Catalina Tamayo
Sábado, 16 de Enero de 2021

La vida

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“Tarde tranquila, casi

con placidez de alma,

para ser joven, para haberlo sido

cuando Dios quiso, para

tener algunas alegrías... lejos

y poder dulcemente recordarlas”.

(Antonio Machado)

 

 

La vida está llena de misterios. Nos pasan las cosas y a menudo no sabemos por qué. Por qué a nosotros, qué hemos hecho mal, nos preguntamos, cuando lo sucedido es un revés. En cambio, si las cosas vienen al derecho, a pedir de boca, no suele haber este tipo de preguntas: damos por sentado que se debe a nuestro mérito. No suele haber estas preguntas, pero a veces las hay, y a veces también, en lo más hondo de nosotros, donde nadie llega, surge honradamente la sospecha de que la suerte ha tenido algo que ver en esto. Y pudiera ser, porque la fortuna es caprichosa. No obstante, con seguridad no se sabe nada. Nadie sabe nada. Y lo cierto es que en todo cuanto sucede siempre hay algo esotérico. Difícil de entender.

     

En este último caso, las preguntas en poco tiempo suelen caer en el olvido. Pese al deseo de saber la verdad. La pura verdad. Pues no llegan a quitarnos el sueño, no nos desazonan lo suficiente. Pero en el primero, cuando las cosas se tuercen, sobre todo si se tuercen mucho, no es tan fácil dejar de interpelarnos. Cuesta dejar de darle vueltas a las cosas. Sin embargo, conviene parar y soltarlas, dejar que se las lleve el viento, o la corriente, o las olas del mar, lo que sea. Dejar que se las lleve el tiempo. Olvidarlas. Pasar página y seguir hacia adelante. Y a otro capítulo; a otra cosa, mariposa. Si es posible, no mirar atrás: agua pasada no mueve molinos. Pasó, pasó. A lo hecho, pecho.

     

Y no pasa nada por reconocer que esta vez no ha sido la mala suerte, sino que henos sido nosotros, que lo hemos hecho mal. Bueno, y qué. No es nada extraño que nos hayamos equivocado, que no hayamos calculado bien. No, puesto que somos humanos, y los humanos –ya se sabe– a veces, muchas veces, se equivocan, va en su naturaleza. Sin duda, no somos dioses. No somos dioses, ni falta que hace. Yo también, como Ulises, hubiera preferido a Penélope, una mortal, antes que a la ninfa Calipso, tan bella, bellísima. También hubiera desoído las promesas de eternidad de la ninfa por reencontrarme con Penélope. También lo hubiera dado todo por volver con Penélope, por yacer con ella otra vez, otra noche, pese a que, después de veinte años, de una guerra terrible, de un viaje interminable, ya no fuera joven, sus ojos hubieran perdido brillo y ya no quedara casi fuego en ellos. Ni en su piel. Ya no fuera la que fue.

     

Desengañémonos, la vida es una aventura, siempre está abierta, y siempre se nos presenta impredecible: no se sabe lo que puede pasar mañana, dentro de unas horas, incluso de unos minutos. Pues, en el momento menos pensado puede saltar la liebre, ocurrir cualquier cosa, la más insospechada. Cualquier cosa mala, pero también cualquier cosa buena. Por eso, lo mejor es encararla con ilusión, con esperanza; quizá también con un poco de candor: la inocencia no es tan mala. Pero sobre todo con valentía. La fortuna ayuda a los valientes, dice Virgilio en la Eneida. Cuidado, valentía no es temeridad. Con valentía, que se vive solo una vez. En fin, que hay que arriesgar.

 

Es preferible desgastarse a enmohecerse. Que resbalamos, que nos quedamos a medio camino, que no logramos llegar, que no coronamos la cumbre, no pasa nada. Siempre me han gustado más los perdedores que los ganadores. No sé si hay una épica del perdedor, pero me gusta pensar que sí la hay. Estoy saturado de héroes, de hazañas. No sé por qué. Quizá sea porque he perdido muchas batallas, porque acabo de perder la última batalla, la definitiva. Porque tengo la vanidad de los derrotados.

     

Y no lo niego, me emociona Aquiles; pero, en cambio, tengo predilección por Elpénor. Elpénor no es un guerrero, es un remero, algo nada heroico, que ni siquiera murió en la batalla, peleando, sino en un accidente, de la manera más absurda, más tonta: se cayó del techo del palacio de Circe, donde yacía, y se mató, porque, estando borracho, se olvidó de coger las escaleras. No murió, como el hijo de Peleo, acometiendo con bravura al enemigo. No fue un héroe, no hizo grandes proezas. No será recordado como Aquiles. Y además, como su cadáver no ha recibido todavía sepultura, su alma no ha podido entrar en el Hades. No ha podido descansar. Pero eso no me ha impedido a mí fijarme en él. Mejor, precisamente por eso, me he detenido en él, en lo que le ha sucedido, y siento por él, “en el fondo del corazón, tristeza, tristeza que es” ternura. Una ternura que no siento por nadie, ni siquiera por Aquiles, ni por Ulises, por ninguno de los grandes héroes.

     

Además, lo que cuenta de verdad es otra cosa. Lo que importa, como nos dice Aristóteles, es el juicio que hacemos de nuestra vida pasada. Si, tras echar la mirada hacia atrás y ver lo que hemos hecho, lo que nos ha ocurrido, el punto al que hemos llegado, sentenciamos que, a pesar de todo, volveríamos a hacer lo mismo, a pasar por lo mismo, a sufrir lo que hemos sufrido, que todo eso ha merecido la pena, si sonreímos, aunque solo sea levemente, fugazmente, es que en realidad hemos sido felices. Felices. Sí, felices, pese a tanto.

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