Madrid sitiado
Los primeros copos se dejaron ver un día antes, el 7 de enero: como si los Magos de Oriente dejaran un regalo colectivo a los niños de Madrid en su último día de las vacaciones navideñas. Por extensión, lo hicieron a padres y abuelos, cómplices necesarios en la incruenta guerra de bolas que se preparaba. Para todos, la caída de la nieve tiene algo de hipnótico y mucho de melancólico. La alfombra blanca que deja en la superficie es tentadora llamada al juego de calle bajo el abrigo de ropajes contundentes que no ocultan la vitalidad infantil. Es la efusividad de una estación no especialmente generosa con las alegrías.
Un día después, solo unas horas, el meteoro cobró la forma de naturaleza cabreada que profecías de los nuevos tiempos dibujan en augurios catastróficos. Versión moderna de las plagas bíblicas. El amigo, concebido simpático y bonachón, devino a invasor de fortaleza ya asediada por la malignidad del enemigo invisible con licencia para matar y cobrar botín con muchedumbres prisioneras de miedos y aflicciones. Y a su retaguardia, como batallón ejecutor, el frío gélido de la helada para fortalecer el asalto de la tropa ligera de la nieve con la artillería pesada del hielo.
En Madrid hemos visto, y estamos padeciendo, la ficción hecha realidad de la naturaleza en su versión más agresiva. Ni siquiera el azote de las catástrofes, imaginado en las películas, se puede acercar a la nitidez de la realidad, de la visión dantesca desde la ventana del propio hogar, en el que nos creemos a salvo de contingencias exteriores, pandemias incluidas. Pesadillas en imágenes nítidas de ciudadanos atrapados en un caos meteorológico que exige la rendición de las resignaciones masivas; de vehículos abandonados, apostados en los arcenes, simulación de chatarra inservible.
Eso, en lo visible. En lo invisible, la angustia por imposibilidades o dificultades extremas en atenciones sanitarias de urgencia, en el acceso a la medicina curativa o analgésica, en la más profunda lejanía, potenciada su vulnerabilidad, de mayores y necesitados, en las despensas vacías por la puesta patas arriba de las logísticas de abastecimiento, y en hacer del desplazamiento al trabajo, la sinrazón de una rutina transformada en épica. La parodia en efectos de una guerra clásica. La ironía es que cuando el tiempo haga el borrado del drama, para convertirlo en anécdota, más allá de estos capítulos de sobrecogimiento, en los recuerdos archivados de nuestros cachivaches tecnológicos, quedarán imperecederas las grabaciones de extravagantes maniobras de esquíes y trineos por plazas y grandes avenidas. Aceptamos mucho mejor, con plena lógica, la excentricidad que la penuria.
La libertad es el mayor don del que puede gozar el hombre. Una de sus principales demostraciones es la movilidad. Los de Madrid que, como bien dicen los cronistas, somos todos los que aquí vivimos, arrastramos, al igual que el resto de españoles, casi un año de limitaciones severas a esa licencia. Ahora este ejército blanco nos ha sitiado y añade lastres a los ya sufridos. Esta ciudad, y sus moradores, se han sentido razonablemente orgullosos del don de gentes de este terruño. No muchos podrán decir que no han sido bien recibidos en sus lindes. A los que aquí estamos, estremece ver las noches acumuladas, antaño bulliciosas, hoy solitarias por el virus, y agravadas por heladas que compiten con los termómetros de la Siberia. El dicho de Madrid al Cielo…y un agujerito para mirarlo, ofrecería estos días una visión aérea moscovita de una villa capitalina que es todo lo opuesto a lo triste y taciturno que nos transmiten de la capital rusa sus clásicos literarios. Terror produce también ese contagio.
Curiosa esa capacidad de la naturaleza para generar los inconvenientes y resolverlos. El ser humano es inherente a ella, y si muchas veces es el problema, las mismas, es la solución. No en vano la llamamos madre. De sus infinitos recursos llegará el levantamiento de este asedio. El sol doblegará al frío y licuará ese hielo que en esta hora es empalizada inexpugnable para disfrutar, a espacio libre, de una luminosidad brillante, todavía esclavizada por el latigazo de una frigidez propia de latitudes mucho más al norte. El rocoso manto de hielo desaparecerá, aunque volverá en próximos inviernos, quizás de nuevo aquí, quizás a otros lugares, pero queda un segundo enemigo empeñado en recrudecer su ofensiva y dejarnos macabra tarjeta de visita. Dicen que está a la vuelta de la esquina el máximo rigor de la llamada tercera ola. Ambos sitiadores conminan a aprender la lección. Tratemos con mimo esa naturaleza que, demostrado queda, si se cabrea de verdad, arrasa.
