La metáfora atlética
La explosión de rebeldía que ha seguido a la segunda ola de la pandemia trae a todos de cabeza. Pensadores, intelectuales, politólogos, comunicadores y un sinfín de merodeadores de la actualidad moderna lanzan todo tipo de presunciones acerca de una causalidad que tiene raíces mucho más profundas e instaladas en el tiempo, que esos argumentos, como surgidos de la nada, en las plataformas del nuevo espectáculo informativo que son las tertulias televisivas y radiofónicas, así como las redes sociales.
La crisis de la COVID-19 en España ha tenido la foto bien enfocada de una sociedad solidaria. Los primeros coletazos se acompañaron de medidas dolorosas que, de mejor o peor humor, todos cumplimos en la retaguardia y acompañamos con el agradecimiento sincero a las vanguardias que taparon efectos que podían ser comparables a los de una catástrofe bélica. Bien o mal atendida, no faltó atención sanitaria, ni alimentos, lo más esencial, en multitud de hogares paralizados por el miedo.
Llegó el recreo y lo esperado. La calle fue tomada a golpe de marabunta. Difícil esperarse otra cosa después de más de dos meses de encierro obligatorio. Aquella suelta conformó una imagen distorsionada de victoria arrolladora sobre el bicho y no de tregua. No había conocimiento alguno de rendición del enemigo, pues del arma para destruirlo, no se tenía más noticia que cientos, miles de ensayos, sin concretar.
Sí, lenguaje bélico, y aquí empieza la primera distorsión nacida de los imperativos de una sociedad hedonista, solo atenta al regalo de frases amables e idílicas a sus oídos. Mucho antes, desde la política, se impuso el léxico melifluo de las medias verdades. Nuestros políticos hacen alardes de las exigencias de certidumbres hacia los otros, pero en lo propio se desmarcan, con todo cinismo, de todo lo duro que no oculta, todo lo contrario, muestra la vida, cuando quiere ser cabrona. Estamos en uno de esos momentos, y términos como guerra o batalla, no lo exageran. Cincuenta mil muertos y más de un millón de heridos, son estadísticas de trinchera.
En el tiempo de recreo se permitieron muchos de los excesos de un verano típico y tópico. Juergas nocturnas y festejos populares que, aunque prohibidos oficialmente, tuvieron abundante vía de escape. Y ahí empezaron a encenderse las primeras luces de alarma. La vuelta a las andadas del virus tenía efecto descontado; la estupidez fue permitir todo lo que lo ha adelantado, cuando esto es una lucha contrarreloj, en la que, a lo mejor, conceder dos meses de tranquilidad a la ciencia, es calzarse las botas de siete leguas.
Estamos a un cuarto de hora de volver a la casilla de partida. Pero ahora, saca a jóvenes y adolescentes de su contagio vital con la juerga inacabable. Ahí están los resultados: una auténtica kale borroka reivindicativa de la fiesta y la algarabía. Pone los pelos como escarpias que una juventud haga de los botellones el emblema de su libertad. La misma juventud que lleva años desmovilizada y silenciosa ante la cruda realidad de su desempleo en tasas inaguantables y, si trabaja, de su explotación laboral con jornadas esclavistas y salarios de miseria. Mal tienen que ir las cosas en un país, cuando la que debe ser su población más concienciada y dinámica respecto a las causas sociales, por el testimonio constante de la historia, solo se moviliza por el cierre de discotecas.
Esta es cuestión mucho más profunda. Procede de las últimas generaciones como efecto pendular reactivo a los abusos paternales de siglos. Tiene origen en una educación permisiva hasta el exceso. La autoridad (no el autoritarismo) ha sido erradicada de los hogares y de las aulas. Del diccionario de los chavales ha desaparecido el NO paterno y tutorial. A base de continuas concesiones se han convertido en déspotas que abominan de conceptos como responsabilidad y respeto fuera de los ámbitos de su tribu generacional, porque ahora, bien que han demostrado el nulo que profesan a los escalones superiores de la familia en el menosprecio a los riesgos de contagio que sus desmanes ocasionaban. Viendo como se ve hoy a los niños adaptarse a estos momentos incómodos, sin perder un ápice de su alegría, hay que hacerse obligatoriamente la pregunta de cuándo y por qué se ha perdido el contacto con la realidad en la ímproba tarea de educar y formar a un hijo, en la seguridad de que no se compra el cariño accediendo a todos sus caprichos.
Aquí una metáfora de contenidos deportivos que parece se entiende mejor. Un padre/madre es el símil al entrenador de un atleta. Si preparas a éste solo en las carreras de cien o doscientos metros lisos, e ignoras que la existencia de todos, al final, siempre se obliga en pruebas de medio fondo, fondo, incluso maratón, has cultivado en tus descendientes la espectacularidad, pero también lo fugaz, de un sprint. Si le disciplinas en el tesón, en la estrategia del manejo de tiempos, construirás un ser paciente y resistente, con oportunidad para redimirse de las caídas y con capacidad de sufrimiento para no rendirse, incluso vencer. ¿Sirve?
