La soledad
![[Img #51776]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2020/9__mrrcedes-dsc0070.jpg)
Desde mi nacimiento me ha acompañado la soledad. Por alguna razón de la que no soy consciente nací ‘ensimismada’. Es una palabra que me parece bonita para decir que nací sin hacer caso del exterior que me rodeaba. Me explico. Mi llegada al mundo mundial supuso, naturalmente, una alegría en el pequeño mundo familiar y, aunque mi aterrizaje suponía la cuarta niña en el ranking infantil, como era natural y habitual los familiares se acercaban a hacer cucamonas a la nueva niña. Pero esa niña, que era yo, no hacía ni puñetero caso a tanta llamada de atención con aquellos tonos forzados, no debían de parecerme nada interesantes, así que no les prestaba ninguna atención, me quedaba como abstraída, como pensando en mis asuntos.
“Esta niña está sorda” empezó a cuchichearla familia en voz baja, como queriendo esconder ese grandísimo defecto de nacimiento que estaban descubriendo, pero el tiempo hizo que la voz se fuera alzando hasta acabar haciendo de esa circunstancia una cuestión de gran resonancia familiar. Me llevaron a importantes médicos que no encontraban ningún problema en el sistema auditivo, ningún motivo para que no pudiera oír. Hasta que dieron con un eminente doctor, el doctor Picón, quien vio clara la situación y determinó que el problema de la sordera radicaba en que no me crecía la cabeza adecuadamente. Para resolver el problema el preclaro doctor recetó unos medicamentos para forzar a que la cabeza cogiera su ritmo de crecimiento. Así las cosas, me medían todos los días el contorno de la cabeza para ver si aumentaba de volumen y recuperaba la audición.
Hasta que un día, la persona que estaba a mi cuidado cerró la puerta con un golpe y la pequeña niña torció la cabeza. ¡Oye!, ¡La niña oye! gritó alborozada. Una gran algarabía se desató con el acontecimiento de que yo, que no respondía a ninguna monería, había dado respuesta a un golpe de puerta. A partir de ese momento empecé a dar respuesta. Ya estaba preparada para afrontar los sonidos del mundo.
Creo que la realidad de aquel acontecimiento radicaba en que yo decidí afrontar el exterior una vez que hube dispuesto y capacitado mi interior, una vez que reconocí que dentro de mí tenía a ‘mi otro yo’. Ese ‘yo’ era mi soledad y sería mi compañera de viaje en este trayecto que acababa de iniciar. Mi sordera no era porque no oía sino porque no quería escuchar las empalagosas carantoñas. Arrastré de aquel episodio dolores de cabeza con cierta frecuencia, seguramente como consecuencia de la, pienso que estrambótica, medicación para conseguir su crecimiento.
Siempre fui una niña feliz a pesar de que mi posición en el ranking fraternal era la cuarta, un lugar un tanto sí es no es muy propicio para la manipulación de las hermanas del nivel superior. Pero el aislamiento interior que conseguía con mi soledad siempre me protegía de que las malas emociones me arrasaran. Esa protección interior ha seguido funcionando a lo largo de mi vida. Por eso es difícil que tenga miedo a algo o a alguien, por eso siempre me he sentido fuerte.
Y por eso las personas que se acercan a mi aparente fragilidad se desorientan .Se les escapa algo de mí, algo enigmáticamente inalcanzable. No consiguen la ‘propiedad’ completa. Se desconciertan y les entra el miedo y la inseguridad, y los celos de ‘algo’, y la relación se acaba desestabilizando. No llegan a captar, a entender que mi amante es la soledad. No mi amante, mucho más que amante, es mi otro yo. Y la soledad no la puedo compartir, no es compartible, es exclusiva.
El sentimiento profundo de soledad, es decir el sentimiento profundo de ser consciente de ser, de estar, de existir, es magnífico, es una sensación de unicidad, de anclaje en el Universo. Tú puedes vivir la soledad estando rodeado de personas o estando sólo, porque se trata de una conexión contigo no con los demás. Claro, para disfrutar de ello tienes que estar muy a gusto contigo mismo. El estar conectado con tu interior te hace fuerte para afrontar cualquier adversidad, y hay muchas en el caminar. Otra cosa muy diferente es el sentimiento de sentirse solo, de abandono, sentir que no importas a nadie, que nadie te echará de menos, eso es algo negativo y descorazonador. Ese es un gran dolor de vivir.
