No sonaron las campanas
Gelines y Laly del Blanco. Hermanas, gemelas, nacidas en un diminuto pueblo leonés llamado Las Muñecas donde jugaron los veranos rodeadas de padres y hermanos. Cruzaron los inviernos en internados, conviviendo con niños que cinco décadas después siguen siendo amigos. Amantes de las letras desde siempre, empezaron a trenzarlas cuando el mundo laboral puso el freno y el paisaje vital del otro lado del cristal se ofreció lento, permitiendo observar y contar lo que acontece, textos realistas, a veces de miel y otras de hiel. Siempre con alma. Fotografías de letras.
![[Img #52043]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/12_2020/1807_tono-impresionismo-001.jpg)
Aunque son las cuatro de la tarde, el cielo ya es negro y el suelo blanco. Parece que sólo hubiera vida en el aire, donde el humo de tres chimeneas trepa perezoso, al encuentro de la nieve. Se les ve enredarse en un furtivo abrazo allá, en lo alto, antes de que él se diluya y ella continúe el descenso, cubriendo el mundo con un silencioso manto.
Al mismo tiempo, una estampa fantasmal aparece a la entrada del pueblo. Una gran masa oscura azotada por el viento, que avanza a duras penas entre el temporal de nieve. La imagen resulta aún más espectral cuando se tuerce y retuerce perdiéndose en la oscuridad de los callejones, para después reaparecer, subiendo la cuesta que da a casa de Sebas y Sabina. Ellos, como si le esperaran, aguardan a la puerta hasta que la figura negra entra en el corral y ya a cubierto, se detiene y descompone en dos trozos. La parte superior salta al suelo, al tiempo que Sabina le ayuda a quitarse la enorme capa que le cubre por entero, cabeza y cuerpo, mientras Sebas hace lo mismo con la otra parte. Y se produce el milagro: aparecen un precioso caballo negro, que nada tiene que ver con los animales que hubo en aquel pueblo, simples bestias de carga, y un jinete que dobla en estatura a los dos campesinos, encorvados por los años y los cansancios.
Pronto, los tres rodean la lumbre disfrutando de un puchero de café, más bien achicoria, alegrada con aguardiente. Hablan justo lo necesario y lo hacen mirando el rescoldo.
?Sebas te he traído los papeles del catastro. Y a ti, Sabina, el ungüento que te envía mi hermana para esa quemadura que no acaba de...
El matrimonio le mira de repente y vuelven sus ojos a las brasas. El forastero sonríe. Sabe que son parcos en palabras y esa fugaz mirada es su torpe forma de decir Gracias. Don Félix es un hombre afable, de sonrisa franca y treinta años azules en los ojos, en los que conserva esa limpieza que perdemos cuando la madurez nos alcanza.
?Haz lo que puedas con esto, Sabina. Voy a ver qué hace María.
Dicho esto, se va mientras Sabina abre el pesado zurrón que Don Félix le ha entregado, antes de que la oscuridad de la calle se lo tragara de nuevo.
Supo que María le esperaba por el olor a rosquillas recién hechas y mistela, que sintió al entrar. Ella intentó desdoblar su viejo cuerpo y recibirlo de pie, en señal de respeto.
?No te levantes María. ?Dijo él, con infinita ternura, mirando aquellos ojos decolorados por las lágrimas de una vida, quizá demasiado larga. Se inclinó y la besó en la frente antes de sentarse junto a ella, casi pegados a las brasas. Cogió las manos resecas y astilladas que ella intentó retirar. Pero él, como si no notase su vergüenza, sacó una pomada del abrigo y la extendió por los viejos y temblorosos dedos.
?Estas manos han trabajado demasiado María…
María no respondió, pero su silencio era un quejido y Don Félix lo sabía. Así permanecieron media hora. Ella disimulando su emoción, con los ojos prendidos en el fuego y escarbando la lumbre, por hacer algo. Él, respetando su silencio. Sabe que su simple compañía caldea más aquellos viejos huesos que las brasas y que a veces, el silencio ante una lumbre acompaña más que las palabras.
