Cerrar la puerta
![[Img #51703]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2020/3479_dsc_4837.jpg)
“Pero nadie sabe qué es el amor ni cuáles son sus límites” (Manuel Vilas. Alegría)
Ha cerrado ya la puerta, aunque no es muy tarde, pues ni siquiera son todavía las once. Sé que no está estudiando. Está con el móvil, echada en la cama, sobre un costado, como la he visto otras veces. Quizá hablando con una amiga. Me gustaría entrar, acostarme a su lado, hablar un poco con ella. Pero no debo. No quiere que la molesten. Cada vez más reclama su espacio, su tiempo. Nos ha dicho que cuando tenga la puerta cerrada de la habitación llamemos antes de entrar. Que pidamos permiso. Podría llamar y entrar. Pero no. No, porque esta noche ha pegado otra vez en la puerta ese folio que dice: “Estoy acostada. No molestar, por favor”. Paso de largo. Cuando llego a mi habitación no sé qué hacer, se me ha olvidado a lo que venía. En realidad no sé si venía a algo. Me doy la vuelta. Vuelvo a pasar otra vez por delante de su puerta. Pero ya no me detengo. Llego al salón y me dejo caer en el sofá. Me derrumbo. Apago la tele, no tengo ganas de ver nada.
Al poco, sale de la habitación. Escucho sus pasos por el pasillo. Pisa fuerte, como desafiando. Veo que entra descalza a la cocina. Tendría que decirle algo, reñirla una vez más, pues se puede poner mala. No tengo ánimo, no estoy para discutir. Ha abierto el frigorífico. Casi seguro que cogerá uno de esos yogures que yo he traído esta mañana. Uno de esos especiales, de chocolate, un poco más caros. Pese a todo, tengo la esperanza de que cuando termine venga al salón y me dé las buenas noches. Y acaso también un beso. Ya ha terminado. Apaga la luz de la cocina y se vuelve para la cama. Ni siquiera ha reparado en la luz del salón. Me llega el ruido de la puerta al cerrarse. Esa puerta me parece la puerta de su corazón. La casa se queda nuevamente en silencio. No puedo con los párpados, se me cierran. Noto los ojos húmedos, líquidos, agua de mar. Dejo que el dolor me resbale por las mejillas, que me llegue hasta la comisura de los labios. Ni me molesto en limpiarlo. Quiero sentirlo, saber de verdad cómo es, a qué sabe. Estoy solo, nadie me ve. Es como si el dolor me llevara con ella. Como si el dolor fuera ella.
La siento venir por el pasillo. Empuja la puerta del salón. Tiene puesto el pijama nuevo. Está descalza. Corre hacia mí, se tira sobre mí. Se ríe. Me besa. Yo la abrazo, le acaricio los piececitos, se los beso. Los noto fríos y la riño. La riño entre caricias y besos. “Tengo hambre”, me dice. Entonces, la cojo en el cuello, aunque ya sea un poco mayor, y nos vamos a la cocina. Su cara sobre mi cara. Sentada en mis rodillas, rodeada por mis brazos, segura, se toma un yogur especial. Después, le limpio el chocolate de los labios y la llevo a su habitación. La meto en la cama. La vuelvo a besar: le cubro la cara de besos. Cuando la voy a dejar, me dice: “Cuéntame un cuento, papi”. Estoy cansado, pero me meto en la cama con ella, la abrazo y comienzo a contarle. Y nos quedamos los dos dormidos. Dormidos.
Por la mañana, temprano, me despierto en el sofá. Me cubre una manta. Es su manta. Se la regalé las Navidades pasadas cuando aún era ella. Me había dicho que por las noches a veces se quedaba fría en la cama. Es una manta extremadamente suave. Acaricia. No había otra mejor en la tienda. En este momento lo estoy comprobando. El secador zumba en el cuarto de baño. Vuelvo a cerrar los ojos y me sumerjo en el calor de la manta. Me voy quedando traspuesto; dormido, quizá. Pero el pitido grave de un coche me saca de lo oscuro. Veo que una luz limpia anega el salón. De la calle me van llegando más ruidos. Vuelvo a las cosas, a la vida. Vuelvo en mí. Solo que no sé qué tengo en la mejilla. Como un leve roce. El roce de un ala. El ala de un ángel. Y las lágrimas se me van cayendo. “Que tengas buena mañana”, a duras penas puedo llegar a decir.
