Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 21 de Noviembre de 2020

La chapuza

 

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España no es país para la ciencia. Ello no quiere decir que se trate de una nación inculta, ni mucho menos. Pero gusta de moverse por los ámbitos de las humanidades y las artes. Aportamos genios literarios como Cervantes y Galdós. Y se puede seguir con una larga lista. En la pintura hay motivos sobrados para vanagloriarse de Velázquez, Goya, Picasso, un trío entre una abundante selección de cualquier época. Pero nos damos de bruces con la ciencia. Hay nombres propios, del rango de los mencionados en las otras disciplinas, a contar con los dedos de la mano: Miguel Servet, Santiago Ramón y Cajal y Severo Ochoa. En lo que dura un chasquido de dedos, ¿se nos viene otro a la memoria? Seguro que hay muchos que, por aquello de nuestra especial idiosincrasia respecto a la materia, se hunden en el ostracismo o se han tenido que limitar a hacer patria lejos de estos predios, más imaginativos que pragmáticos.  Habrá que esperar a la inmediata publicación de la última obra de nuestro hombre de la ciencia en la RAE, José Manuel Sánchez Ron, El País de los Sueños Perdidos, para dar forma a una nómina no tan escueta de científicos nacionales y sus extraordinarias aportaciones en la bohemia soledad de sus laboratorios.

 

Muchos licenciados de nuestros campus universitarios abrazan la vocación científica con el señuelo romántico de romper las barreras infranqueables de una incomprensión secular. Para el magín español, la investigación es campo abonado a sabios locos, pergeñando de continuo diabólicas imaginaciones y armas mortíferas. El país que somos de santurronería atávica, explica también la marginación científica por tratarse de una disciplina que aleja a la divinidad de sus consecuencias. Pintura, escultura y literatura, dibujan, modelan y escriben a Dios. La ciencia, lo cuestiona. Determinadas ortodoxias, todavía poderosas, la enmarcan en el gueto de la herejía y el pecado.

 

Y ahora, a nuestra escuálida ciencia nacional le ha llegado el turno de la tragicomedia, en asunto más dado a la comicidad que a la tragedia. Un satélite español, llamado Ingenio (cuidado con los nombres, por favor, que los registra el diablo) se ha venido abajo minutos después de despegar, según las primeras investigaciones, por un erróneo cruce de cables. La primera imagen que asoma es que por allí han metido mano Pepe Gotera y Otilio. Entre la risa y el cabreo se sabe que la gracia nos ha costado 200 millones de euros y que la misión se había puesto en marcha sin una póliza de seguro que previese un final de invento, digno de la más alocada  historieta del tebeo. El propósito de obtener fotografías de alta resolución de zonas del planeta en riesgo de desertización o facilitar información de grandes extensiones de cultivos agrarios, parece ser, está definitivamente perdido en algún remoto lugar del Ártico, quizá como recochineo final a tanta sapiencia congelada.

 

Mucho se ha criticado en estos meses de crisis sanitaria que la cartera de Sanidad la ocupe un filósofo. Verdad es que profesión y desempeño no parecen tener mucho en común. Pero en esto del Ingenio, el responsable gubernamental ha sido, ni más, ni menos, que un astronauta, que, hombre, en esto de los satélites, la autoridad, como el valor en la mili, se le supone. Basta echar un vistazo a su currículo para verificar que está impuesto en la disciplina. En cuestión de ciencia no metemos gol ni en portería con una farola de portero. Al final subyace que el hábito no hace al monje, ni siquiera en cuestiones tan sensibles como la gobernanza. El origen de esta chapuza es una cascada que se estrella en todo el organigrama de un ministerio que por estos lares, en  presupuesto y atribuciones, es más florero que satélite.

 

No falta la cortina de humo. España es el país que con más fervor ha abrazado la creo que intencionada confusión entre ciencia y tecnología. No son lo mismo, y de ello se han encargado de arrojar luz eminentes expertos. De hecho, algún gobierno ha incardinado los dos términos en la nominación de la cartera ministerial. Este país es hoy edén de funciones vaporosas solidificadas en el redentor anglicismo: youtuber, influencer…que en la maraña lexicográfica que ahonda en las confusiones, vienen a instalarse como nueva comunidad científica. Prosperan como setas en otoño lluvioso. Científico es algo infinitamente más  serio, no una moda pasajera de distracción para adolescentes aburridos e influenciables. Prueba de su enorme valor social es el déficit que de ellos padecemos para hacer frente a la peor crisis humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial. La ciencia tiene que dejar de ser un permanente ejercicio de voluntarismo y asentarse como vanguardia de un país avanzado. Ingenio en vez de Ingenio. De seguir así, confundiendo la investigación con un remedo de videojuego, nuestros investigadores y sus descubrimientos no dejarán el campo abonado a las chapuzas que tienen en los tebeos y en la abundante saga cinematográfica de los Ozores.

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