Los trapos sucios se lavan en las redes
![[Img #52271]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2021/7476_pilar-dsc_0226.jpg)
Eran otros tiempos. Las relaciones sociales se sostenían sobre unos protocolos tácitos que dejaban poco espacio para exhibicionismo y confidencias y raro era el que no se confeccionaba una imagen externa de quita y pon que poco se correspondía con quien era al traspasar el umbral de su casa y calzarse las zapatillas de la intimidad.
“Los trapos sucios se lavan en casa”, decían nuestros padres si llegábamos con cotilleos frescos sobre alguna familia conocida, cotilleos candentes transmitidos entre susurros en el patio del instituto, embarazos, huidas del hogar, infidelidades, ruinas por juego, devaneos alcohólicos que nunca han faltado en la historia de la humanidad, que llenan la Biblia de incestos, borracheras, crímenes y lujurias y han dado a la Literatura páginas inolvidables.
Sí se lavaban, sí, todo lo que se podía. Era muy limpia la sociedad por entonces, aunque las alfombras parecieran cordilleras de tanto acumular basura. Uno podía relacionarse con las personas durante toda su vida sin exceder unos límites marcados por el implacable “qué dirán” y, por supuesto, sin conocer sus opiniones acerca de asuntos espinosos e inadecuados, tan marcados estaban por la educación y el respeto lo público y lo privado, lo íntimo y lo social.
Todo esto cambió drásticamente con la irrupción de las redes sociales, cuyas pistas circenses son foro, coso, escaparate, cuadrilátero, estadio, palenque… según la actividad en que las lenguas viperinas se especialicen, donde todos coinciden para argumentar o cruzar espadas, opinar o difamar a voluntad, a veces con sangrantes carencias. Sin pudor y sin filtros.
De esta manera y casi sin darnos cuenta, no solo nos hemos acostumbrado a empuñar constantemente la pancarta de nuestras convicciones, sino que conocemos al dedillo las de compañeros de colegio a los que no hemos vuelto a ver en treinta años, las de vecinos de escalera, familiares lejanos, conocidos de trato superficial, profesores, escritores que nos gustan, exalumnos, el pintor que nos pintó la casa con amor en la última reforma (por fortuna sin angelitos negros) y un sinfín de personas de las que en condiciones normales no sabríamos, ni falta que nos hace, su postura sobre la eutanasia, el tocado capilar de un vicepresidente, las vacunas en general y la covideña en particular, cuánto tardará en hundirse titánic-camente España, lo que pinta Bill Gates en la gestión de pandemias, qué número de españoles es preciso fusilar para arreglar las cosas o si las feministas odian a los hombres y quieren acabar con ellos, brujas, brujas.
Lo que hace no tanto tiempo se reducía a temas comunes como el fútbol, la subida del precio de la luz, las ansiadas lluvias-tan buenas para el campo- o el anticiclón de las Azores, se ha multiplicado por cien y cientos son las banderas que ondean y entrechocan sus mástiles hasta cegar la visión de la realidad. No tardará el efecto mariposa que producen en mover montañas como la fe, pero para sepultarnos debajo.
¿Podremos seguir manteniendo una relación cordial con esa vecina que desde hace años nos riega las plantas cuando estamos de viaje ahora que sabemos, gracias a las redes sociales, de sus furibundas soflamas homófobas? ¿Y apreciar la obra de ese escritor que tanto leíamos, de esa cantante que nos sulibeyaba, pero que desde que opina en su Twitter a favor del trumpismo y contra vacunas, cincogés y otros ogros de la modernidad ha empezado a caernos fatal? Aquel amigo de años que tan bien se portó con tu familia en momentos difíciles y ahora se decanta por una opción política o humana antitética a la tuya ¿ha dejado de ser la buena persona que conocías? ¿Has dejado de serlo tú para él? ¿Te borrará de su vida real el colega creyente porque tú criticas la postura de la Iglesia en determinados aspectos o lo harás tú desde la correspondiente viceversa?
