Catalina Tamayo
Sábado, 15 de Agosto de 2020

A propósito de las cartas

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“Todas las cartas de amor son ridículas… Pero, al fin y al cabo, solo las criaturas que no escribieron cartas de amor sí que son ridículas” Fernando Pessoa

 

 

Con la llegada de las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información, el libro, a pesar de los malos augurios, se mantiene firme, resiste; pero la carta no, que ha ido desapareciendo. Ya no se escriben cartas, y menos aún cartas de amor. Lo que hay que decir se escribe en el ordenador o en el móvil, y después se da a enviar. Todo sucede rápido, casi de inmediato. A veces, en poco tiempo, se tiene ya la respuesta, y asunto resuelto, todos tranquilos. Sin duda, esto es un gran avance, que nada tiene que ver con aquello –que ya queda lejos, para los jóvenes en la prehistoria– de sentarse a la mesa delante de una cuartilla de papel y ponerse a escribir de puño y letra.

     

Aquello era otra cosa, sobre todo si lo que se iba a decir venía del corazón. Entonces, antes de trazar la primera letra, se podía estar una eternidad pensando. Pensando cómo decirlo. Porque las cosas del corazón caben mal en las palabras. Una vez despejada esta incógnita, se comenzaba a escribir. Se escribía despacio, con cuidado de no equivocarse y tener que recurrir a otra cuartilla. Era preferible comenzar de nuevo que tachar. Tachar quedaba muy feo. También se cuidaba la caligrafía, de que la letra fuera al menos legible. Después, se podía tener una letra elegante o vulgar. Eso ya dependía de cada uno. Pero, en todo caso, la letra siempre es algo personal: algo de nuestro ser dejábamos ver en aquellos trazos. Esto no pasa con la letra de molde, uniforme e impersonal, neutra, que es opaca, y nos oculta, no permite que se nos vea.   

     

Acabada la carta, se metía en el sobre y se pegaba el sello. Luego, se buscaba un buzón, uno de esos buzones amarillos que todavía se pueden ver en algunas calles o plazas, y se echaba. Al colarse por la rendija, nos quedaba ese desasosiego que nos produce el saber que ya no hay marcha atrás. La suerte estaba echada, ya veríamos a ver lo que pasaba.

 

A partir de entonces, se iniciaba el tiempo de la espera. Durante este tiempo, algo cambiaba en nosotros: el cartero no nos pasaba desapercibido, por las mañanas teníamos prisa por llegar a casa, al entrar en el portal los ojos se nos iban para el buzón. Los primeros días eran dulces: todavía era pronto para tener respuesta. Pero, tras la primera semana, ya se comenzaba a abrir el buzón, aunque todavía sereno, con la esperanza intacta. Algo distinto era más adelante, cuando ya habían transcurrido varias semanas, cerca de un mes, y nada, el buzón vacío, o solo cartas del banco. Entonces, sí: el que espera desespera.

 

Pero un día, uno cualquiera, el buzón, por fin, contenía una carta, la carta. Se cogía con cuidado, se guardaba, no se decía nada. Y después de comer, como si tal cosa, sin levantar sospechas, uno se encerraba en la habitación. Se observaba la dirección y el remite, se estudiaba todo, como si por su disposición en el sobre, por la forma de esas letras, se pudiera saber ya de antemano su contenido. Al fin, armado de valor, se abría el sobre, se extraía la cuartilla y se comenzaba a leer. Se leía sin mover los labios, solo con el pensamiento. Mientras se leía, la respiración quedaba contenida, la sangre quieta, el corazón parado. La vida toda pendía de un hilo, de lo que dijera ese trozo de papel, que latía levemente entre la punta de los dedos, como si estuviera vivo. Se leía, se volvía a leer, se leía una vez más, y otra, muchas veces, casi hasta aprenderse de memoria. Cuando se consideraba que ya era suficiente, se cerraba los ojos, o se dejaba que la mirada se fuera, sin más, por la ventana, hasta no se sabe dónde. En cualquier caso, nunca se veía nada. Solo se sentía.

     

Pasado el tiempo, muchos años, se puede volver a leer esta carta, y también algunas otras que llegaron más tarde; y al releerlas, se ve lo que pensaba y, sobre todo, lo que sentía aquella persona que la escribió en aquel entonces, con aquellos años, en aquel lugar. Seguramente, contenga muchos superlativos, y nos parezca todo hiperbólico, y ridículo, como corresponde a toda carta de amor. Pero ahí está, perdurando, pese al tiempo. Ahí está, haciendo que otra vez cerremos los ojos y otra vez nos emocionemos. Casi como aquel día.

 

Sin embargo, ya no se escriben cartas de amor, como tampoco se regalan flores, se dedican canciones o se declaman poemas. No, estamos en otro tiempo, un tiempo nuevo, donde todo se dice por Emails, SMS, Facebook, Instagram o WhatsApp. Pero yo no sé si sus mensajes los podremos leer dentro de treinta o cuarenta años. ¡Son mensajes tan efímeros, caducan tan pronto!

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