Enriqueta
![[Img #50782]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/08_2020/776_tumblr_n7cnfzxjjs1qzycyqo1_640.jpg)
El otro día publiqué una página del diario de Enriqueta sin haber presentado a la autora. Una desconsideración por mi parte.
Enriqueta es una buena amiga mía, muy buena amiga, desde siempre (permisión por esta hipérbole). Su vida discurre como discurren los ríos de montaña unas veces torrenteros, con energía abrumadora, y otras disminuidos, como agostados en la época estival.
Estas diferencias de caudal vital van en consonancia con la intensidad de las curvas que Enriqueta se encuentra en su camino, recto, lo que se dice recto, no se le ha desplegado. Por eso ella puede ser intensa, vehemente y apasionada o tranquila, reflexiva y reconcentrada.
De muy joven quiso ser bailarina y dio algunos pasos en ese arte pero no tuvo la valentía ni la paciencia de seguir insistiendo, demasiado esclavo le pareció, y las ataduras no se habían hecho para ella.
También de jovencita pensó en meterse monja misionera para ir a África a hacer el bien, pero entonces la juventud la confundía y quería resolver su espíritu aventurero con aquello de las misiones que ella asimilaba a las congregaciones. No, la idea no prosperó porque pertenecer a un colectivo suponía ataduras y mucho más firmes si se trataban de comunidades religiosas.
Pasó por su cabeza ser guarda bosques en Canadá, una fantasía llena de anhelos exploradores y naturalistas. Naturalmente quedó tan sólo en ensueño.
Entonces decidió estudiar las ‘logías’ arqueológicas y antropomórficas, empujada por su espíritu aventurero e independiente. Encontrar el arca perdida a lo Indiana Jones le parecía lo suficientemente sugerente como para pasarse cinco años en la Universidad. ¡Ay la imaginación! cómo nos pierde a todos, bueno a unos más que a otros.
Y allí se fue cuando acabó, al Amazonas, a buscar los orígenes de las tribus en extinción. Aquellas que todavía sobrevivían a los avatares de los tiempos desde que Francisco Pizarro llegó, vio, peleó y venció.
Empezó explorando en Perú, y a la altura de Lima atravesó los Andes en coche por el punto más alto, de los cuatro mil y pico metros de altitud, y claro, como no siguió las instrucciones de no moverse demasiado a esa altura le entró el soroche, el mal de altura. Pero logró superarlo. Al llegar a la ‘ceja de selva’ se propuso visitar un poblado de los Campas, tribu de la zona. Por supuesto el coche lo tuvo que abandonar y comenzar la andadura caminando por senderos durante horas hasta que consiguió llegar a un claro de vegetación en donde se encontraban unas cabañas dispuestas en círculos con techo de paja, al estilo de las pallozas celtas. El poblado era pequeño y se encontraba vacío, no había nadie. Enriqueta rápidamente dedujo que sus pobladores estarían cazando en la espesura de la selva o quizás realizando algún ritual ancestral, así que siguió caminando por aquel sendero con su mochila al hombro sus botas de cuero y sudando a mares.
No tardó mucho en empezar a oír sonidos humanos. Enriqueta suspiró aliviada, por fin iba a encontrarse con aborígenes que le descubrirían los misterios de la vida ancestral en la selva. Emprendió entonces con alegría, y toda la ligereza que le dejaban sus pies ya torpes por el cansancio, y con falta de aliento por el denso calor y agotamiento, el sendero que le llevaría al encuentro de las voces que iban en aumento, como si estuvieran lanzando aullidos a los cielos. Definitivamente están en un ritual, quizás de alguna muerte, interpretó Enriqueta. Y con esa interesante expectativa aceleró el paso hacia el lugar de donde procedían tan extravagantes manifestaciones.
Cuando llegó al lugar de origen de los ‘aullidos’, oh sorpresa, un grupo de aborígenes con sus vestimentas indígenas, y corte de pelo a lo inca, corrían de un lado para otro como desesperados. ¿Qué les pasa? Se preguntó la expedicionaria alucinada, ¿qué hacen? Hasta que descubrió que corrían detrás de ¡una pelota! Enriqueta no daba crédito, ¡estaban jugando al football! En mitad de la selva, a infinidad de kilómetros de la civilización, ¡estaban jugando al football! Un poblado contra el otro poblado. Las mujeres sentadas en el suelo mirando. Pobre Enriqueta, no salía de su asombro. Qué decepción antropológica tan grande. No había contado con que la ‘aculturación’ futbolística llegara hasta esos recónditos lugares. ¿Dónde quedaba la esencia original? ¿la pureza de las civilizaciones? ¿la identidad de estos habitantes? Volvió sobre sus pasos muy contrariada, como era de suponer, y tremendamente apesadumbrada.
