Y comieron perdices
![[Img #50522]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/08_2020/6409_pilar-dsc_0019.jpg)
Que las sociedades son entes vivos en perpetuo cambio no es ninguna novedad, eso hasta el sabio desconocido que no dejó más nombre que “el que asó la manteca” podría confirmarlo. A veces a ese movimiento lo llamamos progreso; otras involución. El sentir de quienes lo juzgan determina el color de la lentilla.
Un país viejo como España ha conocido florecimiento y decadencia, se ha abierto al mundo y sus prodigios, al mundo y sus peligros, pero también les ha cerrado meninges y fronteras. Ha leído, viajado, recibido; censurado, aislado y rechazado. En la historia reciente y en la antigua, tanto por razones políticas como económicas, religiosas, de privilegios de clase, de reivindicación patriótica. En la rueda del eterno retorno van cambiando los asnos, pero la noria viene a ser la misma.
Hemos compartido un idioma y aceptado préstamos de muchos otros, seguido modas y costumbres, admirado lo ajeno sin apear del todo ese rictus soberbio de hidalgo con palillo en la boca y la despensa vacía, siempre muerto de hambre pero bizarro (palabra esta cuyo uso actual ha pasado por el Callejón del Gato angloparlante y visto su apostura y galanía vuelta extrañeza friqui, vaya con los albiones). Seguimos comiendo tardísimo frente a los usos del resto de Europa, pero en muchas de nuestras mesas los menús foráneos han desbancado a los tradicionales. Incluso, rizando el rizo del absurdo, hemos sido capaces de envilecer el español con barbarismos ingleses sin, a cambio, ser capaces de mantener una conversación en esa lengua. Así, nuestra boca puede escupir ecofriendlys y spoilers, bitcoins, coworkings y balconings, dumpings y cimbreantes twerkings, pero que un turista no nos pregunte por dónde se va a la playa o lo pasaremos malamente. Tra tra.
Y ahora volvamos al tema de los cambios, que hay que ver cómo me gusta pasearme por los cerros de Úbeda.
En los años ochenta las bodas en España, al menos para ciertos sectores de la ciudadanía, habían empezado a desprenderse de aquel aroma polvoriento de petición de mano formal y despedida de soltero por un lado y de soltera por el otro, el novio con amigos y farra, la novia con amigas y ajuar. Progres que algunos éramos a mucha honra, cuando el término no estaba tan manoseado por el odio.
Las parejas solíamos compartir amigos y celebración y las chicas, recién descubiertos el Informe Hite y Simone de Beauvoir, remoloneábamos entregar nuestra mano de reputación impoluta junto con otros símbolos tradicionales de virtud y sumisión cuya blancura concedía el pase de legítima pernocta para el tálamo conyugal. ¡Tiempos aquellos!
Como el negocio es el negocio y la pela es la pela en palacios y tabernas, en la ópera y en la zarzuela y, para más inri, el afán de jolgorio parece haber ocupado el lugar destinado a la conciencia social, aquella tendencia a la sobriedad como forma de rebeldía duró muy poco y se volvió a despertar en las familias la necesidad de celebrar bodorrios, comunionorrias y bautizorrios (aunque fuera endeudándose) que respondieran a esa exhibición de nuevorriquismo que atiborró de haigas y lubinas salvajes la España de los noventa en adelante. Así nació una nueva concepción desmelenada de las despedidas de soltero y con ella las ciudades especializadas en recibir hordas concelebrantes, con autoridades municipales como cómplices cuando no promotoras de que sus centros históricos y monumentales se convirtieran en un permanente carnaval de mal gusto y exhibicionismo sexshop, precisamente cuando el matrimonio ni encierra ya a la pareja de por vida ni suele suponer una renuncia de las viejas costumbres, ya sea visitar museos y bibliotecas o puticlubs, dejar atrás amigos o mantener “día de chicas”, “noche de play y cervezas y otros hábitos de importación que décadas antes veíamos con estupefacción en las series americanas y en el boliche de Los Picapiedra.
No sé si es verdad que los extremos se tocan, puede ser. Pero aquellos polvos libertarios trajeron estos lodos solo en apariencia libertinos. Mientras los penes rampantes han cobrado un protagonismo nunca visto como juguetes y diademas sobre las cabezas de las nuevas bacantes, las jóvenes vuelven a buscar príncipes que “las traten como a princesas” y las rodeen con lujos de panderete que desteñirán al primer lavado, chusca versión del mito del eterno retorno con sede en Tele5.
