Catalina Tamayo
Sábado, 28 de Noviembre de 2020

Esperábamos

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“y mañana será otro día tranquilo

un día como hoy, jueves o martes,

cualquier cosa y no eso

que esperamos aún, todavía, siempre”

(Ángel González. Porvenir)

 

 

Llegó el otoño, y todavía seguimos caminando entre tinieblas, a tientas; tropezamos, nos tambaleamos, casi nos vamos al suelo; pero volvemos a recuperar el equilibrio; aun así, es un ir precario. No vamos como antes, resueltos, confiados, porque sabemos que de nuevo daremos otro traspié, y tememos que entonces podamos caer de bruces; porque buscamos la luz, y la luz no aparece, es todo noche, un túnel sin salida, negro siempre; y porque esperábamos encontrar en este otoño aquella primavera, aquel verano. La primavera y el verano que no tuvimos, que nos robaron.

 

Esperábamos encontrarnos, vernos, tocarnos, abrazarnos, besarnos, darnos calor, recuperarnos. Y nada, es mejor no quedar. Y si quedamos, no podremos vernos del todo, solo los ojos, que han aprendido a sonreír, incluso a hablar, a acariciar. Nada de tocarnos: no abrazos, no besos. Solo tendremos las palabras. Palabras deformadas, a veces rotas, que se desvanecen y no llegan a tocar el oído, y hay que volver a hacerlas. Todo ha cambiado. Todo se ha vuelto distinto, extraño, frío, amargo, muy triste. Esperábamos ver decrecer los días; ver morir el sol en el monte; ver bajar las nubes del cielo; ver agitarse el viento; ver caer amarillas las hojas de los chopos; ver seco el río; ver nítidos los quiebros y requiebros del sendero; ver saltar el corzo entre la retama a lo lejos; ver las aves partir; ver llover; ver el parque solo, la fuente sola; verlo todo gris y callado, dormido. Y sí, lo vemos, lo estamos viendo. Lo vemos, pero no como esperábamos verlo. No.

 

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