Los primeros copos se dejaron ver un día antes, el 7 de enero: como si los Magos de Oriente dejaran un regalo colectivo a los niños de Madrid en su último día de las vacaciones navideñas. Por extensión, lo hicieron a padres y abuelos, cómplices necesarios en la incruenta guerra de bolas que se preparaba. Para todos, la caída de la nieve tiene algo de hipnótico y mucho de melancólico. La alfombra blanca que deja en la superficie es tentadora llamada al juego de calle bajo el abrigo de ropajes contundentes que no ocultan la vitalidad infantil. Es la efusividad de una estación no especialmente generosa con las alegrías.
Un día después, solo unas horas, el meteoro cobró la forma de naturaleza cabreada que profecías de los nuevos tiempos dibujan en augurios catastróficos. Versión moderna de las plagas bíblicas. El amigo, concebido simpático y bonachón, devino a invasor de fortaleza ya asediada por la malignidad del enemigo invisible con licencia para matar y cobrar botín con muchedumbres prisioneras de miedos y aflicciones. Y a su retaguardia, como batallón ejecutor, el frío gélido de la helada para fortalecer el asalto de la tropa ligera de la nieve con la artillería pesada del hielo.
En Madrid hemos visto, y estamos padeciendo, la ficción hecha realidad de la naturaleza en su versión más agresiva. Ni siquiera el azote de las catástrofes, imaginado en las películas, se puede acercar a la nitidez de la realidad, de la visión dantesca desde la ventana del propio hogar, en el que nos creemos a salvo de contingencias exteriores, pandemias incluidas. Pesadillas en imágenes nítidas de ciudadanos atrapados en un caos meteorológico que exige la rendición de las resignaciones masivas; de vehículos abandonados, apostados en los arcenes, simulación de chatarra inservible.
Eso, en lo visible. En lo invisible, la angustia por imposibilidades o dificultades extremas en atenciones sanitarias de urgencia, en el acceso a la medicina curativa o analgésica, en la más profunda lejanía, potenciada su vulnerabilidad, de mayores y necesitados, en las despensas vacías por la puesta patas arriba de las logísticas de abastecimiento, y en hacer del desplazamiento al trabajo, la sinrazón de una rutina transformada en épica. La parodia en efectos de una guerra clásica. La ironía es que cuando el tiempo haga el borrado del drama, para convertirlo en anécdota, más allá de estos capítulos de sobrecogimiento, en los recuerdos archivados de nuestros cachivaches tecnológicos, quedarán imperecederas las grabaciones de extravagantes maniobras de esquíes y trineos por plazas y grandes avenidas. Aceptamos mucho mejor, con plena lógica, la excentricidad que la penuria.
La libertad es el mayor don del que puede gozar el hombre. Una de sus principales demostraciones es la movilidad. Los de Madrid que, como bien dicen los cronistas, somos todos los que aquí vivimos, arrastramos, al igual que el resto de españoles, casi un año de limitaciones severas a esa licencia. Ahora este ejército blanco nos ha sitiado y añade lastres a los ya sufridos. Esta ciudad, y sus moradores, se han sentido razonablemente orgullosos del don de gentes de este terruño. No muchos podrán decir que no han sido bien recibidos en sus lindes. A los que aquí estamos, estremece ver las noches acumuladas, antaño bulliciosas, hoy solitarias por el virus, y agravadas por heladas que compiten con los termómetros de la Siberia. El dicho de Madrid al Cielo…y un agujerito para mirarlo, ofrecería estos días una visión aérea moscovita de una villa capitalina que es todo lo opuesto a lo triste y taciturno que nos transmiten de la capital rusa sus clásicos literarios. Terror produce también ese contagio.
Curiosa esa capacidad de la naturaleza para generar los inconvenientes y resolverlos. El ser humano es inherente a ella, y si muchas veces es el problema, las mismas, es la solución. No en vano la llamamos madre. De sus infinitos recursos llegará el levantamiento de este asedio. El sol doblegará al frío y licuará ese hielo que en esta hora es empalizada inexpugnable para disfrutar, a espacio libre, de una luminosidad brillante, todavía esclavizada por el latigazo de una frigidez propia de latitudes mucho más al norte. El rocoso manto de hielo desaparecerá, aunque volverá en próximos inviernos, quizás de nuevo aquí, quizás a otros lugares, pero queda un segundo enemigo empeñado en recrudecer su ofensiva y dejarnos macabra tarjeta de visita. Dicen que está a la vuelta de la esquina el máximo rigor de la llamada tercera ola. Ambos sitiadores conminan a aprender la lección. Tratemos con mimo esa naturaleza que, demostrado queda, si se cabrea de verdad, arrasa.






