Un caso de dismorfobia
A través del espejo
Soy mi huésped
a qué negarlo.
Pero a veces también soy
un extraño de mí.
Benedetti y Viglietti- (A dos voces)
![[Img #52179]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2021/3759__dsc0006.jpg)
Ya desde muy pequeño a Tadeus le repelía ver su frente ancha de batracio, los ojos demasiados separados y saltones, la nariz aplastada sobre unos pómulos prominentes, los gruesos labios replegados en un rictus severo. Tanto era el rechazo que le provocaba su rostro, que con solo cinco años estampó una piedra en el espejo de su habitación y lo rompió en mil pedazos. Al ver multiplicada su imagen en los diminutos cristalitos que se habían dispersado por el suelo, el horror cobró dimensiones extraordinarias. Salió huyendo hacia el bosque, donde días más tarde una patrulla vecinal le encontró bajo un alcornoque, atemorizado, temblando de frío, lleno de hambre, con francos signos de hipotermia. Cuanto más le preguntaban porque había hecho eso, más se replegaba en una extraña mudez, sin conseguir arrancarle palabra.
¡Qué comportamiento tan anómalo y qué niño tan extraño nos ha salido! dijeron sus padres, pero al ver que no podían comprender lo que le pasaba ni tampoco ayudarle se fueron olvidando de lo ocurrido.
Desde ese episodio, Tadeus evitaba mirarse al espejo y cuando intuía que su silueta podía verse reflejada en un cristal, adoptaba mil posturas extravagantes para evitarla. Solo él parecía percatarse de una monstruosidad que, poco a poco, le fue llevando al más absoluto aislamiento. Se dejó el cabello largo y un largo flequillo y barba que le tapaban casi por completo el rostro. No se juntaba con los padres y hermanos para comer, y cuando tenía lugar alguna celebración familiar como la Navidad o un cumpleaños cercano, siempre ponía excusas para no estar presente en la mesa. Evitaba el contacto con personas de su edad, y si alguna chica se le acercaba, aunque le gustara, la rehuía. Con el tiempo se convirtió en un solitario y en un misántropo.
Encontró refugio, sin embargo, en la vieja nave que estaba algo alejada de la casa familiar donde su abuelo había tenido una fragua hacía muchísimos años. Con asombrosa facilidad, como si lo hubiera visto toda la vida, empezó a templar el hierro y darle formas humanas. Así fue como se hizo escultor y se abrió camino en el submundo, tan difícil, del arte, donde consiguió ganar algunos premios y hasta subsistir de su trabajo.
Alguna vez iba a clubes nocturnos donde el alcohol y las luces de neón mezcladas con las sonrisas irisadas de mujeres le hacían olvidarse de su trauma. De esta manera conoció a Sabina, una mulata experta en artes amatorias con la que alcanzó ese éxtasis que solo los cuerpos arrastrados por el placer hasta sus últimas consecuencias, conocen. Una noche Sabina se acercó a su nave. Como tantas veces se acostaron juntos, y al acabar ella le digo que tenía unos hermosos ojos. La sola mención a su físico le hizo enloquecer, destruyendo en ese momento cuanto estaba a su alrededor y echando a patadas a la mujer que, antes de irse despavorida por el camino solitario y oscuro, le dijo que estaba enfermo y que se lo hiciera mirar. Pero Tadeo, fuera de sí, no podía oírla.
Esa noche, con el mismo fuego con el que templaba sus esculturas, se quemó el rostro. Los gritos de dolor alertaron a sus padres, ya muy mayores, que al ver lo que había hecho pidieron ayuda. Fue trasladado al hospital donde le sometieron a numerosas operaciones y curas. Durante el tiempo que permaneció con el rostro vendado, Tadeus albergó por primera vez la íntima, secreta esperanza, de que quizá con el fuego su rostro se hubiera transformado y, si eso ocurría, ser otro, más sociable y extrovertido, más en la línea del común de los mortales. Pero cuando un día por fin le quitaron las vendas y frente al espejo reconoció su frente ancha de batracio, los ojos demasiados separados y saltones, la nariz aplastada sobre unos pómulos prominentes, los gruesos labios replegados en un rictus severo (ese rictus severo era de sí mismo lo que más aborrecía) lanzó el espejo fuera de sí, y llorando amargamente, se sumergió en el abismo de una ceguera que, a día de hoy, sigue pareciendo irreversible.
