El cometa
![[Img #52108]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/12_2020/4695_dsc_0107.jpg)
1.
Se escuchó un ruido, como un latigazo, y el débil resplandor, que había comenzado como un revoloteo de luciérnagas, se hizo de pronto tan intenso que no permitía ver lo que estaba sucediendo en el exterior de la nave.
Sabía que era cuestión de segundos hasta que todo estallase en mil pedazos que se expandirían y vagarían como fuegos de artificio por la inmensidad del universo. Quizás algunos se unirían al cometa para girar eternamente alrededor de la Vía Láctea. Otros, tal vez, caerían al océano, aunque también sabía que, apenas chocasen con la atmósfera, se desintegrarían al entrar en combustión.
2.
Todo había sucedido muy rápido.
Horas antes el transbordador había penetrado de regreso en el sistema solar. En breve estarían de nuevo en casa. Pudo ver la Tierra agrandándose a través de la negra escotilla. Brillaba con una nitidez inusual, como si la atmósfera terrestre hubiese recuperado su antigua transparencia, mostrando otra vez la hermosa bola azul con sus características manchas marrones y blancas y sus relieves multiformes.
Fue entonces cuando percibió la oscura presencia del cometa acercándose a gran velocidad, dejando atrás una estela de enormes bloques de hielo.
3.
Proyectar aquella misión había sido inevitable. En las últimas décadas la Tierra era como un barco a la deriva, un lugar hostil e insalubre. La contaminación, el exceso de población o las continuas guerras por los escasos recursos habían creado la necesidad de buscar nuevos lugares que colonizar más allá de las limitadas fronteras del globo.
—Habrá que mandar a alguien allá arriba —había dicho, contundente, la secretaria general de las Naciones Unidas.
Sí, pero, ¿adónde? Parecían preguntarse perplejos todos los asistentes a la asamblea extraordinaria.
4.
De niño, en las noches de verano, le encantaba sentarse con su padre en la hamaca del porche y escudriñar el cielo tratando de identificar los astros que giraban sobre sus cabezas. Podía pasarse horas observando el firmamento iluminado y furioso, dejando vagar su mirada hacia el noroeste hasta llegar a los siete puntos luminosos de la Osa Mayor.
—Mira papá —decía entusiasmado señalando una lucecilla anaranjada—, allí está Arturo, mira cómo brilla. ¿Y qué es aquel círculo de estrellas de la izquierda?
—Es la Corona Boreal y un poco más allá, ¿ves aquellas cuatro luces?
—Sí. ¿Es la Osa Menor?
—No —sonreía su padre—, es Hércules, uno de los cúmulos estelares más hermosos de nuestro firmamento.
A veces su madre y su hermana se unían a ellos. Traían una enorme jarra de limonada que vaciaban entre los cuatro sujetando los vasos fríos con una mano y señalando el cielo con la otra, siguiendo las otras constelaciones y estrellas hasta tener el mapa estelar completo. Gamma, Delta, Vega, Lira, Deneb, Altair, Albireo…
Luego se iban a dormir y él, una vez metido en la cama, cerraba los ojos y, con una concentración apasionada, escuchaba el monótono ronroneo del mar y la brisa cálida del verano que acariciaba las ramas frondosas. Entonces se imaginaba caminando por el suelo lunar, igual que había visto a los astronautas en las viejas imágenes de las primeras misiones espaciales, con su traje blanco de nailon, pesado y lustroso, con su burbuja transparente de reflejos dorados cubriéndole la cabeza, con sus guantes y su equipación a la espalda, tan abultada como la mochila que solía llevar al colegio.
5.
Ser escogido tras una durísima selección no había sido difícil. Desde su llegada, años atrás, a la Agencia Espacial, había encauzado su carrera en una única dirección, los viajes interestelares. Por aquel entonces, sus compañeros se burlaban, decían que ya no habría más, que los intereses de los gobiernos iban por otro lado. Sin embargo, ahora callaban. Quizás tampoco lo envidiasen. Ser el único integrante de una misión suicida en busca de un exoplaneta con unos niveles de oxígeno y dióxido de carbono que permitiesen la vida no parecía motivo de alegría para nadie. Pero no iría totalmente solo, lo acompañaría un androide diseñado para evaluar la calidad del aire. CO2 lo habían bautizado sus creadores. Los muy graciosos. El objetivo era claro, investigar tres de los mundos que orbitaban en torno a una enana fría a cien años luz de la Tierra.
Pese a la ultravelocidad de la nave, el viaje se hacía tedioso.
—Recorrer el espacio —dijo un día CO2— es como vagar por los engranajes de un gigantesco reloj.
—¿Qué quieres decir?
—Recorrer el espacio y el tiempo es como deslizarse por la boca de un embudo —insistió el androide con el mismo tono críptico.
—¿Un embudo?
—Sí. Como caer por la boca de una garrafa, como en la lechera de Vermeer.
—¿Vermeer?
Seguramente lo habían programado para mantener conversaciones sesudas y, por eso, mezclaba churras con merinas.
