dado una comunión tal entre pensamiento y poesía, sobre todo a partir de Noche más allá de la noche (1983), para mí cumbre de la obra toda de Colinas. He aquí algunas de las afinidades entre ambos: la independencia intelectual (tan difícil de mantener en cualquier tiempo), el rechazo de las ideologías extremas (y aun de las mismas ideologías), la creencia en la poesía como privilegiada forma de conocimiento (frente a tantos usos mostrencos de ella), la vindicación de lo sagrado como elemento imprescindible en la aventura del ser humano…

 

Así es que el discípulo le debía a su maestra estas páginas de lectura tan amena como provechosa en los tiempos convulsos y no poco estultos que corren. Quería también Colinas, que gozó de la amistad de María Zambrano, salir al paso de las interpretaciones, a menudo parciales y sectarias, que se han dado de su figura y su obra. Republicana de talante liberal, María fue desprendiéndose de los condicionamientos circunstanciales de un periodo del que su maestro Ortega terminaría renegando, para situarse en un punto admirable de equilibrio. Y así, con su regreso a España, donde se la premió con el Cervantes y el Príncipe de Asturias, contribuyó al espíritu de concordia que caracterizó la Transición y contra la que ahora tanto insensato e ignorante despotrica. Al respecto es muy significativo el capítulo que Colinas dedica a la reedición en 1977 de Los intelectuales en el drama de España, ensayo escrito en el turbión de la guerra y sobre cuyas opiniones más radicales de entonces Zambrano tenía no pocos reparos y escrúpulos, dada la nueva situación de España -con «un rey republicano», en la expresión de Ferrater Mora que ella asumió- y dado también que ella había dejado de ser socialista.

 

Las interpretaciones que muchos hacían de la obra zambraniana adolecían de maniqueísmo. Se ensalzaba a la intelectual republicana pero se escamoteaba su condición de cristiana. Colinas la restaura en su lugar cabal de pensadora republicana y cristiana al tiempo. ¿Por qué habrían de ser incompatibles ambas posturas? “¿Por qué en un país de extremos -se pregunta el autor-, en una sociedad que siempre tiende a estar a la defensiva contra algo, que una escritora aprenda a la vez de san Juan de la Cruz […] y a la vez mantenga lúcida su razón para el compromiso social? De aparentes contradicciones -concluye Colinas- nace, en buena medida, la incomprensión que sufre la obra de esta escritora”. No solo ella. Repetidamente vengo denunciando la ocultación que de lo religioso se hace cuando se trata la obra de Federico García Lorca, en la cual la presencia de lo sagrado no solo es obvia sino clave para entender su complejo universo poético y dramático. Ya en su época sufrió, por este motivo, la incomprensión de los que, enemigos ciegos de la religión, no entendían que el poeta pudiera conciliar su activo republicanismo con sus creencias católicas. No pocas sensibilidades hirió su elección del auto sacramental de La vida es sueño, de Calderón de la Barca, para inaugurar las actividades del Teatro Universitario La Barraca, subvencionado por el primer gobierno de la República. Mas para él no había antagonismo alguno entre los objetivos laicos del nuevo régimen, en la modernización cultural del país, y la tradición espiritual de nuestra historia. Y así se explica su memorable discurso de 1932 en el Paraninfo de la Universidad Central de Madrid, previo a la representación del auto calderoniano, cuando ante un público en el que figuraban las principales autoridades republicanas declaró con toda valentía que no había en el mundo tragedia teatral más consumada que el Santo Sacrificio de la Misa.

 

Son muchos los nombres de poetas que salpican las páginas de la Zambrano de Colinas, pues que la palabra poética tan entrañada estuvo siempre en su pensar. Además de los clásicos -fray Luis de León, san Juan de la Cruz-, constan los modernos, empezando por Antonio Machado, poeta del que también se ha dado una imagen incompleta: mientras se encumbraba la faceta social y la civil, se ignoraba la simbolista y metafísica, como ya denunciara Ricardo Gullón. Y después: Luis Cernuda y Leopoldo Panero, ambos amigos de María Zambrano y compañeros en las Misiones Pedagógicas. Y aún después: José Ángel Valente, César Antonio Molina, Julia Castillo… “Aunque en ella predominó siempre un espíritu y una palabra que imantaba, han sido especialmente los poetas los que hemos contraído una deuda con Zambrano”, reconoce Colinas refiriéndose, claro, no a todos los poetas sino a los que han mantenido encendida la llama del misterio, es decir, aquellos que han trascendido la mera función social y política de la poesía, o sea, los que no se amedrentaron por la terrible maldición de Gabriel Celaya pregonada a los cuatro vientos por Paco Ibáñez. Para todos ellos, en efecto, el pensamiento de María Zambrano, que alcanza auténticas cotas poéticas en libros como El hombre y lo divino o Claros del bosque, ha ejercido irresistible atracción y benefactora influencia.

 

Pero no crean mis lectores que este sea un libro para iniciados; todo lo contrario. Su estructura variada y multiforme es uno de los principales ganchos para cualquier letraherido que se interese por la reciente historia de España. Hay en él una sentida biografía de la pensadora, a veces con episodios tan emotivos como su relación amorosa con Gregorio del Campo y el hijo de ambos fallecido. Hay también una aproximación rigurosa a una filosofía que huyó de cualquier pretensión sistematizadora, al modo de los tratados habituales, para hacer del pensamiento ‘la razón vital’ algo indisoluble con el sentimiento, como escribiera Unamuno. Hay felices incursiones en la historia del hecho decisivo de nuestra contemporaneidad, la Guerra Civil. Hay paréntesis para la efusión lírica, con poemas de unos y otros, también los que se conservan de la propia Zambrano. Y hay, en fin, jugosas meditaciones sobre el oficio del intelectual ayer y hoy, todas ellas dictadas desde la independencia del autor y contrarias al pensamiento único que hoy se pretende imponer desde la política más sectaria e irresponsable, aquella que no solo gusta de mirar el pasado sin la templanza de que hicieron gala nuestros mayores cuando tenían motivos sobrados para la ira, nuestra pensadora, por ejemplo, víctima del exilio, sino que desea resucitar lo peor de ese pasado.

 

“No sé si todavía hoy es ya posible la idea de una sola España, superadora de la envidia y del cainismo, de la sinrazón -escribe Colinas en uno de los momentos, y son muchos, más inspirados del libro-. Afortunadamente, tenemos la obra de María Zambrano para recordarnos que la España del ‘bien obrar’ calderoniano y la mirada ‘piadosa’ que ella fijó tan lúcidamente- aún es posible”.

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