Catalina Tamayo
Sábado, 05 de Diciembre de 2020

A propósito de lo perfecto

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“Ahora seremos felices,

cuando nada hay que esperar.

Que caigan las hojas secas,

que nazcan las flores blancas,

¡qué más da!”

(José Hierro. El indiferente)

 

“No se engañe nadie, no, pensando que” hay cielos completamente azules, limpios del todo, sin una nube, puros. No los hay. De niño, en verano, los días buenos, despejados, me gustaba mirar el cielo, verlo tan azul, y, girando sobre mí, lo recorría con la mirada para confirmar que todo él era azul, un cristal transparente, carente de máculas. Pero no lo conseguía. Siempre encontraba alguna nube minúscula flotando en alguna parte. Alguna imperfección.

 

    

 Tampoco el mar nunca permanece quieto. No reposa. No consigue ser una auténtica lámina de acero. Siempre se ondula algo. Siempre el balandro se está meciendo.

 

     

El mar en el verano. Vacaciones de verano junto al mar. Pero en esas vacaciones, que yo veía pintadas en los libros de la escuela, que yo descubrí en esos libros, que yo luego soñaba, estoy seguro que no siempre había sol y luz, y calor, y juegos en el agua y en la arena, y aventuras, y primeros amores. Estoy seguro de que a esos veranos no les faltaban las tormentas, y los días fríos, feos. La lluvia. No, las vacaciones, aunque sean a lado del mar, no todas son felices. También contienen momentos malos, malísimos, más malos que los malos del trabajo. Hay vacaciones infierno.

 

     

En verano, durante las vacaciones, nacen amores nuevos, es cierto; pero también mueren muchos amores. El verano siempre se va dejando un rosario de amores rotos; amores que unos meses antes, en primavera, parecían invulnerables, fortalezas a prueba de todo ataque; amores eternos. Sí, “amores eternos que duran lo que dura un corto invierno”. Porque los días van desgastando el amor y si no se cuida se acaba estropeando. Con todo, nadie consigue conservarlo como el primer día. No se puede perdurar en la pasión. Y se olvidan aquellas miradas, los besos primeros, todas las promesas que se hicieron, y uno ya no se ve por la eternidad gritando su nombre, buscando su alma entre las almas. Ningún amor es para siempre.

 

    

Las almas, como los cielos, tampoco son puras, tienen marcas. Los amigos no son tan incondicionales como nos creemos, y fallan. Y a veces fallan cuando más los necesitamos. Los profesores no saben tanto como aparentan saber y no llegan a ser maestros. A menudo los filósofos, como los necios, se quedan enredados en lo banal y se olvidan de buscar la sabiduría. Los curas pecan. Muchas esposas –más de las que estamos dispuestos a admitir– fantasean con el hombre que no es su marido. Nadie es intachable. Pues la naturaleza es porfiada, reclama lo suyo, y no se puede ir contra ella. No hay ángeles, esa es la verdad.

 

     

En este mundo los paraísos no existen. Todos chapoteamos en el mar de la vida. No vivimos, sino sobrevivimos. Somos náufragos. Y ninguno logrará alcanzar la playa. Ninguno se salvará. Los reveses y la enfermedad nos acechan. La vejez nos espera. La vejez y la muerte. La muerte, quizá el único absoluto que se puede hallar en esta vida.

 

 

Sé que decir estas cosas produce melancolía. Pero también sé que darse cuenta de ellas, de esta verdad, verdad dura y fría, nos desengaña del mundo y de la vida, de nosotros mismos. Un desengaño que nos pone en el camino de la aceptación: no queda otra que tomarnos las cosas como son y como vienen. No se trata de cambiar nada, sino de aceptarlo todo. Aceptar lo que no depende de nosotros. Si lo hacemos, estaremos tranquilos y evitaremos la frustración. Esto, el aceptar o no aceptar, que está en nuestra mano, nadie nos lo podrá quitar. Podrán encadenar nuestras manos, pero no nuestra libertad interior. Esta libertad es nuestra, solo nuestra. La tranquilidad depende de nosotros, “no se engañe nadie, no”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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