Les llevó dos años atravesar el oscuro océano formado por diamantes y esmeraldas desparramadas sobre el hermoso terciopelo del firmamento. Una vez en su destino, no tardaron en comprobar que solo uno de aquellos tres planetas albergaba una atmósfera similar a la terrestre, con la dosis suficiente de humedad tropical que permitiera la vida, pese a no hallar en él indicios de la misma, ni en su amplia superficie desierta y polvorienta, ni, aparentemente, en sus océanos.
6.
El día que anunció que regresaban, CO2 se puso a batir palmas como un loco. También lo habrían programado para eso.
Pero el regreso no fue sencillo. Se habían visto envueltos en una lluvia de meteoritos que volaban a su alrededor como cortezas arrancadas de un árbol. Incluso llegó a perder el conocimiento mientras llevaba el control manual. Afortunadamente, al volver en sí, comprobó que CO2 había tomado los mandos y la nave parecía otra vez estabilizada.
Por fin llegó el día en que avistaron de nuevo el sistema solar. Pero también aquella masa que avanzaba hacia ellos devorando con avidez el aire mientras las estrellas parecían apartarse a su paso. Por su órbita, por su forma, por su cola, pensó que se parecía al cometa Halley, pero no era posible. Su nueva llegada no se esperaba hasta varias décadas después.
Cuando vio que CO2 se ponía a rezar (seguramente otra broma de los programadores), supo que era el final. Intentó aumentar la potencia de los motores y el tembloroso penacho anaranjado de la cola pareció avivarse por un instante, pero luego el transbordador emitió un ronco zumbido metálico, como el débil resoplido de un dragón agónico, y todo se apagó de golpe. Sintió a su alrededor un silencio espeso, palpable en medio de la inmensidad del espacio. Sabía que arderían como un meteoro incandescente y que luego se desintegrarían en mil pedazos que se expandirían como una constelación vagabunda. Cerró los ojos y sintió sus párpados resbalar sobre la delgada superficie del tiempo, como si de un embudo se tratase. Recordó la suave caricia de la brisa en verano, el aroma penetrante del mar, el sabor de la limonada, el fresco murmullo de la hierba, la luz anaranjada sobre el porche en los atardeceres de agosto…
7.
En la superficie terrestre, los tres viajeros, a lomos de sus dromedarios, estudiaban el firmamento translúcido.
—Mirad —exclamó el más anciano señalando el fogonazo súbito—. Aquel resplandor. Ya estamos cerca.
Los otros dos magos asintieron mientras observaban la chispa de fuego junto al lucero. Belén los aguardaba tras las colinas. Pronto, el viaje que los había llevado, siguiendo la luz errante en aquel cielo polvoriento de estrellas, llegaría a su fin.
1.
Se escuchó un ruido, como un latigazo, y el débil resplandor, que había comenzado como un revoloteo de luciérnagas, se hizo de pronto tan intenso que no permitía ver lo que estaba sucediendo en el exterior de la nave.
Sabía que era cuestión de segundos hasta que todo estallase en mil pedazos que se expandirían y vagarían como fuegos de artificio por la inmensidad del universo. Quizás algunos se unirían al cometa para girar eternamente alrededor de la Vía Láctea. Otros, tal vez, caerían al océano, aunque también sabía que, apenas chocasen con la atmósfera, se desintegrarían al entrar en combustión.
2.
Todo había sucedido muy rápido.
Horas antes el transbordador había penetrado de regreso en el sistema solar. En breve estarían de nuevo en casa. Pudo ver la Tierra agrandándose a través de la negra escotilla. Brillaba con una nitidez inusual, como si la atmósfera terrestre hubiese recuperado su antigua transparencia, mostrando otra vez la hermosa bola azul con sus características manchas marrones y blancas y sus relieves multiformes.
Fue entonces cuando percibió la oscura presencia del cometa acercándose a gran velocidad, dejando atrás una estela de enormes bloques de hielo.
3.
Proyectar aquella misión había sido inevitable. En las últimas décadas la Tierra era como un barco a la deriva, un lugar hostil e insalubre. La contaminación, el exceso de población o las continuas guerras por los escasos recursos habían creado la necesidad de buscar nuevos lugares que colonizar más allá de las limitadas fronteras del globo.
—Habrá que mandar a alguien allá arriba —había dicho, contundente, la secretaria general de las Naciones Unidas.
Sí, pero, ¿adónde? Parecían preguntarse perplejos todos los asistentes a la asamblea extraordinaria.
4.
De niño, en las noches de verano, le encantaba sentarse con su padre en la hamaca del porche y escudriñar el cielo tratando de identificar los astros que giraban sobre sus cabezas. Podía pasarse horas observando el firmamento iluminado y furioso, dejando vagar su mirada hacia el noroeste hasta llegar a los siete puntos luminosos de la Osa Mayor.
—Mira papá —decía entusiasmado señalando una lucecilla anaranjada—, allí está Arturo, mira cómo brilla. ¿Y qué es aquel círculo de estrellas de la izquierda?
—Es la Corona Boreal y un poco más allá, ¿ves aquellas cuatro luces?
—Sí. ¿Es la Osa Menor?
—No —sonreía su padre—, es Hércules, uno de los cúmulos estelares más hermosos de nuestro firmamento.
