Manuel Casal
Lunes, 21 de Diciembre de 2020

La madurez joven

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Todo tiene un principio y un final. La vida, también. Vivir es nacer, desarrollarse y morir: los tres momentos discurren juntos y uno tras otro, inexorablemente. Es evidente que sin el nacer, no hay vida; pero también debería entenderse que sin el morir, sin la conciencia de que nos vamos a morir, la vida pierde autenticidad y frescura. No se puede vivir una existencia tan efímera, como la de un ser humano, de cualquier manera.

 

Vivir requiere un continuo proceso de aprendizaje que, al principio, tiene que ser más intenso, pero que no debe cesar hasta el momento final. De lo que se trata es de alcanzar el estado de madurez humana y de mantenerlo el mayor tiempo posible. Es en ese estado en donde el ser humano está en las mejores condiciones para sentirse vivo, para encontrarse en plenitud e incluso para disfrutar de la vida.

 

¿En qué consiste esa madurez humana? No es fácil hacer una descripción del contenido de ese estado vital, pero sí creo que se pueden dar algunas notas que lo describen.

 

En primer lugar, me parece que la madurez exige conocer las circunstancias psicológicas en las que estamos, los impulsos que sentimos y las necesidades que tenemos. Por ejemplo, las obsesiones, los prejuicios que no se critican o los estímulos no racionalizados no conducen a la madurez humana.

 

En segundo lugar, el ser humano maduro debe adquirir un grado suficiente de conocimiento de lo que ocurre en el mundo. Se trata de evitar ser víctimas de los inconvenientes propios de la complejidad de la realidad actual. Debe ser un conocimiento lo más racional posible, que excluya las supersticiones, los bulos, las tradiciones absurdas, las costumbres sin sentido o las actitudes inhumanas. Tenemos que proponernos aprender a sobrevivir entre todos de la mejor manera posible en un mundo difícil.

 

En tercer lugar, una vida madura consiste en aprender a vivir bien. No me refiero a que haya que vivir con un nivel de vida estupendo, ni mucho menos, sino a que los días trascurran de manera constructiva y satisfactoria, esto es, humana. Y con eso me refiero a que hay que ser creativos, despiertos, sabiendo adoptar las actitudes que generan sonrisas, el talante que produce bienestar general y paz personal, desarrollando las actividades en las que podemos encontrar placer con un coste vital razonable. Eso lo considero una parte de lo que se llama cultura: no saber todo lo que sabe el erudito, sino vivir como lo haría un ser humano que no tuviera inconveniente en decir que es feliz.

 

En cuarto lugar, vivir es existir con los demás en un mundo que es de todos. Aquí no sobra nadie, porque todos, absolutamente todos, no somos más que aprendices de seres humanos, y no hay quien esté capacitado para excluir a nadie de este viaje vital. Una de las primeras actitudes que debería aprender un ser humano es la de respetar a los demás seres humanos, para convivir con todos ellos y crear relaciones positivas en un mundo en el que todos tienen derecho a alcanzar su máximo de felicidad. Las características de estas relaciones que establecemos con los otros seres humanos, así como los valores que deseamos hacer reales en el mundo es lo que estudia la ética, un saber imprescindible para crear una vida buena, pero para el que corren malos tiempos.

 

Podríamos decir, en quinto lugar, que en las circunstancias actuales hay algunas actitudes que parecen imprescindibles si no queremos estropear la vida. Por ejemplo, hay que tener un conocimiento siempre crítico sobre cuál es nuestro lugar en el mundo y sobre cuáles son nuestras capacidades. Y hay que corregir con calidad humana las conductas -las nuestras y las de los otros- que generen una vida destructiva para los demás. Por ejemplo, no conduce a nada humanamente bueno permitir que los adolescentes gobiernen sus vidas como si ya fueran adultos, sin formarse sanamente sus mentes y renunciando a prepararse para un futuro humano y feliz. Ni puede calificarse de humano el trato que están recibiendo algunos ancianos, en residencias y fuera de ellas, como si tener mucha edad los excluyesen ya de la especie humana.

 

La madurez humana no es exactamente una meta a la que llegar. Es, más bien, un estado que hay que ir puliendo y mejorando cada día. En el camino de la construcción de la madurez -como en todo lo humano- no vale pararse. La vejez consiste precisamente en pararse, en creer que ya todo se tiene claro, que ya se ha llegado. Por eso la vejez puede sobrevenir a cualquier edad, y por eso es muy importante seguir aprendiendo cada día, sosteniendo una actitud crítica con todo lo que observemos, no renunciando de entrada a nada que sea nuevo y manteniendo la mente abierta a la consideración de todo lo que ocurra.

 

En cierto modo, mantener la madurez es permanecer en una actitud joven. Una persona joven debería buscar constantemente lo que vale y rechazar lo que no le parezca apropiado, que en eso consiste la crítica. Pero este talante debe basarse en argumentos racionales, no en caprichos, prejuicios o conveniencias, que solo conducen a la vejez prematura. No se puede ser joven ni maduro sin preguntarse el porqué de todo: por qué esto me vale y por qué lo otro no me vale, por qué esto me parece bueno y aquello, no. Es el desarrollo de la razón, junto con los sentimientos y las emociones, lo que nos permite convertirnos en seres humanos.

 

De lo que hay que huir es de convertirnos en viejos de poca edad, en seres de tiempos pasados, de épocas antiguas, de posturas inservibles. De lo que se trata es de intentar ser, a cualquier edad, unos maduros jóvenes.

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