Cuando hace años oíamos hablar de ‘ceremonias nupciales’ se nos venían a la cabeza los documentales de la 2: pavos haciendo la rueda ante las pavas, ciervos a pulmón libre, ranos sacando pecho… Pues ya no. Con fuerza imparable, los usos de otros países (¿para qué digo ‘otros países’ cuando quiero decir Estados Unidos de Norteamérica?), calzados a presión cual zapatos cenicientos, se han ido colando en nuestra cotidianidad y solo los más rancios del lugar desconocen hoy por hoy lo que es un traje de novia ‘de corte sirena’ o ‘princesa’, cómo arrodillarse sortija en ristre ante la patidifusa elegida (con el bondadoso apadrinamiento de toda la concurrencia del restaurante, desfile militar, metro en hora punta o procesión de Semana Santa, allá donde más gente se reúna, donde mayor espectáculo se ofrezca); o lo imprescindibles que son en nuestra vida las cocinas que fluyen y los cuartos de la colada.
Reconozco que hace años, muchos años que no voy a una boda. A esta edad los amigos no se casan o lo hacen discretamente, lo que se agradece cuando se sufre alergia a las celebraciones multitudinarias. Pero ninguna gana me suscita cuando contemplo alguna muestra virtual de la ‘nueva nupcialidad’. De aquellas ceremonias, generalmente tediosas, con misa, coro angélico y epístola de san Pablo al más puro estilo siglo I d.C., poemas al amor eterno y música enlatada de Albinoni; de aquellos banquetes compartiendo mesa con tía Eduvigis y unos primos segundos de la otra parte que se pasan la velada discutiendo de fútbol; del corte y subasta de la corbata del novio y el vals que levanta la veda danzante se ha pasado a las representaciones dramatizadas (cuando no dramáticas) de un romanticismo ñoño que habría empalagado a Bécquer y vuelto blancas de espanto a las otrora oscuras golondrinas.
Puede parecer exageración del hiperbólico andaluz que no soy, pero ahí está el omnipresente testimonio de los teléfonos móviles que nunca faltan, que nunca engañan como no engaña el algodón en materia de suciedades. A saber: uno de los novios, que habrá llegado en limusina, cómo no, blanca, cruzará la alfombra arrastrando tules hacia el templete recubierto de flores donde le esperan su no menos engalanada pareja y padrinos junto con el ejecutor, religioso o civil, de la ceremonia. Sonarán arpegios, se enjugarán lagrimones, se dispensarán, en su caso, bendiciones, se aplaudirá y abrazará. Más o menos lo normal y prepandémico.
Ya en el salón, la novia hará su entrada estelar micrófono en mano y desentonará mieles líricas por Disney o Pablo Alborán. El novio y sus amigos habrá preparado alguna coreografía que deje en pañales los bailes de boda turcos; las luces irán y volverán añadiendo misterio bobalicón y viscoso como el hidrogel de El Corte Inglés hasta que llegue el momento de gloria del diyei, profesional o cuñado entusiasta, a cuyo capricho queda que los invitados se diviertan brincando como canguros o salgan huyendo perseguidos por el gangoseo interminable del reguetón.
Como si nos hubiéramos criado dentro del televisor. Como si nuestra vida en común empezara en ‘Quiero ese vestido’, continuara con ‘La casa de mis sueños’ y concluyera en ‘Las Kardashian’ y no en la hipoteca a treinta o cuarenta años, el trabajo incierto, jornadas laborales interminables, niños sin institutriz pero con móvil y un futuro más negro que la boda de negros que Quevedo cantó en poco piadosos versos:
Llegaron al negro patio / donde está el negro aposento, / en donde la negra boda/
ha de tener negro efeto.
Por eso está volviendo el luto tenebroso en los gestos. Porque quienes lo defienden saben que hay que mantenernos engañados en un mundo virtual que no pone las perdices de la felicidad en nuestra mesa, pero anestesia, y de qué modo, todo lo que en un tiempo condujo a las personas a luchar por derechos inalienables que son ahora, o tempora o mores, aves de vuelo alto, fugaz, inalcanzable.
