Sol Gómez Arteaga
Sábado, 31 de Octubre de 2020

La paz de los cementerios

 

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Aunque siempre estuvo ahí, hubo un tiempo que la muerte era una gran desconocida para mi, mi familia estaba razonablemente bien, corrían años apacibles. Pero el 2020, criminal y bisiesto, ha caído como un mazazo llevándose a muchas personas de mi entorno, algunas muy queridas, insustituibles -mi padre-, otras menos. Pero todas las muertes, a medida que se suceden, pesan por acumulación como una abrumadora losa, golpeándome encima. Un desastre en el profundo sentido de devastación y horror.  

 

También, y no es casualidad, este año he frecuentado el cementerio más que nunca. En cada una de mis visitas al pueblo. He de decir que mientras subo la cuesta y accedo al camposanto, agarrada del brazo de mi madre, me voy llenando de sensaciones apacibles: el relente de la mañana, el canto de los gorriones arremolinados en torno al camino de acacias, el balido de las ovejas de una nave cercana, el chirrido de la puerta de hierro al abrirse, el crepitar de las piedrecillas al seguir avanzando, el brillo iridiscente de las alargadas cruces y de las lápidas adornadas por descoloridas flores expuestas a la intemperie. Siempre he pensado que la estética de los cementerios es esencialmente fea, de un feísmo kitsch, pero sorprendentemente me veo rodeada de una inusitada paz. 

 

Así llegamos a la tumba de mi padre, una tumba humilde con dos nombres, con dos fechas y una frase austera “Siempre en la Memoria”, acompañada por la planta viva del geranio limonero. Ahí, con recogimiento, ya separados los brazos, nos detenemos mi madre y yo. Esa es la forma de unidad y cercanía que tenemos de reunirnos con los restos de nuestro ser querido. Eso, dirá el profesor de Antropología Filosófica Higinio Martin, es el sentido de un túmulo o tumba.

 

Casi pegada a la sepultura de mi padre hay una tumba sin lápida con una cruz humilde y antigua de hierro donde, a fuerza de ser regada por una mano piadosa (piedad, lo busque el otro día, viene de la palabra latina pietas, que significa persona devota o buena, no solo con lo divino sino con todo ser humano) han arraigado unas florinas amarillas bellísimas que despiertan en mí un gran alborozo interno. Conocí a la persona que allí yace, una hija de la guerra que dejó este mundo con cien años cumplidos. Coraje no le faltaba.

 

Seguimos al fondo para visitar, visita obligada, la tumba de mi abuela. Pero antes de llegar, me asombra la belleza imponente de un ciprés que custodia el silencio de ese otro pueblo subterráneo que habitan los que un día fueron. Me fijo en su tronco recio, de marcadas arrugas. Todo un descubrimiento, lo mismo que lo es el rostro piadosamente bello de un Cristo de color bronce viejo que adorna el panteón de mi abuela. Pienso: cuando todo vaya mal y no tenga a lo que asirme, evocaré esa expresión.

 

Digo todo esto desde un ateísmo irreductible, desde la creencia serena y sin jactancia, de que el pensamiento muere cuando muere el cuerpo, de que tras la muerte no hay nada. Creer o no creer es una simple cuestión de fe, y yo simple, llanamente, no la tengo. No creo.

 

En ese momento levanto la vista y, tras la tapia que hay en ese tramo final del cementerio, vislumbro el horizonte que se extiende a la par, generoso  y austero, ante mis ojos. Un paisaje absolutamente minimalista. Sí, va a ser verdad, y esto no lo he dicho yo, que en mi pueblo, que en la tierra de campos, inventamos los jardines zen. Qué cosas.

 

Mientras caminamos hacia la salida, el pensamiento queda por unos momentos suspendido, liberado de miedos, de odios, de afanes, de envidias, de tristezas, pero también de alegrías, recibiendo, por imantación, toda la paz de los muertos que, libres de sentires, en el subsuelo habitan. Y agarrada de nuevo al brazo de mi madre, pensando acaso que estos paseos son de lo mejor del día en un año que, se mire por donde se mire, tiene bastante poco que celebrar, bajamos la cuesta para retornar de nuevo a los afanes, a los días… de la vida.

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