Dos cuentos de fantasmas
![[Img #52178]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2021/5899_contextodefinitivisimaescanear0053.jpg)
LA HABITACIÓN DEL MOTOR
Evitaba pasar por delante de aquella habitación aunque era difícil, situada como estaba en la mitad del pasillo. Pasaba siempre deprisa, atenta al posible encuentro con los fantasmas cobardes que la habitaban. Nunca me dieron la cara sino que, como pequeñas nubes con dedos me perseguían brevemente helándome la espalda. No tenía puerta, pero su olor a mohosa humedad no era compartido por la atmósfera del resto de la casa que olía a comida, lejía o a heno en el verano. El techo era alto y de él colgaba una bombilla que podía permanecer muda de luz durante meses. Su única ventana estaba tapiada a medias con cartones agujereados que protegían de corrientes de aire al resto de la casa. Baldosas amarillas con estrellas negras de cuatro puntas cubrían el suelo. Bueno, todo el suelo no.
A la derecha de la entrada, en la esquina de paredes desconchadas por la humedad, las baldosas se acababan y se abría un agujero cuadrado de agua negra: el pozo. A buena altura sobre él, un panel de encendido repleto de cables grasientos dejaban ver la palanca del motor. El pozo, el motor y un armario de luna, en cuyo espejo se acicalaban los fantasmas, eran los únicos seres de la habitación.
Si bien es cierto que la habitación me atemorizaba -incluso en sueños-, mi temor se disparaba cuando se cortaba el agua y mi madre voceaba: ¡han cortado el agua, hay que encender el motor!, ordenaba: ¡D. enciende el motor! Entonces yo corría a buscar a alguna de mis hermanas para pedir ayuda: ¡por favor, por favor...,no puedo hacerlo sola, ¿vienes conmigo?!
Nos reciben ojos descolocados en las caras grotescas que pinta la ventana. Si cierro mis ojos, el olor a moho me invade el estómago y casi vomito; el denso aire me oprime tanto el cuerpo que me convierto en un pequeño punto que se agarra con fuerza a la falda de mi hermana. Si los abro, el alto techo merma, todavía más, mi escasa estatura. En fin, el fantasmal ambiente de la habitación me apresa y comprendo que mi liberación pasa, únicamente, por levantar el interruptor y salir de allí deprisa.
Así que, con pasos cortos piso y cuento las baldosas, una, dos... faltan cuatro; algunas están sueltas, sé muy bien cuáles son y antes de pisarlas, escucho el sonido sordo que amplía el eco de la habitación casi vacía. Tres, cuatro, cinco... y un vértigo infinito me invade ante el pozo -que quiere mecerme en sus negras aguas-. Pero yo no quiero y..., evitando el siniestro hueco, me apoyo en la pared con una mano, me pongo de puntillas y con la otra mano agarro la recia palanca y... ya con todo mi cuerpo en tensión, la impulso hacia arriba. El chispazo me horroriza. Sin embargo, el inmediato sonido metálico del motor en marcha me relaja, se destensa mi cuerpo y además, esa es la señal que da por terminada, con éxito, la operación -aunque el éxito también es de mi hermana-.
Salimos de la habitación, yo temblando aún, delante de ella para proteger mi espalda. Mi madre me espera en el pasillo secándose las manos en el mandil, abre los brazos, me dice... ¡valiente!, y... me abraza.
EL MOLINO
El sonido de nuestros pasos en la hojarasca, cuando dejamos la carretera y tomamos el sendero entre los chopos, se fue apagando con el rumor del agua de la presa que llevaba al molino. La oscuridad nos envolvía pero pronto llegamos a una cerca. Una cancilla desvencijada y abierta nos guió hasta un corral donde dormían desordenadas, herramientas de labranza, cazuelas desconchadas que servían de comederos para animales y tiestos con plantas secas. Un perro manso descansaba cerca de la presa al frescor del agua y ni siquiera ladró. La fachada del oscuro y viejo caserón se recortaba en el cielo nocturno y cálido. La vivienda era pequeña, más grande era el arco que albergaba el antiguo molino jubilado y que ahora sólo protegía el fluir de la presa. Un solo punto de luz en la fachada, indicaba el lugar del velatorio.
Atravesamos el portalón y sentí las piernas flojas, empecé a sudar. Las palpitaciones crecientes me ahogaban a medida que ascendía por la angosta escalera que acababa en un rellano iluminado por velas. Me mareaba ya el olor de la cera caliente cuando un escalofrío recorrió mi cuerpo al ver -sólo de reojo- el ataúd.
