Anécdota Ducal
![[Img #52345]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2021/1907_dsc_0073.jpg)
Está saliendo en las noticias estos días una polémica familiar del Duque de Segorbe con sus sobrinos a los que ha echado de la Fundación Casa Ducal Medinaceli, el bastión de una de las estirpes más linajudas de la Andalucía aristocrática.
Ignacio Medina, duque de Segorbe, es el único hijo vivo de la fallecida (2013) duquesa de Medinaceli, Victoria Eugenia Fernández de Córdoba, madre también del tristemente famoso duque de Feria, encarcelado por asuntos feos de sexo y otras espinosas cuestiones y marido, a la sazón, de la famosa modelo Nati Abascal, y padre de dos hijos asiduos en el papel couché como su madre. Y es la Duquesa madre quien creó está fundación en 1978 para preservar su cuantioso patrimonio familiar, que incluye posesiones de norte a sur de la península, de la dispersión.
Y como en el tema espinoso de las herencias es difícil que se salve alguna familia de liquidar los bienes familiares sin problemas, estos herederos han entrado en confrontación a pesar de su aristocrática alcurnia. Resulta que el duque de Segorbe trata de asegurarse el control del patrimonio de la Fundación C.D.Medinaceli dejando fuera al resto de la familia crítica con su gestión, según dicen los papeles. Ese ‘resto de la familia’ son sus cinco sobrinos, duques y marquesas, jóvenes y modernos, a quienes su tío, Ignacio Medina, parece ser que no les considera a la altura de su linaje nobiliario en estas circunstancias y se los quita de en medio.
Esta noticia me ha hecho recordar una anécdota que me pasó con este duque de Segorbe, quien corresponde también por Ignacio Medina, hace años. Corría el año 1991 y el país estaba enfebrecido con la llegada de 1992 y los preparativos para los impresionantes acontecimientos que ese año España iba a ofrecer al Mundo. El eje de los grandes y universales eventos recogía las tres ciudades más importantes de la península; Barcelona (olimpiadas) – Madrid (capital cultural) - Sevilla (exposición universal).
En ese año previo a los fastos yo andaba por Sevilla tratando de hacer un monográfico, para la revista Vogue, de los magníficos palacios de la ciudad y de sus aristocráticos dueños. Fue entonces cuando conocí al duque de Segorbe. Con 44 años era un tipo bien parecido, afable y muy en su papel de Duque, más bien de un anacrónico Gran Duque. Enseguida le interesó establecer una relación profesional conmigo e iniciamos el desarrollo de un proyecto para la Casa Ducal. Se trataba de hacer un libro de gran formato y gran calidad (un coffee table book que dicen los ingleses; traducido: ‘libro de mesa de café’) con las fotos de los tesoros de la familia. Trabajamos sobre ello.
Un día el Duque me invitó a su palacio sevillano y me presentó a su joven mujer como “la heredera del trono de Brasil, princesa de Orleans-Braganza”. En la introducción a la presentación él le hace a ella una reverencia nombrándola con toda la dignidad posible ‘Señora…’. Me quedé un tanto estupefacta ante ese protocolo más medieval que del siglo XX en un matrimonio joven por muchos títulos que llevasen a sus espaldas. Resultaba muy curioso. El caso es que, tras las presentaciones pertinentes, el Duque me llevó a su despacho para hablar del proyecto. Entre habla y habla él me iba agasajando con una copa tras otra del clásico vino ‘fino’ de Jerez. Yo era una mujer profesional y, además, en esa época, tenía cierto atractivo, una combinación de dos factores a la que estaba poco acostumbrado, así que se sentía a gusto trabajando conmigo.
Una vez que acabamos nuestro intercambio de ideas fui invitada a participar en una soirée de recuerdos. La ‘Princesa de Orleans-Braganza’ había invitado a otros nobles para compartir la hora del té amenizada con una sesión de antiguas películas familiares en super 8 mm. Claro, la familia no era la ‘tia Julita’ ni la abuela ‘Pilar’, se trataba de los duques de Montpensier , los Orleans- Borbón o la reina Victoria Eugenia en escenas familiares pero regias. Todo un documento histórico ofrecido en un escenario distinguido con ambiente hogareño. Una inusual experiencia. Pero las películas domésticas en super 8 mm, de esa época, están hechas a golpe de mano con brusco ajetreo y las imágenes se mueven en una cierta vibración visual, se suceden como a pequeños trompicones, movimientos constantes que empezaron a producirme un cierto mareo. La Princesa y el Duque estaban disfrutando enormemente reconociendo a sus antepasados y explicando a sus invitados quien es quien y de qué momento histórico-familiar se trataba, los demás presentes en silencio muy concentrados mientras que mi incipiente mareo avanzaba in crescendo, a pasos agigantados, poniéndome en una violenta situación al tratar de controlar las náuseas amenazantes y no atreverme a quebrar aquella elevada atmósfera. Los finos me habían sentado fatal.