¿Serán los comunicadores, los desinformadores, los manipuladores y agitadores a través de los medios quienes a partir de ahora seleccionen a nuestros amigos, organicen nuestra agenda, manejen nuestro pasado y encaucen las otrora aguas libres de nuestras afinidades más íntimas?
Todos sabemos, o al menos sabíamos -y con ello nos deslizábamos con mayor o menor soltura por el tobogán social- que hay determinados temas que es preferible no abordar en las reuniones familiares ni sacar a colación según con qué amigos, tanto por respeto como para evitar polémicas estériles, mal rollo y confrontación. Con desconocidos o contactos recientes eso ni se consideraba; sin embargo, son precisamente los temas más delicados los que andan ahora en boca de todos y te los plantean el taxista que te lleva a la estación, el camarero confianzudo que te pone una caña y no se priva de analizar los errores o aciertos de los gobernantes o el albañil que viene a ponerte unos ladrillos y exhibe a todo trapo banderas y aguiluchos con ganas de picar. Y más aún se prodigan en los comentarios de la prensa digital, infestados de provocadores que llegan, sueltan su deposición cuajada de faltas de ortografía e improperios y desaparecen para seguir sembrando odio en otros muros, aplicados con entusiasmo sectario a su labor mofeta y muchas veces remunerada.
Es una nueva forma de hacer política, de “crear opinión”, de desinformar fingiendo que se informa, de vender humos, bulos y vendernos a todos. Por eso deberíamos, al menos las personas de buena fe y no los de vocación tocapelotas ya desde el colegio, pisar el freno de una vez por todas (yo la primera) y distinguir el grano de la paja, al amigo del correligionario. Y, sobre todo, proteger una parte de nosotros mismos que nunca debió salir de su círculo privado. Aprender a hacer compartimentos a la hora de relacionarnos con los demás y dar al césar lo que es del césar, a los amigos lo que es de los amigos, al alma lo que es del alma y al troll lo que es del troll.
Eran otros tiempos. Las relaciones sociales se sostenían sobre unos protocolos tácitos que dejaban poco espacio para exhibicionismo y confidencias y raro era el que no se confeccionaba una imagen externa de quita y pon que poco se correspondía con quien era al traspasar el umbral de su casa y calzarse las zapatillas de la intimidad.
“Los trapos sucios se lavan en casa”, decían nuestros padres si llegábamos con cotilleos frescos sobre alguna familia conocida, cotilleos candentes transmitidos entre susurros en el patio del instituto, embarazos, huidas del hogar, infidelidades, ruinas por juego, devaneos alcohólicos que nunca han faltado en la historia de la humanidad, que llenan la Biblia de incestos, borracheras, crímenes y lujurias y han dado a la Literatura páginas inolvidables.
Sí se lavaban, sí, todo lo que se podía. Era muy limpia la sociedad por entonces, aunque las alfombras parecieran cordilleras de tanto acumular basura. Uno podía relacionarse con las personas durante toda su vida sin exceder unos límites marcados por el implacable “qué dirán” y, por supuesto, sin conocer sus opiniones acerca de asuntos espinosos e inadecuados, tan marcados estaban por la educación y el respeto lo público y lo privado, lo íntimo y lo social.
Todo esto cambió drásticamente con la irrupción de las redes sociales, cuyas pistas circenses son foro, coso, escaparate, cuadrilátero, estadio, palenque… según la actividad en que las lenguas viperinas se especialicen, donde todos coinciden para argumentar o cruzar espadas, opinar o difamar a voluntad, a veces con sangrantes carencias. Sin pudor y sin filtros.