A veces su madre y su hermana se unían a ellos. Traían una enorme jarra de limonada que vaciaban entre los cuatro sujetando los vasos fríos con una mano y señalando el cielo con la otra, siguiendo las otras constelaciones y estrellas hasta tener el mapa estelar completo. Gamma, Delta, Vega, Lira, Deneb, Altair, Albireo…
Luego se iban a dormir y él, una vez metido en la cama, cerraba los ojos y, con una concentración apasionada, escuchaba el monótono ronroneo del mar y la brisa cálida del verano que acariciaba las ramas frondosas. Entonces se imaginaba caminando por el suelo lunar, igual que había visto a los astronautas en las viejas imágenes de las primeras misiones espaciales, con su traje blanco de nailon, pesado y lustroso, con su burbuja transparente de reflejos dorados cubriéndole la cabeza, con sus guantes y su equipación a la espalda, tan abultada como la mochila que solía llevar al colegio.
5.
Ser escogido tras una durísima selección no había sido difícil. Desde su llegada, años atrás, a la Agencia Espacial, había encauzado su carrera en una única dirección, los viajes interestelares. Por aquel entonces, sus compañeros se burlaban, decían que ya no habría más, que los intereses de los gobiernos iban por otro lado. Sin embargo, ahora callaban. Quizás tampoco lo envidiasen. Ser el único integrante de una misión suicida en busca de un exoplaneta con unos niveles de oxígeno y dióxido de carbono que permitiesen la vida no parecía motivo de alegría para nadie. Pero no iría totalmente solo, lo acompañaría un androide diseñado para evaluar la calidad del aire. CO2 lo habían bautizado sus creadores. Los muy graciosos. El objetivo era claro, investigar tres de los mundos que orbitaban en torno a una enana fría a cien años luz de la Tierra.
Pese a la ultravelocidad de la nave, el viaje se hacía tedioso.
—Recorrer el espacio —dijo un día CO2— es como vagar por los engranajes de un gigantesco reloj.
—¿Qué quieres decir?
—Recorrer el espacio y el tiempo es como deslizarse por la boca de un embudo —insistió el androide con el mismo tono críptico.
—¿Un embudo?
—Sí. Como caer por la boca de una garrafa, como en la lechera de Vermeer.
—¿Vermeer?
Seguramente lo habían programado para mantener conversaciones sesudas y, por eso, mezclaba churras con merinas.
Les llevó dos años atravesar el oscuro océano formado por diamantes y esmeraldas desparramadas sobre el hermoso terciopelo del firmamento. Una vez en su destino, no tardaron en comprobar que solo uno de aquellos tres planetas albergaba una atmósfera similar a la terrestre, con la dosis suficiente de humedad tropical que permitiera la vida, pese a no hallar en él indicios de la misma, ni en su amplia superficie desierta y polvorienta, ni, aparentemente, en sus océanos.
6.
El día que anunció que regresaban, CO2 se puso a batir palmas como un loco. También lo habrían programado para eso.
Pero el regreso no fue sencillo. Se habían visto envueltos en una lluvia de meteoritos que volaban a su alrededor como cortezas arrancadas de un árbol. Incluso llegó a perder el conocimiento mientras llevaba el control manual. Afortunadamente, al volver en sí, comprobó que CO2 había tomado los mandos y la nave parecía otra vez estabilizada.
Por fin llegó el día en que avistaron de nuevo el sistema solar. Pero también aquella masa que avanzaba hacia ellos devorando con avidez el aire mientras las estrellas parecían apartarse a su paso. Por su órbita, por su forma, por su cola, pensó que se parecía al cometa Halley, pero no era posible. Su nueva llegada no se esperaba hasta varias décadas después.
Cuando vio que CO2 se ponía a rezar (seguramente otra broma de los programadores), supo que era el final. Intentó aumentar la potencia de los motores y el tembloroso penacho anaranjado de la cola pareció avivarse por un instante, pero luego el transbordador emitió un ronco zumbido metálico, como el débil resoplido de un dragón agónico, y todo se apagó de golpe. Sintió a su alrededor un silencio espeso, palpable en medio de la inmensidad del espacio. Sabía que arderían como un meteoro incandescente y que luego se desintegrarían en mil pedazos que se expandirían como una constelación vagabunda. Cerró los ojos y sintió sus párpados resbalar sobre la delgada superficie del tiempo, como si de un embudo se tratase. Recordó la suave caricia de la brisa en verano, el aroma penetrante del mar, el sabor de la limonada, el fresco murmullo de la hierba, la luz anaranjada sobre el porche en los atardeceres de agosto…
7.
En la superficie terrestre, los tres viajeros, a lomos de sus dromedarios, estudiaban el firmamento translúcido.
—Mirad —exclamó el más anciano señalando el fogonazo súbito—. Aquel resplandor. Ya estamos cerca.
Los otros dos magos asintieron mientras observaban la chispa de fuego junto al lucero. Belén los aguardaba tras las colinas. Pronto, el viaje que los había llevado, siguiendo la luz errante en aquel cielo polvoriento de estrellas, llegaría a su fin.