Sol Gómez Arteaga
Sábado, 19 de Septiembre de 2020

Víctimas y verdugos

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El 21/1/2020, cuando el mundo era un poco más libre y se podía salir a la calle sin la amenaza a un virus de consecuencias imprevistas, en la biblioteca de Valdecilla UCM de Madrid, asistí a la presentación de los cortos ‘Una familia ilustre’ y ‘A pie de fosa’, organizada por varias asociaciones de memoria histórica. En el segundo de los cortos, ‘A pie de fosa’, aparecen algunos testimonios de familiares relacionados con el Fuerte de San Cristóbal de Pamplona con los que me siento vinculada pues mi bisabuelo, como tantos miles de represaliados republicanos durante la guerra civil, también estuvo preso en dicho penal algunos años. 

 

Sin embargo es en el primero de esos cortos, el titulado ‘Una familia ilustre’, en el que quiero detenerme. En él, un tipo entrevistaba a otro que en algún momento sostenía la Biblia en las manos y quería que le llamaran pastor. Este hombre, relacionado con los asesinatos y desapariciones acaecidos en Brasil durante la ‘operación Radar’ que tuvo lugar en el año 63 relataba su pasado (como) asesino. Cuando el entrevistador le preguntó porque lo había hecho, porque había matado, el hombre respondió que por poder. Reunirse en un despacho propio con gente importante o acudir al despacho de gente importante, le hacía sentirse importante.

 

Las declaraciones del hombre de la Biblia, más que ninguna otra cosa, suscitaron las críticas y una indignación previsible en algunos familiares de víctimas, verbalizadas en el coloquio posterior a la proyección. A mí me provocaron un profundo desasosiego y me llevaron a preguntarme, una y otra vez, por los motivos que pueden llevar a una sociedad a provocar tanto daño en una parte de sus miembros.

 

De pequeña conocí a un hombre de mi pueblo, Valderas, llamémosle V., afable, flaco, que todos los sábados venía a casa a recoger las tripas de los pollos que durante algunos años vendíamos los sábados. Las tripas las llevaba en una lata y le servían para alimentar a sus gatos. Le recuerdo con las mangas de la camisa remangadas y también que me llamaba poderosamente la atención el tatuaje de su brazo cuyo dibujo exacto, por más que me devano los sesos, no logro discernir. Años más tarde, me enteraría que era un falangista que formó parte de un pelotón de fusilamiento en Puente Castro donde todas las noches, el tiempo que duró la Guerra Civil, llegaban detenidos de distintos rincones de la provincia. En enero de  1937 llegaron a Puente Castro cuatro reos en un camión y vio que uno de ellos era su vecino y amigo, -llamémosle V. también, en realidad se llamaban igual-, denunciado por su cuñado tras unas disputas de unas tierras. El asesino fusilero no pudo olvidar por encima de todas las noches esa noche de gritos desgarrados, de frío helador, de crueldad sin sentido, de pistolas encasquilladas, de malas muertes. Y, como no la pudo olvidar, a veces lo contaba en la intimidad a sus más allegados, y como lo contaba, un día esa historia llegó a mí.  

 

Conocí a otro hombre de mi pueblo, llamémosle A., que estuvo en la división azul. Iba siempre encogido en su bastón y tenía una cara muy amargada y renegrida. Se llevaba bien con mi padre, pues ambos se dedicaban al oficio de pastor. Un día sin ton ni son, A. acusó a mi padre de que ‘los rojos’ eran rencorosos. Mi padre le replicó que no entendía a qué venía ese comentario y que toda su vida no había hecho otra cosa que trabajar. No volvió a mirarle a la cara ni volvieron nunca más a cruzar palabra.

 

Hace tan solo unos días, un amigo del pueblo me contó que un vecino ya fallecido, de profesión barbero, hijo y familiar de represaliados, le dijo que muchas veces se le había pasado por la cabeza hacerle un tajo en el cuello a los verdugos de su padre cuando iban a afeitarse a su local. Ese deseo íntimo había quedado solo en eso, en deseo o tentación.

 

Historias de víctimas, de verdugos. Con frecuencia me he preguntado qué es lo que puede llevar a una sociedad a tener conductas tan atroces como inhumanas, y he llegado a la conclusión de que desde el momento en que despojamos al otro de su dignidad humana y le consideramos un ser distinto, inferior, un animal o mercancía, o incluso peor, un deshecho o inmundicia, podemos hacer lo que deseemos con él, sin dejar por ello de creernos buenos padres, vecinos, ciudadanos. Sin dejar de creer que actuamos en pro de altos ideales. Quien más sabe de esto es el régimen nazi que entre 1939 y 1945 asesinó a más de dieciocho millones de personas, seis de ellos judíos. Hanna Arent definió como “banalidad del mal” la normalización del horror que se fue fraguando de forma progresiva en la sociedad alemana.

 

Por último añadir que la exposición ‘No hace mucho, no muy lejos’ relativa al campo de concentración de Auschwitz a la que asistí con mi sobrina el 3 de enero de 2018 en el Centro de exposiciones ‘Arte Canal de Madrid’, terminaba con las declaraciones en video de algunos testigos del holocausto. Nunca olvidaré las de un hombre que con palabras sencillas decía que estas cosas empiezan con algo pequeño como coger manía al vecino distinto. También daba el remedio o respuesta que estaba, dijo, en la aceptación del otro, fuera éste amarillo o blanco o cojo o con los ojos achinados.

 

Efectivamente la solución consiste en educar desde el respeto.

 

Si lo sabemos… ¿Por qué no lo ponemos en práctica?

 

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