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“Pero nadie sabe qué es el amor ni cuáles son sus límites” (Manuel Vilas. Alegría)
Ha cerrado ya la puerta, aunque no es muy tarde, pues ni siquiera son todavía las once. Sé que no está estudiando. Está con el móvil, echada en la cama, sobre un costado, como la he visto otras veces. Quizá hablando con una amiga. Me gustaría entrar, acostarme a su lado, hablar un poco con ella. Pero no debo. No quiere que la molesten. Cada vez más reclama su espacio, su tiempo. Nos ha dicho que cuando tenga la puerta cerrada de la habitación llamemos antes de entrar. Que pidamos permiso. Podría llamar y entrar. Pero no. No, porque esta noche ha pegado otra vez en la puerta ese folio que dice: “Estoy acostada. No molestar, por favor”. Paso de largo. Cuando llego a mi habitación no sé qué hacer, se me ha olvidado a lo que venía. En realidad no sé si venía a algo. Me doy la vuelta. Vuelvo a pasar otra vez por delante de su puerta. Pero ya no me detengo. Llego al salón y me dejo caer en el sofá. Me derrumbo. Apago la tele, no tengo ganas de ver nada.
Al poco, sale de la habitación. Escucho sus pasos por el pasillo. Pisa fuerte, como desafiando. Veo que entra descalza a la cocina. Tendría que decirle algo, reñirla una vez más, pues se puede poner mala. No tengo ánimo, no estoy para discutir. Ha abierto el frigorífico. Casi seguro que cogerá uno de esos yogures que yo he traído esta mañana. Uno de esos especiales, de chocolate, un poco más caros. Pese a todo, tengo la esperanza de que cuando termine venga al salón y me dé las buenas noches. Y acaso también un beso. Ya ha terminado. Apaga la luz de la cocina y se vuelve para la cama. Ni siquiera ha reparado en la luz del salón. Me llega el ruido de la puerta al cerrarse. Esa puerta me parece la puerta de su corazón. La casa se queda nuevamente en silencio. No puedo con los párpados, se me cierran. Noto los ojos húmedos, líquidos, agua de mar. Dejo que el dolor me resbale por las mejillas, que me llegue hasta la comisura de los labios. Ni me molesto en limpiarlo. Quiero sentirlo, saber de verdad cómo es, a qué sabe. Estoy solo, nadie me ve. Es como si el dolor me llevara con ella. Como si el dolor fuera ella.
La siento venir por el pasillo. Empuja la puerta del salón. Tiene puesto el pijama nuevo. Está descalza. Corre hacia mí, se tira sobre mí. Se ríe. Me besa. Yo la abrazo, le acaricio los piececitos, se los beso. Los noto fríos y la riño. La riño entre caricias y besos. “Tengo hambre”, me dice. Entonces, la cojo en el cuello, aunque ya sea un poco mayor, y nos vamos a la cocina. Su cara sobre mi cara. Sentada en mis rodillas, rodeada por mis brazos, segura, se toma un yogur especial. Después, le limpio el chocolate de los labios y la llevo a su habitación. La meto en la cama. La vuelvo a besar: le cubro la cara de besos. Cuando la voy a dejar, me dice: “Cuéntame un cuento, papi”. Estoy cansado, pero me meto en la cama con ella, la abrazo y comienzo a contarle. Y nos quedamos los dos dormidos. Dormidos.
Por la mañana, temprano, me despierto en el sofá. Me cubre una manta. Es su manta. Se la regalé las Navidades pasadas cuando aún era ella. Me había dicho que por las noches a veces se quedaba fría en la cama. Es una manta extremadamente suave. Acaricia. No había otra mejor en la tienda. En este momento lo estoy comprobando. El secador zumba en el cuarto de baño. Vuelvo a cerrar los ojos y me sumerjo en el calor de la manta. Me voy quedando traspuesto; dormido, quizá. Pero el pitido grave de un coche me saca de lo oscuro. Veo que una luz limpia anega el salón. De la calle me van llegando más ruidos. Vuelvo a las cosas, a la vida. Vuelvo en mí. Solo que no sé qué tengo en la mejilla. Como un leve roce. El roce de un ala. El ala de un ángel. Y las lágrimas se me van cayendo. “Que tengas buena mañana”, a duras penas puedo llegar a decir.






