Mercedes Unzeta Gullón
Sábado, 14 de Noviembre de 2020

Las farolas no son estrellas

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Este puñetero virus está provocando mucha desazón aparte de sufrimiento. Las grandes ciudades se han vuelto muy hostiles y los urbanitas empiezan a considerar las bondades de vivir fuera de las aglomeraciones urbanas. Recuperar la casa de los abuelos en el pueblo es una opción a considerar, el aire limpio, las distancias los movimientos y paseos, todo es más fácil y más saludable ante las continuas reclusiones en pisos de escasos metros. Felizmente hace ya veinte años que yo tomé esa decisión, y no fue un maligno virus sino un impulso de temperamento lo que me llevó a compartir mi existencia con la naturaleza.

 

Vivir en una gran casa de campo fue siempre una  de esas ilusiones profundas, esenciales e inmortales de mi espíritu romántico. Una inclinación más esencial que material, un deseo más del alma que de cabeza, más emocional que racional.

 

En la adolescencia el Mayerling de Rebeca me producía ensoñaciones interminables. En la juventud era el conde Levin en su finca Probovskoie quien me hacía soñar y anhelar (mucho más que Karenina). Más tarde, en el embeleso artístico, le Déjeuner de Monet  me sugiere un delicioso estado de ánimo para empezar el día.

 

Y esta ensoñación de campo fue concretada, al inicio de la vida adulta, en ‘una casita con jardín’ a las afueras de Madrid. Esas afueras que con el tiempo van siendo menos afueras, fagocitas por el crecimiento de la ciudad; con esos verdes que se van tornando en grises de calles, aceras y edificios; esas estrellas que acaban siendo farolas y la luna ya sólo se la puede ver pintada en los calendarios. Los asfaltos, los trabajos, las necesidades de ir y venir con el coche a la ciudad…, una inacabable rutina ciudadana acaba ganando, arrancando día a día el tiempo a la vida.

 

La vida va siendo atrapada en la inercia, sugestionada con falsas necesidades presentadas como garantes de felicidad. Muy engañoso.

 

La gran ciudad se ha convirtiendo en un factor cruel que hipoteca el tiempo para un futuro incierto: la jubilación, y a los amigos para alguna convocatoria forzada algún fin de semana.

 

Y entonces la insatisfacción crece como un hongo, y crea ansiedades. Y surge la soledad en el bullicio. Y crece la tristeza. Y crece la incomunicación. Y crece el desencanto. Y ‘todo’ hace nudo, bloqueo, y aparece la enfermedad, los tumores, los agresivos tratamientos… Y la señal de ‘alerta roja’ empieza a parpadear. Y empieza a planear sobre la cabeza la necesidad de un cambio, y entonces afloraen mi ánimo la vieja ilusión, aquella ilusión romántica de la gran casa de campo, del Campo con mayúsculas, del campo de verdad en donde las estaciones marcan su ritmo y la vida danza en torno a ese ritmo.

 

Y esa necesidad de cambio va creciendo, tomando posiciones prioritarias en el espíritu, y el deseo se vuelve tan firme como un mascarón de proa surcando los mares, y el destino entonces entra en escena y cumple con su papel sorpresa y coloca en mi camino una vieja y ruinosa gloria familiar.

 

No fue un ‘amor a primera vista’ a pesar de que el lugar aportaba a mi campo emocional muy buenos recuerdos de infancia. El Molino era demasiado grande y demasiado ruinoso y demasiado lejos de Madrid y demasiado familiar. Pero la naturaleza de sus cinco hectáreas de finca estaba virgen, desaliñada, frondosa, sugerente, llena de zarzas y matorrales, de flores sencillas, sorprendentes, delicadas, vistosas y efímeras, llena de vida. Multitud de pájaros diferentes, fantásticos en sus colores y en sus trinos, se habían refugiado en este exuberante paraíso de bayas y granos. Una naturaleza felizmente abandonada de la rotulación de los tractores, de la rentabilidad económica, de las cosechas subvencionables.

 

Y, entonces el lugar, que no el edificio, fue seduciéndome poco a poco hasta conseguir no sólo que me rindiera a sus encantos sino que me enamorara perdidamente de su belleza, de su tranquilidad, de su energía.

 

Y la ilusión por recuperar la esencia y la presencia de esta antigua casa familiar, que fue molino de grano y de aceite de linaza siglos pasados, convertida en una ruina a punto de borrarse de la historia, fue creciendo hasta convertirse en una prioridad absoluta, en el proyecto de vida.

 

Y resultó ser un reto infinitamente más polifacético y duro de lo que me había imaginado. El reto personal, el reto de salud, el reto de creatividad, el reto de energía, el reto financiero… Pero como la inconsciencia va ligada a la aventura y la aventura al riesgo yo no tenía en consideración otra cosa más que el avanzar, seguir, imaginar con verdadera convicción el molino en todo su esplendor… Y el reto resultó conseguido.

 

La ansiedad oculta de mi vida fue resolviéndose y disolviéndose en la creatividad de la naturaleza y de la restauración.

 

Y las ciudades siguen creciendo porque a las personas les falta imaginación para salir de ellas. La rutina en la gran ciudad tiene la comodidad del automatismo, comodidad en cuanto no hay que pensar más que seguir el ritmo diario de ir, trabajar, volver, descansar, ir trabajar, volver, descansar… los estreses y agobios están asumidos y tratados con pastillas, el paso de la vida lo va marcando el calendario indicando las distintas estaciones del año o los movimiento de la luna por los dibujitos pintados en el día adecuado. El no contacto con la naturaleza deshumaniza y enferma. Quizás esta pandemia que estamos viviendo logre que después de tanto sufrimiento se produzca un cambio importante, más humano y más saludable, en el sistema social y en la apreciación personal de las personas.

 

Y sobre todo, y muy necesaria, una profunda revisión de la escala de valores de una vida que finalmente es tan corta como un suspiro.

 

O témpora o mores

 

 

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