Recibieron a mi madre con abrazos y lamentos, sobre todo la viuda -una mujer gorda vestida de negro que moqueaba en un pañuelo sucio-. También ella me daba miedo. Me protegí entre las mujeres hacinadas en la pequeña cocina sin escuchar su charla, deseando fervientemente que la visita fuera corta. Esperé.
Al poco tiempo mi vejiga protestó, me hacía pis, se lo dije a mi madre bajito. Enseguida nos vamos, contestó. Esperé impaciente.
Al fin llegaron los agradecimientos y la despedida..., también del muerto. Atravesamos el rellano y mi madre se acercó al ataúd. Yo sólo observé, de lejos, los extraños reflejos que, como culebrillas doradas, hacía la luz de las velas en la negra madera de la caja. Me imaginé al cadáver vestido con su mejor traje negro, su rostro azulado, el cuerpo yaciendo en su último lecho, las manos sobre.... ¿las manos....?
Conocía al difunto. Era manco. Recordaba su rostro amenazador cuando perseguía a los niños que se reían de él, con el muñón en alto.
Atravesamos la cerca y mi madre dijo: haz pis aquí a la orilla, te espero. Agachada en cuclillas al borde del camino miré al molino y creí ver que el muñón del muerto -como una gran culebra gris amarillenta- bajaba de la ventana y atravesaba el corral. Atemorizada por mi imaginación, aferré deprisa la mano de mi madre, casi la arrastré mientras creía sentir que el muñón del difunto, a cierta distancia, nos seguía serpenteando el sendero.
Por fin llegamos a la carretera; imaginé, que la mano fantasmal se encogía para regresar a su caja; sentí -aliviada-, que la calidez de la noche de verano se posaba en mi piel, que la carretera iluminada me devolvía el sosiego; pensé -convencida-, que el sueño reparador borraría esas desagradables imágenes entre las dulces sábanas. Pero..., el sueño no fue reparador y desperté, sudando copiosamente justo antes de que la mano fantasma del difunto apretara decidida mi garganta, chillando enloquecida mientras mi madre, abrazándome, me calmaba.
LA HABITACIÓN DEL MOTOR
Evitaba pasar por delante de aquella habitación aunque era difícil, situada como estaba en la mitad del pasillo. Pasaba siempre deprisa, atenta al posible encuentro con los fantasmas cobardes que la habitaban. Nunca me dieron la cara sino que, como pequeñas nubes con dedos me perseguían brevemente helándome la espalda. No tenía puerta, pero su olor a mohosa humedad no era compartido por la atmósfera del resto de la casa que olía a comida, lejía o a heno en el verano. El techo era alto y de él colgaba una bombilla que podía permanecer muda de luz durante meses. Su única ventana estaba tapiada a medias con cartones agujereados que protegían de corrientes de aire al resto de la casa. Baldosas amarillas con estrellas negras de cuatro puntas cubrían el suelo. Bueno, todo el suelo no.
A la derecha de la entrada, en la esquina de paredes desconchadas por la humedad, las baldosas se acababan y se abría un agujero cuadrado de agua negra: el pozo. A buena altura sobre él, un panel de encendido repleto de cables grasientos dejaban ver la palanca del motor. El pozo, el motor y un armario de luna, en cuyo espejo se acicalaban los fantasmas, eran los únicos seres de la habitación.
Si bien es cierto que la habitación me atemorizaba -incluso en sueños-, mi temor se disparaba cuando se cortaba el agua y mi madre voceaba: ¡han cortado el agua, hay que encender el motor!, ordenaba: ¡D. enciende el motor! Entonces yo corría a buscar a alguna de mis hermanas para pedir ayuda: ¡por favor, por favor...,no puedo hacerlo sola, ¿vienes conmigo?!
Nos reciben ojos descolocados en las caras grotescas que pinta la ventana. Si cierro mis ojos, el olor a moho me invade el estómago y casi vomito; el denso aire me oprime tanto el cuerpo que me convierto en un pequeño punto que se agarra con fuerza a la falda de mi hermana. Si los abro, el alto techo merma, todavía más, mi escasa estatura. En fin, el fantasmal ambiente de la habitación me apresa y comprendo que mi liberación pasa, únicamente, por levantar el interruptor y salir de allí deprisa.