![[Img #50522]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/08_2020/6409_pilar-dsc_0019.jpg)
Que las sociedades son entes vivos en perpetuo cambio no es ninguna novedad, eso hasta el sabio desconocido que no dejó más nombre que “el que asó la manteca” podría confirmarlo. A veces a ese movimiento lo llamamos progreso; otras involución. El sentir de quienes lo juzgan determina el color de la lentilla.
Un país viejo como España ha conocido florecimiento y decadencia, se ha abierto al mundo y sus prodigios, al mundo y sus peligros, pero también les ha cerrado meninges y fronteras. Ha leído, viajado, recibido; censurado, aislado y rechazado. En la historia reciente y en la antigua, tanto por razones políticas como económicas, religiosas, de privilegios de clase, de reivindicación patriótica. En la rueda del eterno retorno van cambiando los asnos, pero la noria viene a ser la misma.
Hemos compartido un idioma y aceptado préstamos de muchos otros, seguido modas y costumbres, admirado lo ajeno sin apear del todo ese rictus soberbio de hidalgo con palillo en la boca y la despensa vacía, siempre muerto de hambre pero bizarro (palabra esta cuyo uso actual ha pasado por el Callejón del Gato angloparlante y visto su apostura y galanía vuelta extrañeza friqui, vaya con los albiones). Seguimos comiendo tardísimo frente a los usos del resto de Europa, pero en muchas de nuestras mesas los menús foráneos han desbancado a los tradicionales. Incluso, rizando el rizo del absurdo, hemos sido capaces de envilecer el español con barbarismos ingleses sin, a cambio, ser capaces de mantener una conversación en esa lengua. Así, nuestra boca puede escupir ecofriendlys y spoilers, bitcoins, coworkings y balconings, dumpings y cimbreantes twerkings, pero que un turista no nos pregunte por dónde se va a la playa o lo pasaremos malamente. Tra tra.
Y ahora volvamos al tema de los cambios, que hay que ver cómo me gusta pasearme por los cerros de Úbeda.
En los años ochenta las bodas en España, al menos para ciertos sectores de la ciudadanía, habían empezado a desprenderse de aquel aroma polvoriento de petición de mano formal y despedida de soltero por un lado y de soltera por el otro, el novio con amigos y farra, la novia con amigas y ajuar. Progres que algunos éramos a mucha honra, cuando el término no estaba tan manoseado por el odio.
Las parejas solíamos compartir amigos y celebración y las chicas, recién descubiertos el Informe Hite y Simone de Beauvoir, remoloneábamos entregar nuestra mano de reputación impoluta junto con otros símbolos tradicionales de virtud y sumisión cuya blancura concedía el pase de legítima pernocta para el tálamo conyugal. ¡Tiempos aquellos!
Como el negocio es el negocio y la pela es la pela en palacios y tabernas, en la ópera y en la zarzuela y, para más inri, el afán de jolgorio parece haber ocupado el lugar destinado a la conciencia social, aquella tendencia a la sobriedad como forma de rebeldía duró muy poco y se volvió a despertar en las familias la necesidad de celebrar bodorrios, comunionorrias y bautizorrios (aunque fuera endeudándose) que respondieran a esa exhibición de nuevorriquismo que atiborró de haigas y lubinas salvajes la España de los noventa en adelante. Así nació una nueva concepción desmelenada de las despedidas de soltero y con ella las ciudades especializadas en recibir hordas concelebrantes, con autoridades municipales como cómplices cuando no promotoras de que sus centros históricos y monumentales se convirtieran en un permanente carnaval de mal gusto y exhibicionismo sexshop, precisamente cuando el matrimonio ni encierra ya a la pareja de por vida ni suele suponer una renuncia de las viejas costumbres, ya sea visitar museos y bibliotecas o puticlubs, dejar atrás amigos o mantener “día de chicas”, “noche de play y cervezas y otros hábitos de importación que décadas antes veíamos con estupefacción en las series americanas y en el boliche de Los Picapiedra.
No sé si es verdad que los extremos se tocan, puede ser. Pero aquellos polvos libertarios trajeron estos lodos solo en apariencia libertinos. Mientras los penes rampantes han cobrado un protagonismo nunca visto como juguetes y diademas sobre las cabezas de las nuevas bacantes, las jóvenes vuelven a buscar príncipes que “las traten como a princesas” y las rodeen con lujos de panderete que desteñirán al primer lavado, chusca versión del mito del eterno retorno con sede en Tele5.
