Viejos no... Veteranos
Tengo sesenta y seis años. A esa edad soy abuelo, me han sacado de la población activa para convertirme en jubilado, y en las emergencias de la pandemia, recibo la consideración de colectivo de alto riesgo y receptor prioritario en las listas de vacunación que están casi perfiladas. Y todo lo que me rodea se empeña en convencerme de que me queda mucha cuerda por delante.
Se dice hoy que esa mi edad son coletazos últimos de juventud otoñal. Que el acceso a la vejez está en numerales más altos. El listón ha subido, porque lo ha hecho significativamente la longevidad en países desarrollados como el nuestro. Cierto es que morirse cumplido el siglo de vida alcanza una normalidad que ha corrido muy deprisa desde mi generación a la de mis hijos. En mis años infantiles, una persona de mi edad era vista como un carcamal, y eso de colocar los tres dígitos en el carné de identidad, una proeza al alcance de tan pocos, que, cumplirlos o morirse con ellos, salía en los periódicos.
Viejo es palabra malsonante en una sociedad avanzada como la que presumimos tener. Sugiere el repudiado estoicismo, porque envejecer con dignidad es para fuertes y valientes. La hemos reemplazado por mayor. Más suave en poder de asociación. La rehuimos estirando sus baremos como un chicle. Si oyes que una persona ha muerto a los 70 años, por ejemplo, se nos escapa un convencional nada sincero, ¡¡¡pero…si era todavía joven!!! La lozanía de la gente ha pasado a medirse en años por cumplir, dejando a un lado los ya certificados como ceros a la izquierda. Una conjugación en futuro que prefigura tiempo por vivir frente al vivido, que es lo que parece hacernos felices.
Para el lenguaje de la calle, soy, con mis coetáneos, un joven que ahuyenta con este sortilegio de mocedad impostada, el miedo al kraken de la muerte. Enorme paradoja con la absoluta hipocresía del doble mensaje de hacerme creer zagal en las fronteras de la vejez, y achacoso e inútil en los feudos de la creatividad y la experiencia de los ámbitos laborales. Ahí, cumplidos los cincuenta, eres desecho de tienta, sin la posibilidad de la redención que es toda segunda oportunidad. Te cae con todo su peso dogmático la decrepitud y no hay cuartel para la más amable veteranía, que nos dibuja a sesentones y siguientes con mucho más realismo.
La despectiva acepción hacia nosotros, esa de viejuno (apuesten que no tarda mucho en encontrar su casilla en el Diccionario de la Lengua Española), es la que está haciendo posible el efecto silenciador en los efectos sociales de la Gran Recesión. Nuestras pensiones, las que los neoliberales dicen que son donación graciosa a la inactividad, y que a muchos jóvenes se les ha hecho entender como quita justificativa a sus escuálidos salarios, sirven ahora para nutrir una bolsa de subsistencia para legión de descendientes que frena y/o aborta la conflictividad social, siempre cruenta en las hambrunas y en las epidemias.
Otro tótem actual, el de la compaginación de la vida laboral y familiar, que modela la ansiada igualdad de derechos entre hombres y mujeres, es igualmente factible, en buena parte, por la retaguardia de los inútiles viejos, en su excelsa forma de abuelos, reviviendo misiones paternales que imprimen carácter como algunos sacramentos. En estos tiempos de iconoclastia de estatuas, nadie se saldría de un consenso por la erección de una en cualquier lugar a sus figuras encorvadas por los años y a su indomable espíritu de servicio a hijos y nietos y, por extensión, a la sociedad y sus gobiernos. Subráyese el segundo destinatario.
El mundo antiguo, el de la organización tribal, depositó toda la autoridad jerárquica, y mucho más importante, moral, en sus miembros más notables: los viejos; y en una segunda lectura fundamental: el respeto reverencial de los jóvenes. Los buenos aficionados al cine hacen comprobación de lo dicho en las películas donde la hormonal fogosidad del joven guerrero era sosegada por la palabra oportuna de la experiencia de los muchos años del gran jefe. Las arrugas y surcos del rostro eran como son hoy las medallas de los mariscales y la insolencia de los jóvenes ejecutivos.
La sociedad moderna, epicúrea y en crisis de valores, ejerce en la figuración del desprecio a la vejez, todo el miedo que guarda a la llegada de su turno. El comportamiento de parte de ella en lo que llevamos de pandemia ha sido el de utilizar una ancianidad concebida parásita como escudo de una asquerosa mortandad rentable. Han (o hemos) olvidado el gran placer, la enorme valía, del sabio consejo de nuestros mayores. Yo todavía los recibo. Imposible de tasar esas enseñanzas en este mundo abducido por lo tangible. Los que han muerto en este avatar pandémico a edades, en mi niñez, posibles o imposibles, lo han hecho en la valiente soledad del dejarse llevar. Una frase para meditar de mi colega periodista (y escritora) Rosa Montero, de bastante antes de estos sucesos: …la vejez no está reñida con la audacia. Debemos aspirar a morir muy vivos. Por favor, no nos llamen viejos sin la deferencia debida; mucho menos, viejunos; mucho mejor, veteranos.