A través del espejo
Soy mi huésped
a qué negarlo.
Pero a veces también soy
un extraño de mí.
Benedetti y Viglietti- (A dos voces)
Ya desde muy pequeño a Tadeus le repelía ver su frente ancha de batracio, los ojos demasiados separados y saltones, la nariz aplastada sobre unos pómulos prominentes, los gruesos labios replegados en un rictus severo. Tanto era el rechazo que le provocaba su rostro, que con solo cinco años estampó una piedra en el espejo de su habitación y lo rompió en mil pedazos. Al ver multiplicada su imagen en los diminutos cristalitos que se habían dispersado por el suelo, el horror cobró dimensiones extraordinarias. Salió huyendo hacia el bosque, donde días más tarde una patrulla vecinal le encontró bajo un alcornoque, atemorizado, temblando de frío, lleno de hambre, con francos signos de hipotermia. Cuanto más le preguntaban porque había hecho eso, más se replegaba en una extraña mudez, sin conseguir arrancarle palabra.
¡Qué comportamiento tan anómalo y qué niño tan extraño nos ha salido! dijeron sus padres, pero al ver que no podían comprender lo que le pasaba ni tampoco ayudarle se fueron olvidando de lo ocurrido.
Desde ese episodio, Tadeus evitaba mirarse al espejo y cuando intuía que su silueta podía verse reflejada en un cristal, adoptaba mil posturas extravagantes para evitarla. Solo él parecía percatarse de una monstruosidad que, poco a poco, le fue llevando al más absoluto aislamiento. Se dejó el cabello largo y un largo flequillo y barba que le tapaban casi por completo el rostro. No se juntaba con los padres y hermanos para comer, y cuando tenía lugar alguna celebración familiar como la Navidad o un cumpleaños cercano, siempre ponía excusas para no estar presente en la mesa. Evitaba el contacto con personas de su edad, y si alguna chica se le acercaba, aunque le gustara, la rehuía. Con el tiempo se convirtió en un solitario y en un misántropo.
Encontró refugio, sin embargo, en la vieja nave que estaba algo alejada de la casa familiar donde su abuelo había tenido una fragua hacía muchísimos años. Con asombrosa facilidad, como si lo hubiera visto toda la vida, empezó a templar el hierro y darle formas humanas. Así fue como se hizo escultor y se abrió camino en el submundo, tan difícil, del arte, donde consiguió ganar algunos premios y hasta subsistir de su trabajo.
Alguna vez iba a clubes nocturnos donde el alcohol y las luces de neón mezcladas con las sonrisas irisadas de mujeres le hacían olvidarse de su trauma. De esta manera conoció a Sabina, una mulata experta en artes amatorias con la que alcanzó ese éxtasis que solo los cuerpos arrastrados por el placer hasta sus últimas consecuencias, conocen. Una noche Sabina se acercó a su nave. Como tantas veces se acostaron juntos, y al acabar ella le digo que tenía unos hermosos ojos. La sola mención a su físico le hizo enloquecer, destruyendo en ese momento cuanto estaba a su alrededor y echando a patadas a la mujer que, antes de irse despavorida por el camino solitario y oscuro, le dijo que estaba enfermo y que se lo hiciera mirar. Pero Tadeo, fuera de sí, no podía oírla.
Esa noche, con el mismo fuego con el que templaba sus esculturas, se quemó el rostro. Los gritos de dolor alertaron a sus padres, ya muy mayores, que al ver lo que había hecho pidieron ayuda. Fue trasladado al hospital donde le sometieron a numerosas operaciones y curas. Durante el tiempo que permaneció con el rostro vendado, Tadeus albergó por primera vez la íntima, secreta esperanza, de que quizá con el fuego su rostro se hubiera transformado y, si eso ocurría, ser otro, más sociable y extrovertido, más en la línea del común de los mortales. Pero cuando un día por fin le quitaron las vendas y frente al espejo reconoció su frente ancha de batracio, los ojos demasiados separados y saltones, la nariz aplastada sobre unos pómulos prominentes, los gruesos labios replegados en un rictus severo (ese rictus severo era de sí mismo lo que más aborrecía) lanzó el espejo fuera de sí, y llorando amargamente, se sumergió en el abismo de una ceguera que, a día de hoy, sigue pareciendo irreversible.