Pensó que quizás tendría más oportunidades de autenticidad en el Amazonas y decidió subir hasta Iquitos, la población al norte del Perú, puerta de selva al borde del río Amazonas. Ciudad importante cuando aquello de ‘la fiebre del caucho’, el oro de la región a principios del siglo pasado y finales del anterior al pasado. Desde allí Enriqueta consiguió montarse en una canoa de indios, de aquellas que consisten en medio tronco ahuecado con el que navegan rio arriba a golpe de pala y rio abajo llevándose dejar por la corriente del caudaloso río amazónico, para llevar los productos de sus chacras (podríamos traducir por huertos) a vender a la ciudad de Iquitos.
Enriqueta, con dificultad porque los nativos sólo hablaban quechua, consiguió hacerse entender que quería ir río abajo y consiguió que le dieran el chivatazo de que uno de los troncos varados en el puerto de Belén (puerto de los indígenas) iba a descender por el río. Así que, aunque la miraban con mucha desconfianza y recelo, ella se instaló en el tronco que le habían indicado y no se movió a pesar de que sus dueños la increpaban con palabras ininteligibles (naturalmente para ella).
Un atado de plátanos para el viaje, su mochila y su cámara de fotos, ese era su bagaje. Su terquedad ganó frente a los atónitos indígenas que la miraban pasmados y acabaron desistiendo de hacer valer sus derechos de propiedad privada. Finalmente los nativos soltaron amarras río Amazonas abajo a las cinco de la mañana con la osada y descarada polizonte a bordo. Sólo por señas consiguieron entenderse algo en la larga trayectoria.
Enriqueta tuvo que hacer traspaso de canoa en la desembocadura del río Napo con el Amazonas, en el poblado llamado precisamente Francisco de Orellana en honor al intrépido conquistador de los tiempos pretéritos, ya que la trayectoria de los ‘inditos’ (creo que ella los llamaba así porque eran pequeños de tamaño, no por supremacía) era la de remontar el río Napo y eso la desviaba del curso del Amazonas donde ella creía que iba a encontrar un filón, no sabía muy bien de qué o el qué pero estaba segura de que iba a tener oportunidad de toparse con algo muy interesante y auténtico. Finalmente llegó a Tabatinga primer poblado ya en Brasil. A partir de aquí su suerte no le acompaño. Empezó a no sentirse bien, las piernas no le aguantaban y la vejiga se le había paralizado cerrada lo que le suponía un grave problema para expulsar el sobrante de la abundancia de líquidos que ingería por el calor sofocante.
Consiguió que una barcaza le llevara de nuevo a la ciudad de Iquitos remontando las aguas amazónicas. Lo consiguió y de ahí voló a la capital, Lima, para que le atendieran. “Esclerosis en placas” le diagnosticaron, y la mandaron evacuada para España. Su aventura a lo Francisco de Orellana acabó demasiado pronto. Y para colmo de males, su cámara se había atascado, quizás por la humedad (era la época del ‘carrete’) no le salió foto alguna.
Dos años de torturas entre médicos y terapias alternativas pero se curó. No era esclerosis como decían los peruanos sino finalmente se trataba del Síndrome de Guillen Barré, un virus que va paralizando los órganos a medida que avanza por la médula de la columna vertebral.
Salió de aquellas y siguió explorando otros campos, entre ellos el de las nubes haciéndose piloto de vuelo sin motor, o el de las profundidades marinas sacándose el título de buceadora para rastrear los mares. Bueno, en los aires se codeaba en vuelo con los buitres que utilizaban las mismas corrientes térmicas para coger altura y buceando en el mar consiguió encontrar una ánfora romana en perfecto estado. Pero es una mujer más bien de tierra así que escogió finalmente seguir caminando por los firmes senderos de la superficie terrestre.
En cuanto a amores iba teniendo aquí y allá, variados, intensos pero poco duraderos. Difícil seguirla. Su sentido de la libertad la posicionaba siempre con un pie fuera del tiesto de los jardines tradicionales. Ha querido ser amada, pero a su manera. Su manera es de totalidad pero de libertad. Un poco contradictorio, parece, aunque ella ha tenido muy claro en qué consiste esos aparentemente ‘opuestos’.
Esto que cuento es uno de los episodios de su vida para dar una idea de su carácter y entender un poco los escritos de su diario. Hay quien nos confunde porque dicen que nos parecemos, quizás un poco sí, pero ella es más joven, nació después que yo y ha tenido más posibilidades.