Tengo sesenta y seis años. A esa edad soy abuelo, me han sacado de la población activa para convertirme en jubilado, y en las emergencias de la pandemia, recibo la consideración de colectivo de alto riesgo y receptor prioritario en las listas de vacunación que están casi perfiladas. Y todo lo que me rodea se empeña en convencerme de que me queda mucha cuerda por delante.
Se dice hoy que esa mi edad son coletazos últimos de juventud otoñal. Que el acceso a la vejez está en numerales más altos. El listón ha subido, porque lo ha hecho significativamente la longevidad en países desarrollados como el nuestro. Cierto es que morirse cumplido el siglo de vida alcanza una normalidad que ha corrido muy deprisa desde mi generación a la de mis hijos. En mis años infantiles, una persona de mi edad era vista como un carcamal, y eso de colocar los tres dígitos en el carné de identidad, una proeza al alcance de tan pocos, que, cumplirlos o morirse con ellos, salía en los periódicos.
Viejo es palabra malsonante en una sociedad avanzada como la que presumimos tener. Sugiere el repudiado estoicismo, porque envejecer con dignidad es para fuertes y valientes. La hemos reemplazado por mayor. Más suave en poder de asociación. La rehuimos estirando sus baremos como un chicle. Si oyes que una persona ha muerto a los 70 años, por ejemplo, se nos escapa un convencional nada sincero, ¡¡¡pero…si era todavía joven!!! La lozanía de la gente ha pasado a medirse en años por cumplir, dejando a un lado los ya certificados como ceros a la izquierda. Una conjugación en futuro que prefigura tiempo por vivir frente al vivido, que es lo que parece hacernos felices.
Para el lenguaje de la calle, soy, con mis coetáneos, un joven que ahuyenta con este sortilegio de mocedad impostada, el miedo al kraken de la muerte. Enorme paradoja con la absoluta hipocresía del doble mensaje de hacerme creer zagal en las fronteras de la vejez, y achacoso e inútil en los feudos de la creatividad y la experiencia de los ámbitos laborales. Ahí, cumplidos los cincuenta, eres desecho de tienta, sin la posibilidad de la redención que es toda segunda oportunidad. Te cae con todo su peso dogmático la decrepitud y no hay cuartel para la más amable veteranía, que nos dibuja a sesentones y siguientes con mucho más realismo.
La despectiva acepción hacia nosotros, esa de viejuno (apuesten que no tarda mucho en encontrar su casilla en el Diccionario de la Lengua Española), es la que está haciendo posible el efecto silenciador en los efectos sociales de la Gran Recesión. Nuestras pensiones, las que los neoliberales dicen que son donación graciosa a la inactividad, y que a muchos jóvenes se les ha hecho entender como quita justificativa a sus escuálidos salarios, sirven ahora para nutrir una bolsa de subsistencia para legión de descendientes que frena y/o aborta la conflictividad social, siempre cruenta en las hambrunas y en las epidemias.
Otro tótem actual, el de la compaginación de la vida laboral y familiar, que modela la ansiada igualdad de derechos entre hombres y mujeres, es igualmente factible, en buena parte, por la retaguardia de los inútiles viejos, en su excelsa forma de abuelos, reviviendo misiones paternales que imprimen carácter como algunos sacramentos. En estos tiempos de iconoclastia de estatuas, nadie se saldría de un consenso por la erección de una en cualquier lugar a sus figuras encorvadas por los años y a su indomable espíritu de servicio a hijos y nietos y, por extensión, a la sociedad y sus gobiernos. Subráyese el segundo destinatario.
El mundo antiguo, el de la organización tribal, depositó toda la autoridad jerárquica, y mucho más importante, moral, en sus miembros más notables: los viejos; y en una segunda lectura fundamental: el respeto reverencial de los jóvenes. Los buenos aficionados al cine hacen comprobación de lo dicho en las películas donde la hormonal fogosidad del joven guerrero era sosegada por la palabra oportuna de la experiencia de los muchos años del gran jefe. Las arrugas y surcos del rostro eran como son hoy las medallas de los mariscales y la insolencia de los jóvenes ejecutivos.
La sociedad moderna, epicúrea y en crisis de valores, ejerce en la figuración del desprecio a la vejez, todo el miedo que guarda a la llegada de su turno. El comportamiento de parte de ella en lo que llevamos de pandemia ha sido el de utilizar una ancianidad concebida parásita como escudo de una asquerosa mortandad rentable. Han (o hemos) olvidado el gran placer, la enorme valía, del sabio consejo de nuestros mayores. Yo todavía los recibo. Imposible de tasar esas enseñanzas en este mundo abducido por lo tangible. Los que han muerto en este avatar pandémico a edades, en mi niñez, posibles o imposibles, lo han hecho en la valiente soledad del dejarse llevar. Una frase para meditar de mi colega periodista (y escritora) Rosa Montero, de bastante antes de estos sucesos: …la vejez no está reñida con la audacia. Debemos aspirar a morir muy vivos. Por favor, no nos llamen viejos sin la deferencia debida; mucho menos, viejunos; mucho mejor, veteranos.