Sol Gómez Arteaga
Sábado, 16 de Enero de 2021

La gran nevada

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La metamorfosis del mundo se realiza en silencio.
(Heinrich Wiesner)

 

Acaso todo el mundo con cierta edad recuerda una nevada concreta de su vida como la gran nevada. Mi madre evoca la que aconteció los días 20 y 21 de febrero de 1956 en su pueblo, Valderas, al sur más sur de León. Cuenta que la nieve, que formaba remolinos con el viento, taponó las puertas de las casas, provocó que se detuviera el tren cargado de viajeros en medio del campo -a los que se llevó en un acto solidario comida y orujo para entonar el cuerpo-, congeló el agua de las gallinas que, para que no murieran de sed, hubo que calentar con el agua del pote siempre al fuego de la chimenea. La gran nevada de mi madre duró luego un mes sobre la tapia medianera. Yo, al igual que ella por fin también tengo mi gran nevada. Me pilló en Madrid, la ciudad de seis millones de habitantes que durante un par de días, -no se habla de otra cosa-, quedó paralizada sin remedio. Y tiene un nombre bien artístico y literario y femenino. Filomena se llama, Filomena a mi pesar.

 

Sí, reconozco que no soy nada fan de la nieve, nunca lo fui, a pesar de haber nacido en zona fría. La nieve, siempre lo digo, es deliciosa pero para contemplarla desde la ventana o en postales. No obstante, al ver descender el siete de enero a mediodía los primeros copos ingrávidos sobre mi cabeza, me embargó una íntima y alborozada alegría que duro muy poco, pues al día siguiente por la tarde, cuando la nieve seguía cayendo sin cesar y la cosa arreciaba, ese alborozo se transformó en angustia. Estaba en la cocina de mi casa, de pie, de espaldas, cuando imaginé que la nieve nunca cesaba y acababa sepultándonos en su silencioso manto de hielo. Fue un momento ciertamente claustrofóbico de esos que no deseas ni a tu peor enemigo. No suelo tener muchos momentos así.

 

Analizando lo ocurrido, hoy sé que esa esa sensación fue fruto de la suma de fatalidades que  llevamos soportando sobre nuestras espaldas en los últimos meses, como nacidas de la mente de un diabólico personaje de ciencia ficción, porque de ciencia ficción parece este virus que suma y sigue, de ciencia ficción fue el asalto al Capitolio de una panda de vándalos disfrazados de neandertales y de ciencia ficción también es, para remate de fiesta, esta borrasca cuyos efectos, a fecha de hoy, seguimos padeciendo (ramas desprendidas, fracturas por caídas, tráfico detenido, colegios cerrados, calles cortadas, basura acumulada…). Asistimos a cosas que nunca, ni en la peor de las pesadillas, hubiéramos imaginado que ocurrirían, que además de hacer tambalear nuestras certezas, nos ponen en nuestro sitio: un sitio humano, mortal, contingente, frágil, finito, finito, dándonos la mayor lección de humildad recibida hasta el momento.

 

Sin embargo, quiero quedarme con la parte positiva y sanadora de todo esto, y quiero pensar que la nieve por arrobas ha venido para purificarnos, para iluminarnos, cayendo también por arrobas, allá donde más la necesitamos. Y esta ciudad de seis millones de habitantes, tan sufrida últimamente, necesita de muchísima luz no cegadora. Quiero pensar que “al año bisiesto año siniestro” que acabamos de pasar,  le sucederá otro de nieves que es de bienes, y que siempre que nieva, hiela, deshiela. Y que el sol sale en ayuda de este proceso de transmutación del estado de la materia.

 

Mientras escucho con arrobo y atención desde mi ventana del patio interior el goteo incesante del agua caer de algún tejado cercano, me viene a la cabeza una frase del poeta romano del siglo I, Juvenal, que, últimamente no dejo de repetir como un mantra: “Nunca la sabiduría dice una cosa y la naturaleza otra”. Y en la creencia de que deberíamos escuchar a la naturaleza con el respeto con el que se escucha a un maestro y mentor, pues ella, sí, es la única omnipotente, ella, sí, es la única sabia, me siento frente al ordenador, escribo: La gran nevada. 

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