Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 02 de Enero de 2021

Adiós, maldito

 

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Escribo en este todavía pérfido 2020. Lo leerán en 2021. Cierre de un calendario y apertura de otro. Y cuántas esperanzas en los pocos segundos del tránsito de uno a otro, simbolizado en las doce campanadas de relojes de torreón. Habrá trescientos sesenta y cinco días para dirimir entre fiascos y parabienes.

 

Borrado quedará de inmediato un año, recibido con los brazos abiertos, de dígito que la mayoría leía redondo, cabalístico, bonito. Un doble veinte que a casi todos atrajo con el halo de misterio festivo de una construcción numérica casi de capicúa. No tardó, apenas medio centenar de días, para meter en el cuerpo el pavor de las maldiciones bíblicas. Porque eso mismo nos ha traído. Un castigo de tiempos remotos, imposible de aceptar a priori en el siglo que presumía de fortalezas tecnológicas y científicas, destinadas a acabar con los pesares atávicos de la humanidad.

 

Se ha ido (imagino ya imprimidas estas letras) el año por el que hemos desfilado ante una galería de espejos cóncavos y convexos que han reflejado el adefesio de nuestra superioridad planetaria. El rey de la creación sucumbiendo ante un bicho que ha encendido la enorme contradicción, para el parecer de estos tiempos, de ser relevancia pura desde la misma invisibilidad.  Provechosa lección moral para los que hacen del exhibicionismo hortera y chabacano los parámetros del mérito y la celebridad; para los que cimentan las grandezas en la cantidad y no en la calidad.

 

Un año que es historia, pero que quedará para siempre en los anales de la idiocia, una humanidad que ha danzado el ritual de la autodestrucción bajo el trampantojo de la conquista y sometimiento del entorno. Impresionado me dejaron las palabras de mi nieto de ocho años, cuando le pregunté por lo que acaecía, y me contestó con la habitual rotundidad inocente de los niños: se ha enfadado la naturaleza. Un chavalín haciendo reflexionar a adultos. Los años difíciles, y vaya si lo ha sido el dejado atrás, se atiborran de paradojas.

 

Un bisiesto fiel a su fama de rareza cuatrienal que borra leyendas para reinar en las distopías. 2020 fue el esbozo de los nuevos conflictos y, por ende, de los nuevos retos. Años hablando de un signo de modernidad como las guerras y catástrofes con sofisticadas vestimentas tecnológicas, fruto de la inagotable imaginación del hombre, y resulta que se nos presenta con el ropaje medieval de la peste. Décadas de prevención ante naciones e ideologías invasoras con armamentos de guerras galácticas y el asaltante se ha instruido en un principio básico de nuestro grafismo más terrenal: la naturaleza. En aras al más grosero de los lucros, la hemos abofeteado, insultado, escarnecido, violentado, lacras que en nuestro código interno son castigadas severamente. ¿Por qué esa permisividad en las ofensas a quién en metáfora identificamos como madre?  Se nos ha colado por toda la escuadra el gol de este proverbio maorí: es la naturaleza la dueña del ser humano; no el ser humano dueño de la naturaleza.

 

Año éste, bien marchado, que deja las cicatrices del protagonismo indeseado de los hospitales, del impagable altruismo de los sanitarios ocultos en una colectividad heroica, de esos hogares del silencio que se llaman residencias de la tercera edad, de las calles vacías pobladas únicamente de fantasmagorías de pasado, de hogares cerrados, cual castillo asediado, y contagiados de la angustia por sus puertas cerradas para quienes siempre las tuvieron abiertas, de las miserias del poder cuando éste solo se entiende como instrumento y no como servicio, de balcones remedo de escaño parlamentario. Y, por encima de todo, la muerte, en la más macabra de sus visiones, en la soledad, en el latigazo de la ausencia total del consuelo de la compañía.      

 

Año maldito que nos ha hurtado o limitado la algarabía callejera de la chavalería escolar de babi y mochila, la didáctica profesoral de las aulas y su toma y daca con el alumnado inquieto y rebelde, la universidad de la vida que es la socialización de las birras en los bares, el idioma más universal: el de los besos y los abrazos, la mirada a cara descubierta, el contagio de las sonrisas,  el delicioso sabor a libertad de la movilidad sin cotos perimetrales, la cultura a foro abierto. Más parece la relación de víctimas de un parte de guerra.

 

Adiós maldito doble veinte. Hola año nuevo. Como todos, partes con el zurrón lleno de entelequias. Tiempo habrá de separar grano y paja. Eres bienvenido por lo que tienes de frontera con tu antipático predecesor. No queremos, sería terrible, pensar en Guatemala y en Guatepeor. Con las campanadas, hemos puesto en tu número la esperanza de que esa vacuna que te recibe como especie de salvoconducto, sea la alegoría de la escoba que barra toda la ansiedad padecida.

 

Una última oportunidad para el año acabado. El juez, el tiempo. Solo podrá redimirse con el trueque a enseñanza de sus muchas miserias.

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