De esta manera y casi sin darnos cuenta, no solo nos hemos acostumbrado a empuñar constantemente la pancarta de nuestras convicciones, sino que conocemos al dedillo las de compañeros de colegio a los que no hemos vuelto a ver en treinta años, las de vecinos de escalera, familiares lejanos, conocidos de trato superficial, profesores, escritores que nos gustan, exalumnos, el pintor que nos pintó la casa con amor en la última reforma (por fortuna sin angelitos negros) y un sinfín de personas de las que en condiciones normales no sabríamos, ni falta que nos hace, su postura sobre la eutanasia, el tocado capilar de un vicepresidente, las vacunas en general y la covideña en particular, cuánto tardará en hundirse titánic-camente España, lo que pinta Bill Gates en la gestión de pandemias, qué número de españoles es preciso fusilar para arreglar las cosas o si las feministas odian a los hombres y quieren acabar con ellos, brujas, brujas.
Lo que hace no tanto tiempo se reducía a temas comunes como el fútbol, la subida del precio de la luz, las ansiadas lluvias-tan buenas para el campo- o el anticiclón de las Azores, se ha multiplicado por cien y cientos son las banderas que ondean y entrechocan sus mástiles hasta cegar la visión de la realidad. No tardará el efecto mariposa que producen en mover montañas como la fe, pero para sepultarnos debajo.
¿Podremos seguir manteniendo una relación cordial con esa vecina que desde hace años nos riega las plantas cuando estamos de viaje ahora que sabemos, gracias a las redes sociales, de sus furibundas soflamas homófobas? ¿Y apreciar la obra de ese escritor que tanto leíamos, de esa cantante que nos sulibeyaba, pero que desde que opina en su Twitter a favor del trumpismo y contra vacunas, cincogés y otros ogros de la modernidad ha empezado a caernos fatal? Aquel amigo de años que tan bien se portó con tu familia en momentos difíciles y ahora se decanta por una opción política o humana antitética a la tuya ¿ha dejado de ser la buena persona que conocías? ¿Has dejado de serlo tú para él? ¿Te borrará de su vida real el colega creyente porque tú criticas la postura de la Iglesia en determinados aspectos o lo harás tú desde la correspondiente viceversa?
¿Serán los comunicadores, los desinformadores, los manipuladores y agitadores a través de los medios quienes a partir de ahora seleccionen a nuestros amigos, organicen nuestra agenda, manejen nuestro pasado y encaucen las otrora aguas libres de nuestras afinidades más íntimas?
Todos sabemos, o al menos sabíamos -y con ello nos deslizábamos con mayor o menor soltura por el tobogán social- que hay determinados temas que es preferible no abordar en las reuniones familiares ni sacar a colación según con qué amigos, tanto por respeto como para evitar polémicas estériles, mal rollo y confrontación. Con desconocidos o contactos recientes eso ni se consideraba; sin embargo, son precisamente los temas más delicados los que andan ahora en boca de todos y te los plantean el taxista que te lleva a la estación, el camarero confianzudo que te pone una caña y no se priva de analizar los errores o aciertos de los gobernantes o el albañil que viene a ponerte unos ladrillos y exhibe a todo trapo banderas y aguiluchos con ganas de picar. Y más aún se prodigan en los comentarios de la prensa digital, infestados de provocadores que llegan, sueltan su deposición cuajada de faltas de ortografía e improperios y desaparecen para seguir sembrando odio en otros muros, aplicados con entusiasmo sectario a su labor mofeta y muchas veces remunerada.
Es una nueva forma de hacer política, de “crear opinión”, de desinformar fingiendo que se informa, de vender humos, bulos y vendernos a todos. Por eso deberíamos, al menos las personas de buena fe y no los de vocación tocapelotas ya desde el colegio, pisar el freno de una vez por todas (yo la primera) y distinguir el grano de la paja, al amigo del correligionario. Y, sobre todo, proteger una parte de nosotros mismos que nunca debió salir de su círculo privado. Aprender a hacer compartimentos a la hora de relacionarnos con los demás y dar al césar lo que es del césar, a los amigos lo que es de los amigos, al alma lo que es del alma y al troll lo que es del troll.