Mi momento se puso peliagudo y no tuve más remedio que interrumpir esa escena tan noble y familiar para pedir con cierta urgencia la dirección del cuarto de baño. Las pequeñas hijas de estos jóvenes aristócratas, llamadas Sol y Luna, también estaban presentes participando de la velada así que la Princesa-madre le pidió a la hija Sol que me acompañara. La niñita me cogió de la mano para llevarme a mi anhelado destino, pero el cuarto de baño no estaba en la segunda puerta a la derecha, la niña me iba arrastrando por un salón y otro salón y otro salón más, todos enormes, grandes estancia sin fin. El vómito estaba a punto de traspasar la glotis, mi situación era crítica pero me parecía horriblemente desconsiderado y vergonzoso vomitar en una de aquellas valiosas alfombras, así que en un análisis rápido consideré que sería mucho más discreto expulsar aquello que pujaba por salir a toda costa de mi estómago en alguno de los grandes jarrones de Sèvres que adornaban los entredós de los salones. La niña Sol tiraba de mi mano mientras yo buscaba afanosamente el siguiente jarrón. A duras penas retenía el vómito que ya había alcanzado la boca cuando felizmente llegamos al ansiado cuarto de baño. La niña me dejó allí y se marchó rápidamente. Yo me despaché a gusto vaciando todo aquel revoltillo interior en el sitio adecuado, pero seguía con el mareo de los royals bailando en la pantalla. Me vi incapaz de deshacer lo andando a través de los múltiples salones (confieso que imperó la vergüenza de tener que dar explicaciones de un acto tan prosaico e inelegante) así que le dije al mayordomo, que apareció de pronto como de la nada, que me disculpara con los señores pero que tenía que irme. Y, así, desaparecí de la ilustre escena, hice ‘mutis por el foro’. Toda mareada, dando tumbos, volví a mi apartamento sin dar explicaciones ni agradecer ni despedirme de los Grandes Señores.
El Duque, naturalmente, se molestó bastante a pesar de que salvé sus magníficas alfombras y sus valiosos jarrones de mis concentrados gástricos, claro que como él no tenía idea de mi hazaña me atribuyó una gran descortesía y por supuesto malísima educación. Yo quedé mal pero tampoco le hice quedar bien al Duque ante sus allegados por tener una socia tan impropia. Una desagradable consecuencia del famoso fino andaluz.
Lo pude arreglar en parte pero ya no fue lo mismo. Al Duque se le quedó un cierto resentimiento, que creció alimentado,supongo,por su augusta Señora Princesa de Orleans-Borbón. Finalmente mi socio, Ignacio Medina, duque de Segorbe, rompió nuestra relación profesional.
La dignidad es la dignidad. Y para las dignidades de un noble que lleva el gesto ancestral de la aristocracia como el baluarte más significativo de su vida, una actitud tan indigna como la mía de marearse ante el revival de la familia real y no saber guardar las formas adecuadas en la elevada y exclusiva situación brindada, aunque fuera como secuela del auténtico fino de Jerez, es absolutamente inadmisible.
Como dije al principio, he recordado esta anécdota al leer el actual episodio del duque de Segorbe con sus jóvenes sobrinos. Muchos títulos a repartir y mucha tradición que preservar. Imagino que el Duque se considera, como ‘el último mohicano’, el último representante de las nobles dignidades arraigadas en el linaje familiar, y que los jóvenes y modernos hijos de sus fallecidos hermanos no saben de estas cosas, van por otros caminos y valores. Imagino que imagina que sólo él sabe preservar los bienes y los valores de la estirpe, por eso los ha echado.
Las herencias, grandes y pequeñas, casi siempre acaban rompiendo a las familias. Una vez alguien afeado por manipular a su favor la herencia de sus hermanos se justificó diciendo “las cosas de herencias son así”, y zanjó con esta lapidaria frase su estafa fraternal. Así son las cosas.
O témpora o mores
![[Img #52345]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2021/1907_dsc_0073.jpg)
Está saliendo en las noticias estos días una polémica familiar del Duque de Segorbe con sus sobrinos a los que ha echado de la Fundación Casa Ducal Medinaceli, el bastión de una de las estirpes más linajudas de la Andalucía aristocrática.
Ignacio Medina, duque de Segorbe, es el único hijo vivo de la fallecida (2013) duquesa de Medinaceli, Victoria Eugenia Fernández de Córdoba, madre también del tristemente famoso duque de Feria, encarcelado por asuntos feos de sexo y otras espinosas cuestiones y marido, a la sazón, de la famosa modelo Nati Abascal, y padre de dos hijos asiduos en el papel couché como su madre. Y es la Duquesa madre quien creó está fundación en 1978 para preservar su cuantioso patrimonio familiar, que incluye posesiones de norte a sur de la península, de la dispersión.
Y como en el tema espinoso de las herencias es difícil que se salve alguna familia de liquidar los bienes familiares sin problemas, estos herederos han entrado en confrontación a pesar de su aristocrática alcurnia. Resulta que el duque de Segorbe trata de asegurarse el control del patrimonio de la Fundación C.D.Medinaceli dejando fuera al resto de la familia crítica con su gestión, según dicen los papeles. Ese ‘resto de la familia’ son sus cinco sobrinos, duques y marquesas, jóvenes y modernos, a quienes su tío, Ignacio Medina, parece ser que no les considera a la altura de su linaje nobiliario en estas circunstancias y se los quita de en medio.