La explosión de rebeldía que ha seguido a la segunda ola de la pandemia trae a todos de cabeza. Pensadores, intelectuales, politólogos, comunicadores y un sinfín de merodeadores de la actualidad moderna lanzan todo tipo de presunciones acerca de una causalidad que tiene raíces mucho más profundas e instaladas en el tiempo, que esos argumentos, como surgidos de la nada, en las plataformas del nuevo espectáculo informativo que son las tertulias televisivas y radiofónicas, así como las redes sociales.
La crisis de la COVID-19 en España ha tenido la foto bien enfocada de una sociedad solidaria. Los primeros coletazos se acompañaron de medidas dolorosas que, de mejor o peor humor, todos cumplimos en la retaguardia y acompañamos con el agradecimiento sincero a las vanguardias que taparon efectos que podían ser comparables a los de una catástrofe bélica. Bien o mal atendida, no faltó atención sanitaria, ni alimentos, lo más esencial, en multitud de hogares paralizados por el miedo.
Llegó el recreo y lo esperado. La calle fue tomada a golpe de marabunta. Difícil esperarse otra cosa después de más de dos meses de encierro obligatorio. Aquella suelta conformó una imagen distorsionada de victoria arrolladora sobre el bicho y no de tregua. No había conocimiento alguno de rendición del enemigo, pues del arma para destruirlo, no se tenía más noticia que cientos, miles de ensayos, sin concretar.
Sí, lenguaje bélico, y aquí empieza la primera distorsión nacida de los imperativos de una sociedad hedonista, solo atenta al regalo de frases amables e idílicas a sus oídos. Mucho antes, desde la política, se impuso el léxico melifluo de las medias verdades. Nuestros políticos hacen alardes de las exigencias de certidumbres hacia los otros, pero en lo propio se desmarcan, con todo cinismo, de todo lo duro que no oculta, todo lo contrario, muestra la vida, cuando quiere ser cabrona. Estamos en uno de esos momentos, y términos como guerra o batalla, no lo exageran. Cincuenta mil muertos y más de un millón de heridos, son estadísticas de trinchera.
En el tiempo de recreo se permitieron muchos de los excesos de un verano típico y tópico. Juergas nocturnas y festejos populares que, aunque prohibidos oficialmente, tuvieron abundante vía de escape. Y ahí empezaron a encenderse las primeras luces de alarma. La vuelta a las andadas del virus tenía efecto descontado; la estupidez fue permitir todo lo que lo ha adelantado, cuando esto es una lucha contrarreloj, en la que, a lo mejor, conceder dos meses de tranquilidad a la ciencia, es calzarse las botas de siete leguas.
Estamos a un cuarto de hora de volver a la casilla de partida. Pero ahora, saca a jóvenes y adolescentes de su contagio vital con la juerga inacabable. Ahí están los resultados: una auténtica kale borroka reivindicativa de la fiesta y la algarabía. Pone los pelos como escarpias que una juventud haga de los botellones el emblema de su libertad. La misma juventud que lleva años desmovilizada y silenciosa ante la cruda realidad de su desempleo en tasas inaguantables y, si trabaja, de su explotación laboral con jornadas esclavistas y salarios de miseria. Mal tienen que ir las cosas en un país, cuando la que debe ser su población más concienciada y dinámica respecto a las causas sociales, por el testimonio constante de la historia, solo se moviliza por el cierre de discotecas.
Esta es cuestión mucho más profunda. Procede de las últimas generaciones como efecto pendular reactivo a los abusos paternales de siglos. Tiene origen en una educación permisiva hasta el exceso. La autoridad (no el autoritarismo) ha sido erradicada de los hogares y de las aulas. Del diccionario de los chavales ha desaparecido el NO paterno y tutorial. A base de continuas concesiones se han convertido en déspotas que abominan de conceptos como responsabilidad y respeto fuera de los ámbitos de su tribu generacional, porque ahora, bien que han demostrado el nulo que profesan a los escalones superiores de la familia en el menosprecio a los riesgos de contagio que sus desmanes ocasionaban. Viendo como se ve hoy a los niños adaptarse a estos momentos incómodos, sin perder un ápice de su alegría, hay que hacerse obligatoriamente la pregunta de cuándo y por qué se ha perdido el contacto con la realidad en la ímproba tarea de educar y formar a un hijo, en la seguridad de que no se compra el cariño accediendo a todos sus caprichos.
Aquí una metáfora de contenidos deportivos que parece se entiende mejor. Un padre/madre es el símil al entrenador de un atleta. Si preparas a éste solo en las carreras de cien o doscientos metros lisos, e ignoras que la existencia de todos, al final, siempre se obliga en pruebas de medio fondo, fondo, incluso maratón, has cultivado en tus descendientes la espectacularidad, pero también lo fugaz, de un sprint. Si le disciplinas en el tesón, en la estrategia del manejo de tiempos, construirás un ser paciente y resistente, con oportunidad para redimirse de las caídas y con capacidad de sufrimiento para no rendirse, incluso vencer. ¿Sirve?