Cuando en algún momento de debilidad han soplado en mi alma los fríos vientos de un sentimiento desértico me acurrucaba en mi cama bajo el edredón de plumas y lloraba y lloraba desconsoladamente hasta que el calor de las lágrimas conseguía acariciar poco a poco mi deshabitado corazón reconfortándolo, y su dulce sosiego acababa por serenar la áspera sensación de desamparo, y entonces el frío desaparecía para dar paso a una cálida y complaciente soledad, sintiéndose el corazón cómplice de sí mismo. Entonces me acuerdo de que las respuestas las tengo dentro.
Acabamos de pasar (y seguimos pasando) un tremendo episodio en el que muchísimas personas se han encontrado (y se encuentran) solas y abandonadas, personas que tienen que pasar en solitario los últimos momentos de su vida ante la dramática situación de aislamiento y enfermedad sin sus seres queridos al lado. Situaciones muy difíciles de gestionar emocionalmente, sobre todo porque estamos acostumbrados a vivir ‘con’ y ‘en’ el exterior y cuando el exterior con el que contamos (casa, familia, amigos…) nos falla, desaparece por cualquier tipo de circunstancia de aislamiento, el sentimiento de abandono y pérdida llega a ser tan terrible o más que la propia circunstancia (como enfermedad).
Es entonces cuando, si sabemos tener en cuenta a nuestro interior, a nuestro ‘yo’, a nuestra infinita capacidad de Ser, no sólo de Estar, cuando podemos establecer un diálogo con nuestra soledad, la más fiel compañía y cuando podríamos afrontar con más bonanza los acontecimientos adversos. A mí siempre me ha ayudado a no desesperar en los múltiples episodios graves de salud por los que he pasado a lo largo del camino.
O témpora o mores
Desde mi nacimiento me ha acompañado la soledad. Por alguna razón de la que no soy consciente nací ‘ensimismada’. Es una palabra que me parece bonita para decir que nací sin hacer caso del exterior que me rodeaba. Me explico. Mi llegada al mundo mundial supuso, naturalmente, una alegría en el pequeño mundo familiar y, aunque mi aterrizaje suponía la cuarta niña en el ranking infantil, como era natural y habitual los familiares se acercaban a hacer cucamonas a la nueva niña. Pero esa niña, que era yo, no hacía ni puñetero caso a tanta llamada de atención con aquellos tonos forzados, no debían de parecerme nada interesantes, así que no les prestaba ninguna atención, me quedaba como abstraída, como pensando en mis asuntos.
“Esta niña está sorda” empezó a cuchichearla familia en voz baja, como queriendo esconder ese grandísimo defecto de nacimiento que estaban descubriendo, pero el tiempo hizo que la voz se fuera alzando hasta acabar haciendo de esa circunstancia una cuestión de gran resonancia familiar. Me llevaron a importantes médicos que no encontraban ningún problema en el sistema auditivo, ningún motivo para que no pudiera oír. Hasta que dieron con un eminente doctor, el doctor Picón, quien vio clara la situación y determinó que el problema de la sordera radicaba en que no me crecía la cabeza adecuadamente. Para resolver el problema el preclaro doctor recetó unos medicamentos para forzar a que la cabeza cogiera su ritmo de crecimiento. Así las cosas, me medían todos los días el contorno de la cabeza para ver si aumentaba de volumen y recuperaba la audición.
Hasta que un día, la persona que estaba a mi cuidado cerró la puerta con un golpe y la pequeña niña torció la cabeza. ¡Oye!, ¡La niña oye! gritó alborozada. Una gran algarabía se desató con el acontecimiento de que yo, que no respondía a ninguna monería, había dado respuesta a un golpe de puerta. A partir de ese momento empecé a dar respuesta. Ya estaba preparada para afrontar los sonidos del mundo.