?No puedo entretenerme más, María. Quiero visitar a Mateo. Fue su simple despedida.
A Mateo le duele la soledad crónica que padece. Hoy Don Félix le trajo pilas para el viejo transistor, su única compañía, con trozos de esparadrapo uniendo sus heridas, menos la antena, que sabe Dios dónde fue a parar. La pegajosa baraja ya espera en la mesa. Un tute rápido es el mayor regalo para él, cansado de hacer solitarios. Mateo admira a su rival de juego, sobre todo sus enormes manos de piel cuidada. Balbucea una especie de disculpa por la suciedad de su baraja, indigna de aquellos dedos, mientras Don Félix fingiendo estar al juego y no enterarse, pierde la partida. Como siempre.
?Mateo, tendremos que hacernos con otra baraja. Estas cartas te conocen demasiado, así no hay quien gane… Y espabila, que van a ser las seis. ?Le dijo mientras se iba.
Son las seis de la tarde, el cielo es más negro y el suelo más blanco, pero ahora algo más se enreda con los copos en el aire. Un villancico suena en la oscuridad del pueblo. Los cuatro ancianos sonríen sorprendidos mientras ponen las madreñas y su mejor abrigo y, cruzando el temporal, se dirigen a la Iglesia. Allí les espera Don Félix con una sonrisa grande y una casulla pequeña, cantando para ellos. Después de las pomadas para las grietas de sus cuerpos, les dirá una misa de gallo, a las seis de la tarde, para las grietas de sus almas. Sabe cuánto les duelen las ausencias, cuánto les pesan la soledad y el olvido de los suyos porque, aunque nunca lo digan, lo gritan con silencios.
No sonaron las campanas porque llevan días cubiertas por la nieve. Pero hay brasero y cena en la cocina de Sebas y Sabina, donde se desgranan recuerdos con mistela, polvorones y aguinaldos que el joven sacerdote ha traído. Aunque el mejor regalo no es la petaca de Sebas, ni la radio para Mateo, ni las figuritas de la Inmaculada para Sabina y María. Ni siquiera el villancico que se unió al abrazo del humo con la nieve, allá en lo alto. El regalo que trajo en sus alforjas para los cuatro ancianos de un pueblo olvidado, fue una Nochebuena, aunque no sonaran las campanas…
![[Img #52043]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/12_2020/1807_tono-impresionismo-001.jpg)
Aunque son las cuatro de la tarde, el cielo ya es negro y el suelo blanco. Parece que sólo hubiera vida en el aire, donde el humo de tres chimeneas trepa perezoso, al encuentro de la nieve. Se les ve enredarse en un furtivo abrazo allá, en lo alto, antes de que él se diluya y ella continúe el descenso, cubriendo el mundo con un silencioso manto.
Al mismo tiempo, una estampa fantasmal aparece a la entrada del pueblo. Una gran masa oscura azotada por el viento, que avanza a duras penas entre el temporal de nieve. La imagen resulta aún más espectral cuando se tuerce y retuerce perdiéndose en la oscuridad de los callejones, para después reaparecer, subiendo la cuesta que da a casa de Sebas y Sabina. Ellos, como si le esperaran, aguardan a la puerta hasta que la figura negra entra en el corral y ya a cubierto, se detiene y descompone en dos trozos. La parte superior salta al suelo, al tiempo que Sabina le ayuda a quitarse la enorme capa que le cubre por entero, cabeza y cuerpo, mientras Sebas hace lo mismo con la otra parte. Y se produce el milagro: aparecen un precioso caballo negro, que nada tiene que ver con los animales que hubo en aquel pueblo, simples bestias de carga, y un jinete que dobla en estatura a los dos campesinos, encorvados por los años y los cansancios.
Pronto, los tres rodean la lumbre disfrutando de un puchero de café, más bien achicoria, alegrada con aguardiente. Hablan justo lo necesario y lo hacen mirando el rescoldo.
?Sebas te he traído los papeles del catastro. Y a ti, Sabina, el ungüento que te envía mi hermana para esa quemadura que no acaba de...