O témpora o mores
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El otro día publiqué una página del diario de Enriqueta sin haber presentado a la autora. Una desconsideración por mi parte.
Enriqueta es una buena amiga mía, muy buena amiga, desde siempre (permisión por esta hipérbole). Su vida discurre como discurren los ríos de montaña unas veces torrenteros, con energía abrumadora, y otras disminuidos, como agostados en la época estival.
Estas diferencias de caudal vital van en consonancia con la intensidad de las curvas que Enriqueta se encuentra en su camino, recto, lo que se dice recto, no se le ha desplegado. Por eso ella puede ser intensa, vehemente y apasionada o tranquila, reflexiva y reconcentrada.
De muy joven quiso ser bailarina y dio algunos pasos en ese arte pero no tuvo la valentía ni la paciencia de seguir insistiendo, demasiado esclavo le pareció, y las ataduras no se habían hecho para ella.
También de jovencita pensó en meterse monja misionera para ir a África a hacer el bien, pero entonces la juventud la confundía y quería resolver su espíritu aventurero con aquello de las misiones que ella asimilaba a las congregaciones. No, la idea no prosperó porque pertenecer a un colectivo suponía ataduras y mucho más firmes si se trataban de comunidades religiosas.
Pasó por su cabeza ser guarda bosques en Canadá, una fantasía llena de anhelos exploradores y naturalistas. Naturalmente quedó tan sólo en ensueño.
Entonces decidió estudiar las ‘logías’ arqueológicas y antropomórficas, empujada por su espíritu aventurero e independiente. Encontrar el arca perdida a lo Indiana Jones le parecía lo suficientemente sugerente como para pasarse cinco años en la Universidad. ¡Ay la imaginación! cómo nos pierde a todos, bueno a unos más que a otros.
Y allí se fue cuando acabó, al Amazonas, a buscar los orígenes de las tribus en extinción. Aquellas que todavía sobrevivían a los avatares de los tiempos desde que Francisco Pizarro llegó, vio, peleó y venció.
Empezó explorando en Perú, y a la altura de Lima atravesó los Andes en coche por el punto más alto, de los cuatro mil y pico metros de altitud, y claro, como no siguió las instrucciones de no moverse demasiado a esa altura le entró el soroche, el mal de altura. Pero logró superarlo. Al llegar a la ‘ceja de selva’ se propuso visitar un poblado de los Campas, tribu de la zona. Por supuesto el coche lo tuvo que abandonar y comenzar la andadura caminando por senderos durante horas hasta que consiguió llegar a un claro de vegetación en donde se encontraban unas cabañas dispuestas en círculos con techo de paja, al estilo de las pallozas celtas. El poblado era pequeño y se encontraba vacío, no había nadie. Enriqueta rápidamente dedujo que sus pobladores estarían cazando en la espesura de la selva o quizás realizando algún ritual ancestral, así que siguió caminando por aquel sendero con su mochila al hombro sus botas de cuero y sudando a mares.
No tardó mucho en empezar a oír sonidos humanos. Enriqueta suspiró aliviada, por fin iba a encontrarse con aborígenes que le descubrirían los misterios de la vida ancestral en la selva. Emprendió entonces con alegría, y toda la ligereza que le dejaban sus pies ya torpes por el cansancio, y con falta de aliento por el denso calor y agotamiento, el sendero que le llevaría al encuentro de las voces que iban en aumento, como si estuvieran lanzando aullidos a los cielos. Definitivamente están en un ritual, quizás de alguna muerte, interpretó Enriqueta. Y con esa interesante expectativa aceleró el paso hacia el lugar de donde procedían tan extravagantes manifestaciones.
Cuando llegó al lugar de origen de los ‘aullidos’, oh sorpresa, un grupo de aborígenes con sus vestimentas indígenas, y corte de pelo a lo inca, corrían de un lado para otro como desesperados. ¿Qué les pasa? Se preguntó la expedicionaria alucinada, ¿qué hacen? Hasta que descubrió que corrían detrás de ¡una pelota! Enriqueta no daba crédito, ¡estaban jugando al football! En mitad de la selva, a infinidad de kilómetros de la civilización, ¡estaban jugando al football! Un poblado contra el otro poblado. Las mujeres sentadas en el suelo mirando. Pobre Enriqueta, no salía de su asombro. Qué decepción antropológica tan grande. No había contado con que la ‘aculturación’ futbolística llegara hasta esos recónditos lugares. ¿Dónde quedaba la esencia original? ¿la pureza de las civilizaciones? ¿la identidad de estos habitantes? Volvió sobre sus pasos muy contrariada, como era de suponer, y tremendamente apesadumbrada.
