Sol Gómez Arteaga
Sábado, 14 de Noviembre de 2020

Centro ciudad. (Donde regresa siempre el fugitivo)

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Desde febrero no pisaba el centro ciudad, Puerta del Sol, corazón de Madrid. Lo hice el pasado viernes, seis de noviembre, que libraba. Un aire suave me acaricia el rostro mientras me dirijo a la calle Desengaño a recoger un encargo. Allí, el cada vez más reducido espacio de moda alternativa llamado triBall -triángulo Ballesta- que nació en 2007 con vocación de ser y no fue, alterna con el submundo de la prostitución de la calle. Comercio de la carne trémula y comercio de la moda en un momento en que la oferta supera con creces a la demanda. ¿Quién folla en tiempos de pandemia y quien consume fruslerías en tiempos de crisis? Malos tiempos para el contacto, el abrazo, la caricia -aunque sea espuria- de pobres putas tristes. Malos tiempos también para el glamour, la exhibición, el frenesí de la vida.  

 

Como telón de fondo, la indigencia: colchones en el suelo de una cada vez más nutrida legión de “sin techo”, almohadas, mantas de colores, ropa, botellas de agua, ilustran el escenario de una precariedad que no es nueva, pero que en estos tiempos de pandemia crece exponencialmente. En territorio tan expuesto como inexpugnable, llama poderosamente mi  atención -antesala del antihogar-, un felpudo.   

 

De camino a Pontejos paso por Sol cuando dan justo las doce. La plaza bulle a medio gas y Carlos III me parece que se aburre igual que un rey olvidado. La presencia de una grúa me hace imaginar, espejismo o trampa a los ojos, que pesca palomas al vuelo. Un reducido grupo de prensa se arremolina en torno al kilómetro cero, Presidencia de la Comunidad, donde un día sí y otro también, Ayuso da la nota. Por un momento me pregunto qué pensaría el más soso de los Borbones del trasiego de  la actual política.  

 

En la plaza por antonomasia de las mercerías me sorprendo de que Almacenes Pontejos, fundado en 1913 y probablemente el establecimiento más antiguo en estas lides, se aclimate tan bien a los nuevos tiempos por obra y gracia de una maquinita digital colocada en la calle, donde diligentes clientas -somos todas mujeres- tras coger número, esperamos diligentemente nuestro turno. Llegado el mío, pido las hombreras que necesito para acoplar a una prenda demasiado holgada y como no las hay del tamaño que busco, me acerco a Mercería Cobián, situada en la esquina. Mi desolación es tremenda al descubrir que ha sido sustituida por una tienda de chinos. No es que yo tenga nada en contra de los chinos ni Dios que lo fundó, pero en ese momento siento como si un mundo familiar y cotidiano se desvaneciera ante mis ojos.

 

Esta sensación no es nueva. Antes desaparecieron en la misma plazoleta -justo en el edificio donde Benito Pérez Galdós situó la vivienda de Jacinta-, los Tejidos de la Maja, un establecimiento de telas que me aportaba una emoción no comparable con casi nada. Recuerdo el subidón que me producía entrar, pisar el suelo de tarima oscura, tocar las telas, imaginar qué podía hacer con ellas, decidirme entre varías, oír -alborozada quiebra- rasgar las telas. Me chifla la ropa y a lo largo de los treinta años que llevo viviendo en Madrid he asistido a la desaparición de un montón de tiendas originales y autóctonas.  

 

Pienso en estas cosas mientras camino por la calle La Bolsa en dirección a Tirso de Molina para coger el autobús que me conduce a casa. En el trayecto me encuentro con un sinfín de establecimientos al mayor e inconfundible estilo Kitsch. En el escaparate de uno de ellos se exhiben trajes de novia con conjuntadas mascarillas bordadas a máquina y un cartel que pone treinta euros. ¿Quién se casa hoy enfundada en un vestido blanco de tubo y seis, diez o dieciséis invitados?

 

No sé. Lo que sí sé es que me haré las hombreras yo misma, buscaré espuma gruesa, cogeré unas pinzas a cada lado dando la forma del hombro. Se necesitan hombros anchos para soportar el peso de todo lo que se nos viene encima, el peso de lo que está por venir.

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