El matrimonio le mira de repente y vuelven sus ojos a las brasas. El forastero sonríe. Sabe que son parcos en palabras y esa fugaz mirada es su torpe forma de decir Gracias. Don Félix es un hombre afable, de sonrisa franca y treinta años azules en los ojos, en los que conserva esa limpieza que perdemos cuando la madurez nos alcanza.
?Haz lo que puedas con esto, Sabina. Voy a ver qué hace María.
Dicho esto, se va mientras Sabina abre el pesado zurrón que Don Félix le ha entregado, antes de que la oscuridad de la calle se lo tragara de nuevo.
Supo que María le esperaba por el olor a rosquillas recién hechas y mistela, que sintió al entrar. Ella intentó desdoblar su viejo cuerpo y recibirlo de pie, en señal de respeto.
?No te levantes María. ?Dijo él, con infinita ternura, mirando aquellos ojos decolorados por las lágrimas de una vida, quizá demasiado larga. Se inclinó y la besó en la frente antes de sentarse junto a ella, casi pegados a las brasas. Cogió las manos resecas y astilladas que ella intentó retirar. Pero él, como si no notase su vergüenza, sacó una pomada del abrigo y la extendió por los viejos y temblorosos dedos.
?Estas manos han trabajado demasiado María…
María no respondió, pero su silencio era un quejido y Don Félix lo sabía. Así permanecieron media hora. Ella disimulando su emoción, con los ojos prendidos en el fuego y escarbando la lumbre, por hacer algo. Él, respetando su silencio. Sabe que su simple compañía caldea más aquellos viejos huesos que las brasas y que a veces, el silencio ante una lumbre acompaña más que las palabras.
?No puedo entretenerme más, María. Quiero visitar a Mateo. Fue su simple despedida.
A Mateo le duele la soledad crónica que padece. Hoy Don Félix le trajo pilas para el viejo transistor, su única compañía, con trozos de esparadrapo uniendo sus heridas, menos la antena, que sabe Dios dónde fue a parar. La pegajosa baraja ya espera en la mesa. Un tute rápido es el mayor regalo para él, cansado de hacer solitarios. Mateo admira a su rival de juego, sobre todo sus enormes manos de piel cuidada. Balbucea una especie de disculpa por la suciedad de su baraja, indigna de aquellos dedos, mientras Don Félix fingiendo estar al juego y no enterarse, pierde la partida. Como siempre.
?Mateo, tendremos que hacernos con otra baraja. Estas cartas te conocen demasiado, así no hay quien gane… Y espabila, que van a ser las seis. ?Le dijo mientras se iba.
Son las seis de la tarde, el cielo es más negro y el suelo más blanco, pero ahora algo más se enreda con los copos en el aire. Un villancico suena en la oscuridad del pueblo. Los cuatro ancianos sonríen sorprendidos mientras ponen las madreñas y su mejor abrigo y, cruzando el temporal, se dirigen a la Iglesia. Allí les espera Don Félix con una sonrisa grande y una casulla pequeña, cantando para ellos. Después de las pomadas para las grietas de sus cuerpos, les dirá una misa de gallo, a las seis de la tarde, para las grietas de sus almas. Sabe cuánto les duelen las ausencias, cuánto les pesan la soledad y el olvido de los suyos porque, aunque nunca lo digan, lo gritan con silencios.
No sonaron las campanas porque llevan días cubiertas por la nieve. Pero hay brasero y cena en la cocina de Sebas y Sabina, donde se desgranan recuerdos con mistela, polvorones y aguinaldos que el joven sacerdote ha traído. Aunque el mejor regalo no es la petaca de Sebas, ni la radio para Mateo, ni las figuritas de la Inmaculada para Sabina y María. Ni siquiera el villancico que se unió al abrazo del humo con la nieve, allá en lo alto. El regalo que trajo en sus alforjas para los cuatro ancianos de un pueblo olvidado, fue una Nochebuena, aunque no sonaran las campanas…






