Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 08 de Agosto de 2020

El lenguaje de los ojos

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Si el icono del siglo XX fue el automóvil, en el de este primer quinto del XXI muchos convendrán que la mascarilla ocupa lugar preferente como símbolo. Queda recorrido para que otros referentes se vayan alternando en las ocho décadas que quedan por delante, pero esta especie de antifaz sanitario que la pandemia del coronavirus ha convertido en grafismo universal, se antoja como algo mucho más profundo que una simple medida profiláctica.

 

Un virus, quizás la infantería del futuro belicismo, aparte de inocularnos el miedo y la hipocondría en dosis incalculables, nos obliga a ocultar casi todo el rostro, el espejo del alma que decían los antiguos. El mundo tecnológicamente más avanzado de la historia de la humanidad, retrocede hacia las costumbres arcaicas de la preservación del anonimato, antes como escapatoria de fechorías, ahora como parapeto  frente a bichos invasores para los que no existen recovecos imposibles de penetrar. Ni pasado, ni presente, ni porvenir nos van a apear de nuestro permanente carnaval.

 

La mascarilla irrumpe rompedora en un teatro mundial en el que la gran representación es el cuerpo, y en lugar destacado, una cara que las técnicas de manipulación de imágenes ayudan a perfeccionar hasta lo irreal. Es el pasaporte a la gran pasarela que son las redes sociales, A la lechera de la fábula, el aditamento facial de los tiempos actuales le ha roto el cántaro de muchas y variadas estéticas de laboratorio. Dice el historiador y antropólogo israelí Harari que vivimos una era que soporta mejor la esclavitud y la explotación que la irrelevancia.

 

Llega una época, todavía no se sabe si coyuntural o estructural, en el que la faz de las personas dejará de ser la tarjeta de visita de presencias y, también, para los más perspicaces, de esencias. A cara descubierta, aparte de una expresión reconocida de sinceridad sin dobleces, es el aval de verdades o mentiras, de envites en serio o de faroles. Es el mapa de la credibilidad o de la incredulidad en todas direcciones. Por eso, los noticiarios televisivos no se han rendido, y difícil será que lo hagan, al uso de las mascarillas en sus rostros más afamados, porque lo son tanto en la fiabilidad de las dicciones como en la familiaridad de los rasgos faciales. Bastante tenemos con la plaga de noticias falsas como para que el mensajero esconda el mejor espejo de transmisión de confianza a las audiencias.

 

En ese eufemismo de la nueva anormalidad, salpimentado de anormalidades, vagamos por las calles con más vocación individualista que nunca. Todo lo que nos rodea tiene vocación de mecánico. Puede pasar casi rozando nuestros hombros un viejo amigo no visto desde hace años, al que se nos escapa la oportunidad de saludar con efusividad, y desempolvar recuerdos, porque la ecuación de nuestros rostros no ha despejado las principales incógnitas, por el concurso de esta mascarada, necesaria, puede, pero cruel y deshumanizante. Llegas a sentirte como los delincuentes a los que la barbaridad de su delito obliga, según ley, a tapar los ojos con una banda, a fin de preservar su anonimato. Te pierdes las risas de los niños en sus alocadas andanzas. Echas de menos la alegría visual de una cara bonita contagiando expresividad juvenil o la admiración por  una fisonomía surcada de arrugas, la más digna y fehaciente metáfora de los galones de toda existencia. Se te escapa la posible tristeza de un prójimo que pide auxilio y comprensión con el único y limitado recurso de una vista perdida que se mimetiza con la tuya, igualmente extraviada a su manera.

 

Decía Mario Benedetti que cuando teníamos las respuestas nos cambiaron las preguntas. Esta pandemia y su insignia, la mascarilla, le ha dado la vuelta al cuestionario. El test de ayer ha quedado obsoleto. El lenguaje de nuestros semblantes ha dejado de ser el todo del óvalo facial y tiene que acudir a la portavocía de los ojos. Habrá que atenerse a un nuevo alfabeto gestual en la única zona descubierta de la cara. Ya se practica, pues buscamos la familiaridad en un simple movimiento del iris, que parece el rastro a seguir en nuestra nueva condición de sabuesos a la caza de emociones por vericuetos inexplorados.

 

No cesan las conjeturas sobre los días, semanas, meses, años, que habrá que convivir con la pandemia. Las cábalas perfilan multitud de panorámicas en el ansiado armisticio de este conflicto de una ciencia ficción que ha entrado por la puerta trasera, pillándonos en pelota picada. Difícil es imaginar un final cuando acotar el comienzo de la crisis es una sucesión continua de especulaciones, algunas razonables, otras disparatadas; o cuando la preservación de las vidas humanas confronta con un cataclismo económico en macabro simbolismo de deshojar margaritas entre lo malo y lo peor. Mi apuesta es que la fotografía de la victoria (no dudo de ella) sobre el mundo de los aguerridos y maleables microorganismos, será la caída definitiva de nuestros rostros de la repelente mascarilla.

                                                                                                                

       

    

     

                          

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