Ni ciencia ni ficción
![[Img #50444]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/08_2020/7562__dsc0006.jpg)
Solo fue hace unos días. Una conversación telemática desde Argentina con un acreditado antropólogo me dejó este razonamiento para posteriores meditaciones o reflexiones. Con su convincente y musical acento porteño, mi interlocutor sentenció: la ciencia ficción de autores como Huxley, Asimov, Bradbury o Philip K. Dick es hoy género costumbrista. Una rotundidad que me impactó por lo que de cierto y caída del guindo tiene. A veces cuatro oportunas palabras tienen más mensaje que un tratado de historia.
La ciencia ficción es un apasionante género literario y cinematográfico que se desintegra al primer contacto con la realidad. Desactiva la magia de su oculto imposible. Julio Verne maravilló a nuestros tatarabuelos con un viaje a la luna, que deshizo la magia ficticia cuando el hombre holló la polvorienta superficie del satélite en una mínima zancada humana, pero gigantesca para la humanidad. El escritor futurista de hace siglo y medio, pasmo de antepasados, fue en nuestra niñez un prodigioso narrador de aventuras, creíbles porque el alunizaje ya estaba en la épica conseguida ¿Quién puede negar que el prolífico escritor francés adelantó una rutina? En toda obra de esta temática se esconde una adivinación de futuro con vocación de presente en su momento.
A la era actual le ha llegado el turno de mutación de lo ficticio a lo real. La vida humana germinada en probetas, los viajes al espacio abierto, la quema a 451 grados Fahrenheit de los libros como símbolo ígneo de la tiránica contracultura, la robótica algorítmica esclavizando la magnificencia del cerebro humano, son hoy pasos firmes de una modernidad que empieza a coger el tufo rancio de lo clásico.
Todo eso nos lo han contado mentes preclaras dueñas de una prodigiosa imaginación. Fue ciencia ficción pura, con la hoja de ruta, de lo utópico a lo real, bien marcada. Sin embargo, en este ahora mismo, la crónica de nuestro mundo en estos pasos es una narrativa que juega al futuro haciéndose trampas en el solitario. Ni es ciencia ni es ficción. Tiene un desconfiado aroma a mentira.
Se nos ha historiado el paralizante ruido bélico de una guerra nuclear más que sobrada en armamento pesado para aniquilar toda huella de vida sobre el planeta. El apocalipsis vendría por tierra, mar y aire y, como toda buena demostración de ese terror, se hicieron visibles los instrumentos de la destrucción, junto al juego hipócrita de los tiras y aflojas de los tratados de las superpotencias. Ahí siguen, pero como todo buen señuelo, fructificaron en el engaño, puesto que, por la puerta de atrás, se nos ha colado otro Leviatán silencioso, invisible, transportable en cualquiera de los elementos, cómodamente instalado en los organismos de las personas. Obviar que junto a los arsenales armamentísticos, naciones poderosas y otras no tanto, guardan otras atarazanas bacteriológicas desarrolladas en laboratorio con enorme poder destructivo, es llevar a la práctica hasta las últimas consecuencias la alienación de enormes masas humanas. ¿Es un disparate o una manía conspiranoica pensar que una guerra microbiológica tiene mucha más capacidad de selección conveniente de víctimas y preservación de daños materiales, que un conflicto armado convencional o nuclear? La vieja guerra es onerosa. La nueva tiene que retornar a los suculentos beneficios del equilibrio entre recursos y poblaciones que, desde los orígenes de la historia, constituyeron la razón de ser de la naturaleza agresiva de la condición humana.
Se ha hecho todo por inocular en nuestro magín que el futuro holocausto solo tendría origen en una suprema maldad, y que el mal solo podría anidar en personas o ideologías de supina perversidad. Lo maligno también reclama la sofisticación de la inteligencia. El diablo es sabio; lo admiten hasta los textos sagrados. Las alertas se activan con más sonoridad y luminosidad ante el gran cabrón listo, que ante el malvado con pocas luces. Pues bien, la contra o post historia nos está llevando de cabeza al escenario opuesto, de que la estupidez, bien manejada, es demoledora cuando desde los poderes ocultos se maneja a la gente como marionetas. Nuestra sociedad es hoy conformista, cuando no, cómoda y feliz prisionera de artilugios tecnológicos diseñados para anular toda capacidad de pensamiento propio, de acceso a la cultura, de capacidad crítica o autocrítica, a cambio de convertirse en rebaño de fácil pastoreo. Máquinas tontas someten a la grandiosa actividad pensante del cerebro humano. Tremendo epílogo dejarse conquistar por la idiocia y no por la grandeza, de acuerdo, tiránica, pero genial, de Julio César o Napoleón.
La ciencia ficción como puerta abierta al relato del futuro demanda ya sus nuevos juglares de las dos próximas centurias. Quizás algunos la estén pergeñando en la clandestinidad de un pensamiento por ahora proscrito, porque el abigarrado catálogo de las verdades oficiales no parece presentar fisuras. Toda la razón para el avezado antropólogo. Solo interesa el relato costumbrista del fin de la historia y de otras humanidades a beneficio exclusivo de una tecnociencia que sus apologetas proponen como utopía, cuando tanto tiene de su antónimo. Pavor da que la ciencia ficción prácticamente agotada de hoy, sea tocada por la realidad.