Creo que la realidad de aquel acontecimiento radicaba en que yo decidí afrontar el exterior una vez que hube dispuesto y capacitado mi interior, una vez que reconocí que dentro de mí tenía a ‘mi otro yo’. Ese ‘yo’ era mi soledad y sería mi compañera de viaje en este trayecto que acababa de iniciar. Mi sordera no era porque no oía sino porque no quería escuchar las empalagosas carantoñas. Arrastré de aquel episodio dolores de cabeza con cierta frecuencia, seguramente como consecuencia de la, pienso que estrambótica, medicación para conseguir su crecimiento.
Siempre fui una niña feliz a pesar de que mi posición en el ranking fraternal era la cuarta, un lugar un tanto sí es no es muy propicio para la manipulación de las hermanas del nivel superior. Pero el aislamiento interior que conseguía con mi soledad siempre me protegía de que las malas emociones me arrasaran. Esa protección interior ha seguido funcionando a lo largo de mi vida. Por eso es difícil que tenga miedo a algo o a alguien, por eso siempre me he sentido fuerte.
Y por eso las personas que se acercan a mi aparente fragilidad se desorientan .Se les escapa algo de mí, algo enigmáticamente inalcanzable. No consiguen la ‘propiedad’ completa. Se desconciertan y les entra el miedo y la inseguridad, y los celos de ‘algo’, y la relación se acaba desestabilizando. No llegan a captar, a entender que mi amante es la soledad. No mi amante, mucho más que amante, es mi otro yo. Y la soledad no la puedo compartir, no es compartible, es exclusiva.
El sentimiento profundo de soledad, es decir el sentimiento profundo de ser consciente de ser, de estar, de existir, es magnífico, es una sensación de unicidad, de anclaje en el Universo. Tú puedes vivir la soledad estando rodeado de personas o estando sólo, porque se trata de una conexión contigo no con los demás. Claro, para disfrutar de ello tienes que estar muy a gusto contigo mismo. El estar conectado con tu interior te hace fuerte para afrontar cualquier adversidad, y hay muchas en el caminar. Otra cosa muy diferente es el sentimiento de sentirse solo, de abandono, sentir que no importas a nadie, que nadie te echará de menos, eso es algo negativo y descorazonador. Ese es un gran dolor de vivir.
Cuando en algún momento de debilidad han soplado en mi alma los fríos vientos de un sentimiento desértico me acurrucaba en mi cama bajo el edredón de plumas y lloraba y lloraba desconsoladamente hasta que el calor de las lágrimas conseguía acariciar poco a poco mi deshabitado corazón reconfortándolo, y su dulce sosiego acababa por serenar la áspera sensación de desamparo, y entonces el frío desaparecía para dar paso a una cálida y complaciente soledad, sintiéndose el corazón cómplice de sí mismo. Entonces me acuerdo de que las respuestas las tengo dentro.
Acabamos de pasar (y seguimos pasando) un tremendo episodio en el que muchísimas personas se han encontrado (y se encuentran) solas y abandonadas, personas que tienen que pasar en solitario los últimos momentos de su vida ante la dramática situación de aislamiento y enfermedad sin sus seres queridos al lado. Situaciones muy difíciles de gestionar emocionalmente, sobre todo porque estamos acostumbrados a vivir ‘con’ y ‘en’ el exterior y cuando el exterior con el que contamos (casa, familia, amigos…) nos falla, desaparece por cualquier tipo de circunstancia de aislamiento, el sentimiento de abandono y pérdida llega a ser tan terrible o más que la propia circunstancia (como enfermedad).
Es entonces cuando, si sabemos tener en cuenta a nuestro interior, a nuestro ‘yo’, a nuestra infinita capacidad de Ser, no sólo de Estar, cuando podemos establecer un diálogo con nuestra soledad, la más fiel compañía y cuando podríamos afrontar con más bonanza los acontecimientos adversos. A mí siempre me ha ayudado a no desesperar en los múltiples episodios graves de salud por los que he pasado a lo largo del camino.
O témpora o mores