Pensó que quizás tendría más oportunidades de autenticidad en el Amazonas y decidió subir hasta Iquitos, la población al norte del Perú, puerta de selva al borde del río Amazonas. Ciudad importante cuando aquello de ‘la fiebre del caucho’, el oro de la región a principios del siglo pasado y finales del anterior al pasado. Desde allí Enriqueta consiguió montarse en una canoa de indios, de aquellas que consisten en medio tronco ahuecado con el que navegan rio arriba a golpe de pala y rio abajo llevándose dejar por la corriente del caudaloso río amazónico, para llevar los productos de sus chacras (podríamos traducir por huertos) a vender a la ciudad de Iquitos.
Enriqueta, con dificultad porque los nativos sólo hablaban quechua, consiguió hacerse entender que quería ir río abajo y consiguió que le dieran el chivatazo de que uno de los troncos varados en el puerto de Belén (puerto de los indígenas) iba a descender por el río. Así que, aunque la miraban con mucha desconfianza y recelo, ella se instaló en el tronco que le habían indicado y no se movió a pesar de que sus dueños la increpaban con palabras ininteligibles (naturalmente para ella).
Un atado de plátanos para el viaje, su mochila y su cámara de fotos, ese era su bagaje. Su terquedad ganó frente a los atónitos indígenas que la miraban pasmados y acabaron desistiendo de hacer valer sus derechos de propiedad privada. Finalmente los nativos soltaron amarras río Amazonas abajo a las cinco de la mañana con la osada y descarada polizonte a bordo. Sólo por señas consiguieron entenderse algo en la larga trayectoria.
Enriqueta tuvo que hacer traspaso de canoa en la desembocadura del río Napo con el Amazonas, en el poblado llamado precisamente Francisco de Orellana en honor al intrépido conquistador de los tiempos pretéritos, ya que la trayectoria de los ‘inditos’ (creo que ella los llamaba así porque eran pequeños de tamaño, no por supremacía) era la de remontar el río Napo y eso la desviaba del curso del Amazonas donde ella creía que iba a encontrar un filón, no sabía muy bien de qué o el qué pero estaba segura de que iba a tener oportunidad de toparse con algo muy interesante y auténtico. Finalmente llegó a Tabatinga primer poblado ya en Brasil. A partir de aquí su suerte no le acompaño. Empezó a no sentirse bien, las piernas no le aguantaban y la vejiga se le había paralizado cerrada lo que le suponía un grave problema para expulsar el sobrante de la abundancia de líquidos que ingería por el calor sofocante.
Consiguió que una barcaza le llevara de nuevo a la ciudad de Iquitos remontando las aguas amazónicas. Lo consiguió y de ahí voló a la capital, Lima, para que le atendieran. “Esclerosis en placas” le diagnosticaron, y la mandaron evacuada para España. Su aventura a lo Francisco de Orellana acabó demasiado pronto. Y para colmo de males, su cámara se había atascado, quizás por la humedad (era la época del ‘carrete’) no le salió foto alguna.
Dos años de torturas entre médicos y terapias alternativas pero se curó. No era esclerosis como decían los peruanos sino finalmente se trataba del Síndrome de Guillen Barré, un virus que va paralizando los órganos a medida que avanza por la médula de la columna vertebral.
Salió de aquellas y siguió explorando otros campos, entre ellos el de las nubes haciéndose piloto de vuelo sin motor, o el de las profundidades marinas sacándose el título de buceadora para rastrear los mares. Bueno, en los aires se codeaba en vuelo con los buitres que utilizaban las mismas corrientes térmicas para coger altura y buceando en el mar consiguió encontrar una ánfora romana en perfecto estado. Pero es una mujer más bien de tierra así que escogió finalmente seguir caminando por los firmes senderos de la superficie terrestre.
En cuanto a amores iba teniendo aquí y allá, variados, intensos pero poco duraderos. Difícil seguirla. Su sentido de la libertad la posicionaba siempre con un pie fuera del tiesto de los jardines tradicionales. Ha querido ser amada, pero a su manera. Su manera es de totalidad pero de libertad. Un poco contradictorio, parece, aunque ella ha tenido muy claro en qué consiste esos aparentemente ‘opuestos’.
Esto que cuento es uno de los episodios de su vida para dar una idea de su carácter y entender un poco los escritos de su diario. Hay quien nos confunde porque dicen que nos parecemos, quizás un poco sí, pero ella es más joven, nació después que yo y ha tenido más posibilidades.
O témpora o mores