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Solo fue hace unos días. Una conversación telemática desde Argentina con un acreditado antropólogo me dejó este razonamiento para posteriores meditaciones o reflexiones. Con su convincente y musical acento porteño, mi interlocutor sentenció: la ciencia ficción de autores como Huxley, Asimov, Bradbury o Philip K. Dick es hoy género costumbrista. Una rotundidad que me impactó por lo que de cierto y caída del guindo tiene. A veces cuatro oportunas palabras tienen más mensaje que un tratado de historia.
La ciencia ficción es un apasionante género literario y cinematográfico que se desintegra al primer contacto con la realidad. Desactiva la magia de su oculto imposible. Julio Verne maravilló a nuestros tatarabuelos con un viaje a la luna, que deshizo la magia ficticia cuando el hombre holló la polvorienta superficie del satélite en una mínima zancada humana, pero gigantesca para la humanidad. El escritor futurista de hace siglo y medio, pasmo de antepasados, fue en nuestra niñez un prodigioso narrador de aventuras, creíbles porque el alunizaje ya estaba en la épica conseguida ¿Quién puede negar que el prolífico escritor francés adelantó una rutina? En toda obra de esta temática se esconde una adivinación de futuro con vocación de presente en su momento.
A la era actual le ha llegado el turno de mutación de lo ficticio a lo real. La vida humana germinada en probetas, los viajes al espacio abierto, la quema a 451 grados Fahrenheit de los libros como símbolo ígneo de la tiránica contracultura, la robótica algorítmica esclavizando la magnificencia del cerebro humano, son hoy pasos firmes de una modernidad que empieza a coger el tufo rancio de lo clásico.
Todo eso nos lo han contado mentes preclaras dueñas de una prodigiosa imaginación. Fue ciencia ficción pura, con la hoja de ruta, de lo utópico a lo real, bien marcada. Sin embargo, en este ahora mismo, la crónica de nuestro mundo en estos pasos es una narrativa que juega al futuro haciéndose trampas en el solitario. Ni es ciencia ni es ficción. Tiene un desconfiado aroma a mentira.
Se nos ha historiado el paralizante ruido bélico de una guerra nuclear más que sobrada en armamento pesado para aniquilar toda huella de vida sobre el planeta. El apocalipsis vendría por tierra, mar y aire y, como toda buena demostración de ese terror, se hicieron visibles los instrumentos de la destrucción, junto al juego hipócrita de los tiras y aflojas de los tratados de las superpotencias. Ahí siguen, pero como todo buen señuelo, fructificaron en el engaño, puesto que, por la puerta de atrás, se nos ha colado otro Leviatán silencioso, invisible, transportable en cualquiera de los elementos, cómodamente instalado en los organismos de las personas. Obviar que junto a los arsenales armamentísticos, naciones poderosas y otras no tanto, guardan otras atarazanas bacteriológicas desarrolladas en laboratorio con enorme poder destructivo, es llevar a la práctica hasta las últimas consecuencias la alienación de enormes masas humanas. ¿Es un disparate o una manía conspiranoica pensar que una guerra microbiológica tiene mucha más capacidad de selección conveniente de víctimas y preservación de daños materiales, que un conflicto armado convencional o nuclear? La vieja guerra es onerosa. La nueva tiene que retornar a los suculentos beneficios del equilibrio entre recursos y poblaciones que, desde los orígenes de la historia, constituyeron la razón de ser de la naturaleza agresiva de la condición humana.
Se ha hecho todo por inocular en nuestro magín que el futuro holocausto solo tendría origen en una suprema maldad, y que el mal solo podría anidar en personas o ideologías de supina perversidad. Lo maligno también reclama la sofisticación de la inteligencia. El diablo es sabio; lo admiten hasta los textos sagrados. Las alertas se activan con más sonoridad y luminosidad ante el gran cabrón listo, que ante el malvado con pocas luces. Pues bien, la contra o post historia nos está llevando de cabeza al escenario opuesto, de que la estupidez, bien manejada, es demoledora cuando desde los poderes ocultos se maneja a la gente como marionetas. Nuestra sociedad es hoy conformista, cuando no, cómoda y feliz prisionera de artilugios tecnológicos diseñados para anular toda capacidad de pensamiento propio, de acceso a la cultura, de capacidad crítica o autocrítica, a cambio de convertirse en rebaño de fácil pastoreo. Máquinas tontas someten a la grandiosa actividad pensante del cerebro humano. Tremendo epílogo dejarse conquistar por la idiocia y no por la grandeza, de acuerdo, tiránica, pero genial, de Julio César o Napoleón.
La ciencia ficción como puerta abierta al relato del futuro demanda ya sus nuevos juglares de las dos próximas centurias. Quizás algunos la estén pergeñando en la clandestinidad de un pensamiento por ahora proscrito, porque el abigarrado catálogo de las verdades oficiales no parece presentar fisuras. Toda la razón para el avezado antropólogo. Solo interesa el relato costumbrista del fin de la historia y de otras humanidades a beneficio exclusivo de una tecnociencia que sus apologetas proponen como utopía, cuando tanto tiene de su antónimo. Pavor da que la ciencia ficción prácticamente agotada de hoy, sea tocada por la realidad.