Cuando hace años oíamos hablar de ‘ceremonias nupciales’ se nos venían a la cabeza los documentales de la 2: pavos haciendo la rueda ante las pavas, ciervos a pulmón libre, ranos sacando pecho… Pues ya no. Con fuerza imparable, los usos de otros países (¿para qué digo ‘otros países’ cuando quiero decir Estados Unidos de Norteamérica?), calzados a presión cual zapatos cenicientos, se han ido colando en nuestra cotidianidad y solo los más rancios del lugar desconocen hoy por hoy lo que es un traje de novia ‘de corte sirena’ o ‘princesa’, cómo arrodillarse sortija en ristre ante la patidifusa elegida (con el bondadoso apadrinamiento de toda la concurrencia del restaurante, desfile militar, metro en hora punta o procesión de Semana Santa, allá donde más gente se reúna, donde mayor espectáculo se ofrezca); o lo imprescindibles que son en nuestra vida las cocinas que fluyen y los cuartos de la colada.
Reconozco que hace años, muchos años que no voy a una boda. A esta edad los amigos no se casan o lo hacen discretamente, lo que se agradece cuando se sufre alergia a las celebraciones multitudinarias. Pero ninguna gana me suscita cuando contemplo alguna muestra virtual de la ‘nueva nupcialidad’. De aquellas ceremonias, generalmente tediosas, con misa, coro angélico y epístola de san Pablo al más puro estilo siglo I d.C., poemas al amor eterno y música enlatada de Albinoni; de aquellos banquetes compartiendo mesa con tía Eduvigis y unos primos segundos de la otra parte que se pasan la velada discutiendo de fútbol; del corte y subasta de la corbata del novio y el vals que levanta la veda danzante se ha pasado a las representaciones dramatizadas (cuando no dramáticas) de un romanticismo ñoño que habría empalagado a Bécquer y vuelto blancas de espanto a las otrora oscuras golondrinas.
Puede parecer exageración del hiperbólico andaluz que no soy, pero ahí está el omnipresente testimonio de los teléfonos móviles que nunca faltan, que nunca engañan como no engaña el algodón en materia de suciedades. A saber: uno de los novios, que habrá llegado en limusina, cómo no, blanca, cruzará la alfombra arrastrando tules hacia el templete recubierto de flores donde le esperan su no menos engalanada pareja y padrinos junto con el ejecutor, religioso o civil, de la ceremonia. Sonarán arpegios, se enjugarán lagrimones, se dispensarán, en su caso, bendiciones, se aplaudirá y abrazará. Más o menos lo normal y prepandémico.
Ya en el salón, la novia hará su entrada estelar micrófono en mano y desentonará mieles líricas por Disney o Pablo Alborán. El novio y sus amigos habrá preparado alguna coreografía que deje en pañales los bailes de boda turcos; las luces irán y volverán añadiendo misterio bobalicón y viscoso como el hidrogel de El Corte Inglés hasta que llegue el momento de gloria del diyei, profesional o cuñado entusiasta, a cuyo capricho queda que los invitados se diviertan brincando como canguros o salgan huyendo perseguidos por el gangoseo interminable del reguetón.
Como si nos hubiéramos criado dentro del televisor. Como si nuestra vida en común empezara en ‘Quiero ese vestido’, continuara con ‘La casa de mis sueños’ y concluyera en ‘Las Kardashian’ y no en la hipoteca a treinta o cuarenta años, el trabajo incierto, jornadas laborales interminables, niños sin institutriz pero con móvil y un futuro más negro que la boda de negros que Quevedo cantó en poco piadosos versos:
Llegaron al negro patio / donde está el negro aposento, / en donde la negra boda/
ha de tener negro efeto.
Por eso está volviendo el luto tenebroso en los gestos. Porque quienes lo defienden saben que hay que mantenernos engañados en un mundo virtual que no pone las perdices de la felicidad en nuestra mesa, pero anestesia, y de qué modo, todo lo que en un tiempo condujo a las personas a luchar por derechos inalienables que son ahora, o tempora o mores, aves de vuelo alto, fugaz, inalcanzable.