Así que, con pasos cortos piso y cuento las baldosas, una, dos... faltan cuatro; algunas están sueltas, sé muy bien cuáles son y antes de pisarlas, escucho el sonido sordo que amplía el eco de la habitación casi vacía. Tres, cuatro, cinco... y un vértigo infinito me invade ante el pozo -que quiere mecerme en sus negras aguas-. Pero yo no quiero y..., evitando el siniestro hueco, me apoyo en la pared con una mano, me pongo de puntillas y con la otra mano agarro la recia palanca y... ya con todo mi cuerpo en tensión, la impulso hacia arriba. El chispazo me horroriza. Sin embargo, el inmediato sonido metálico del motor en marcha me relaja, se destensa mi cuerpo y además, esa es la señal que da por terminada, con éxito, la operación -aunque el éxito también es de mi hermana-.
Salimos de la habitación, yo temblando aún, delante de ella para proteger mi espalda. Mi madre me espera en el pasillo secándose las manos en el mandil, abre los brazos, me dice... ¡valiente!, y... me abraza.
EL MOLINO
El sonido de nuestros pasos en la hojarasca, cuando dejamos la carretera y tomamos el sendero entre los chopos, se fue apagando con el rumor del agua de la presa que llevaba al molino. La oscuridad nos envolvía pero pronto llegamos a una cerca. Una cancilla desvencijada y abierta nos guió hasta un corral donde dormían desordenadas, herramientas de labranza, cazuelas desconchadas que servían de comederos para animales y tiestos con plantas secas. Un perro manso descansaba cerca de la presa al frescor del agua y ni siquiera ladró. La fachada del oscuro y viejo caserón se recortaba en el cielo nocturno y cálido. La vivienda era pequeña, más grande era el arco que albergaba el antiguo molino jubilado y que ahora sólo protegía el fluir de la presa. Un solo punto de luz en la fachada, indicaba el lugar del velatorio.
Atravesamos el portalón y sentí las piernas flojas, empecé a sudar. Las palpitaciones crecientes me ahogaban a medida que ascendía por la angosta escalera que acababa en un rellano iluminado por velas. Me mareaba ya el olor de la cera caliente cuando un escalofrío recorrió mi cuerpo al ver -sólo de reojo- el ataúd.
Recibieron a mi madre con abrazos y lamentos, sobre todo la viuda -una mujer gorda vestida de negro que moqueaba en un pañuelo sucio-. También ella me daba miedo. Me protegí entre las mujeres hacinadas en la pequeña cocina sin escuchar su charla, deseando fervientemente que la visita fuera corta. Esperé.
Al poco tiempo mi vejiga protestó, me hacía pis, se lo dije a mi madre bajito. Enseguida nos vamos, contestó. Esperé impaciente.
Al fin llegaron los agradecimientos y la despedida..., también del muerto. Atravesamos el rellano y mi madre se acercó al ataúd. Yo sólo observé, de lejos, los extraños reflejos que, como culebrillas doradas, hacía la luz de las velas en la negra madera de la caja. Me imaginé al cadáver vestido con su mejor traje negro, su rostro azulado, el cuerpo yaciendo en su último lecho, las manos sobre.... ¿las manos....?
Conocía al difunto. Era manco. Recordaba su rostro amenazador cuando perseguía a los niños que se reían de él, con el muñón en alto.
Atravesamos la cerca y mi madre dijo: haz pis aquí a la orilla, te espero. Agachada en cuclillas al borde del camino miré al molino y creí ver que el muñón del muerto -como una gran culebra gris amarillenta- bajaba de la ventana y atravesaba el corral. Atemorizada por mi imaginación, aferré deprisa la mano de mi madre, casi la arrastré mientras creía sentir que el muñón del difunto, a cierta distancia, nos seguía serpenteando el sendero.
Por fin llegamos a la carretera; imaginé, que la mano fantasmal se encogía para regresar a su caja; sentí -aliviada-, que la calidez de la noche de verano se posaba en mi piel, que la carretera iluminada me devolvía el sosiego; pensé -convencida-, que el sueño reparador borraría esas desagradables imágenes entre las dulces sábanas. Pero..., el sueño no fue reparador y desperté, sudando copiosamente justo antes de que la mano fantasma del difunto apretara decidida mi garganta, chillando enloquecida mientras mi madre, abrazándome, me calmaba.