Catalina Tamayo
Sábado, 19 de Diciembre de 2020

A propósito del placer

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“Más grato es a veces, y la Naturaleza no pide otra cosa,…, poder, en cambio, tenderse unos junto a otros en el césped suave, cabe un arroyuelo, a la sombra de un árbol copudo, y regalar el cuerpo sin grandes dispendios; sobre todo, si el cielo sonríe y la estación del año esparce de flores el verdor de la hierba” (Lucrecio. De rerum natura)

 

 

Por fin ha dejado de llover. Sin pensárselo dos veces, se ha vestido y se ha echado a la calle. Bien abrigado, con el paraguas colgado de su brazo, camina por la avenida. Al poco, tuerce hacia la derecha y toma el camino que conduce hacia la sierra. Es media tarde. Aunque en esta época del año los días son cortos, todavía queda para que se haga de noche.

 

     

No tarda en verse en medio del campo. Va andando despacio. De cuando en cuando, se detiene y se queda mirando las cosas, pensativo, como ausente. Las gotas de lluvia aún tiemblan en los tallos secos de las hierbas. La viña, que este verano vio tan frondosa, donde cogió ese racimo de uvas tan sabroso, se ha quedado desnuda, con los muñones al aire, aterida. Algunos gorriones revolotean en los zarzales. El arroyo, engrosado, salta, ríe, canta. Él se gira. Cuesta distinguir el camino por donde ha venido. Casi todo se ha vuelto del mismo color. De color gris. Todo parece de ceniza. A lo lejos, la ciudad se ha hecho pequeña, como si se hubiera encogido. Solo las torres de la catedral aparecen mínimamente perfiladas.

 

     

Reanuda el paseo. Nota que el brazo ha dejado de dolerle. En ese momento ningún dolor le acosa. Tampoco hay miedo en su corazón. Ya ni siquiera teme a la muerte. Después de años razonando, ha concluido que no está en su mano, ni en la de nadie, alargar la vida, y aun cuando se pudiera alargar, tanto si es mucho como si es poco, no por eso la muerte dejará de aguardarnos. Sin duda, hemos de morir, todos. Nadie se escapará de comparecer ante la parca. Además, una vez muertos, el no ser no durará menos para el que hoy ha dejado la vida que para el que la dejó hace muchos años. Por eso, no hay razón para aferrarse con denuedo a la vida. Una vida que es corta. Corta como un parpadeo. Y piensa en el trabajo penoso y en los desvelos que llevan otros, y qué a gusto se siente. A gusto no porque disfrute viéndolos padecer sino porque le resulta agradable darse cuenta de los males de los que se está librando. Pues para vivir en esta vida no se necesita tanto. Con bien poco es suficiente para vivir bien. Desde luego, se puede prescindir de la opulencia, el poder, la voluptuosidad o el éxito, todo eso por lo que día y noche, sin descanso, se esfuerzan algunos, convencidos de que sin ello la vida no merece la pena: la vida no es vida. ¡Qué ciegos están! Y vuelve a sentirse bien, mejor todavía que antes. Después, se pregunta si él será feliz.

 

     

Se levanta aire. Es aire frío, que nota en la cara, pero solo en la cara. No lo siente en ninguna otra parte de su cuerpo porque la ropa que lo cubre, sin ser de marca, cara, lo protege suficientemente. Este aire dispersa las nubes, las rasga, y por esas rasgaduras penetran ya oblicuos algunos rayos de sol que inciden en los trigales y les arrancan brillos dorados. Los piornos, que flanquean parte del camino, se han apagado, se han vuelto feos, casi repulsivos. Van apareciendo algunos charcos. El barro obliga a ir por la orilla. Un poco más adelante, una laguna. Al bordearla, va viendo nubes deshilachadas y pedazos de cielo, y va viendo también el sol, ya si fuerzas, moribundo, recostarse sobre la línea quebrada del horizonte. Lo va viendo hasta que en el último tramo una racha de aire riza el agua y se desdibuja todo. Todo se va. Pero nada más rebasar la laguna, vuelve el dolor. Vuelve a clavarse en la carne, a morder, a desgarrar. Otra vez ese dolor. La fiera. Pero la cabeza lo lleva a otras tardes. Entonces, llegan de lo hondo, como en auxilio, las palabras de un amigo. Palabras amables, serenas, espontáneas, sin doblez, cándidas. Palabras sinceras. También están las bromas, y con las bromas las risas. Porque no todo lo que se habla tiene que ser serio. También se dicen cosas triviales. Se mezcla todo: lo grave y lo ligero. Es un diálogo dulce. Un diálogo donde no hay que medir las palabras porque equivocarse no tiene importancia. Errar es de humanos. Porque basta con pedir perdón para ser perdonado. Porque no hay nada que perdonar. Todo es dicho con la mejor intención. Nunca se ofende. Ninguno se siente ofendido. El buen humor lo ocupa todo. Alegría. Poco a poco, el dolor va cediendo, o parece que va cediendo. No importa lo que sea. El caso es que se le hace más llevadero. Tanto, que por momentos lo olvida, no lo siente, y es como si no existiera. Como si la fiera, cansada de morder, hubiera soltado un instante la presa. Diera una tregua.

     

El rebaño cruza el camino. El pastor va delante. Los perros, a los lados; siempre atentos, en alerta. Los óvidos, dóciles, todos tan parecidos, van unos detrás de otros sin saber a dónde van, a qué lugar los conducen. A ellos les llega con pacer y rumiar. Mientras espera a que pase, se le ocurre una metáfora, pero no quiere profundizar en ella. Es demasiado triste. Demasiado. Y se la sacude del pensamiento.

     

Sin advertirlo, las nubes han vuelto a juntarse, han descendido, se ven densas y negras, amenazadoras, y comienzan a caer algunas gotas, que le obligan a desplegar el paraguas. Pero no aprieta el paso. Calma. No hay prisa. Nada de prisa. No, pese a que también la noche está cayendo, ya se viene encima, si bien algo antes de lo que había calculado. Esta vez se ha entretenido más que otras veces en el camino.

    

 Cuando llega a las primeras casas, es ya noche cerrada, las farolas se han encendido. Noche oscura. No tarda en alcanzar la avenida. La calzada con la lluvia parece de cristal. Un espejo. Y en ella se copian las siluetas de los árboles y de los edificios, los carteles luminosos de las tiendas, la cruz verde de la farmacia. Sigue lloviendo, pero poco, no ha ido a más, como si la lluvia también se hubiera vuelto perezosa. Por el paso de cebra cruza un paraguas. Es una pareja. Ella se aprieta contra él, son uno solo. Inconscientemente, le sale en la cara una leve, levísima, sonrisa, apenas una mueca, casi imperceptible. La oscuridad se traga el paraguas, pero su sonrisa persiste, y persistirá hasta llegar a casa; incluso más, hasta acostarse, quizá toda la noche. Porque también es un éxito caminar con alguien al lado o tener a alguien que te espere en algún lugar. Y a él lo esperan. Lo esperan en casa para cenar. Además, como hoy es día veinte, le pedirá a su mujer que saque ese queso que les envió su amigo y los dos se darán un festín esta noche. Será una fiesta. Todo esto, para él, es un placer, el verdadero goce. El bien, la felicidad. La vida dulce.

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