Esta noticia me ha hecho recordar una anécdota que me pasó con este duque de Segorbe, quien corresponde también por Ignacio Medina, hace años. Corría el año 1991 y el país estaba enfebrecido con la llegada de 1992 y los preparativos para los impresionantes acontecimientos que ese año España iba a ofrecer al Mundo. El eje de los grandes y universales eventos recogía las tres ciudades más importantes de la península; Barcelona (olimpiadas) – Madrid (capital cultural) - Sevilla (exposición universal).
En ese año previo a los fastos yo andaba por Sevilla tratando de hacer un monográfico, para la revista Vogue, de los magníficos palacios de la ciudad y de sus aristocráticos dueños. Fue entonces cuando conocí al duque de Segorbe. Con 44 años era un tipo bien parecido, afable y muy en su papel de Duque, más bien de un anacrónico Gran Duque. Enseguida le interesó establecer una relación profesional conmigo e iniciamos el desarrollo de un proyecto para la Casa Ducal. Se trataba de hacer un libro de gran formato y gran calidad (un coffee table book que dicen los ingleses; traducido: ‘libro de mesa de café’) con las fotos de los tesoros de la familia. Trabajamos sobre ello.
Un día el Duque me invitó a su palacio sevillano y me presentó a su joven mujer como “la heredera del trono de Brasil, princesa de Orleans-Braganza”. En la introducción a la presentación él le hace a ella una reverencia nombrándola con toda la dignidad posible ‘Señora…’. Me quedé un tanto estupefacta ante ese protocolo más medieval que del siglo XX en un matrimonio joven por muchos títulos que llevasen a sus espaldas. Resultaba muy curioso. El caso es que, tras las presentaciones pertinentes, el Duque me llevó a su despacho para hablar del proyecto. Entre habla y habla él me iba agasajando con una copa tras otra del clásico vino ‘fino’ de Jerez. Yo era una mujer profesional y, además, en esa época, tenía cierto atractivo, una combinación de dos factores a la que estaba poco acostumbrado, así que se sentía a gusto trabajando conmigo.
Una vez que acabamos nuestro intercambio de ideas fui invitada a participar en una soirée de recuerdos. La ‘Princesa de Orleans-Braganza’ había invitado a otros nobles para compartir la hora del té amenizada con una sesión de antiguas películas familiares en super 8 mm. Claro, la familia no era la ‘tia Julita’ ni la abuela ‘Pilar’, se trataba de los duques de Montpensier , los Orleans- Borbón o la reina Victoria Eugenia en escenas familiares pero regias. Todo un documento histórico ofrecido en un escenario distinguido con ambiente hogareño. Una inusual experiencia. Pero las películas domésticas en super 8 mm, de esa época, están hechas a golpe de mano con brusco ajetreo y las imágenes se mueven en una cierta vibración visual, se suceden como a pequeños trompicones, movimientos constantes que empezaron a producirme un cierto mareo. La Princesa y el Duque estaban disfrutando enormemente reconociendo a sus antepasados y explicando a sus invitados quien es quien y de qué momento histórico-familiar se trataba, los demás presentes en silencio muy concentrados mientras que mi incipiente mareo avanzaba in crescendo, a pasos agigantados, poniéndome en una violenta situación al tratar de controlar las náuseas amenazantes y no atreverme a quebrar aquella elevada atmósfera. Los finos me habían sentado fatal.
Mi momento se puso peliagudo y no tuve más remedio que interrumpir esa escena tan noble y familiar para pedir con cierta urgencia la dirección del cuarto de baño. Las pequeñas hijas de estos jóvenes aristócratas, llamadas Sol y Luna, también estaban presentes participando de la velada así que la Princesa-madre le pidió a la hija Sol que me acompañara. La niñita me cogió de la mano para llevarme a mi anhelado destino, pero el cuarto de baño no estaba en la segunda puerta a la derecha, la niña me iba arrastrando por un salón y otro salón y otro salón más, todos enormes, grandes estancia sin fin. El vómito estaba a punto de traspasar la glotis, mi situación era crítica pero me parecía horriblemente desconsiderado y vergonzoso vomitar en una de aquellas valiosas alfombras, así que en un análisis rápido consideré que sería mucho más discreto expulsar aquello que pujaba por salir a toda costa de mi estómago en alguno de los grandes jarrones de Sèvres que adornaban los entredós de los salones. La niña Sol tiraba de mi mano mientras yo buscaba afanosamente el siguiente jarrón. A duras penas retenía el vómito que ya había alcanzado la boca cuando felizmente llegamos al ansiado cuarto de baño. La niña me dejó allí y se marchó rápidamente. Yo me despaché a gusto vaciando todo aquel revoltillo interior en el sitio adecuado, pero seguía con el mareo de los royals bailando en la pantalla. Me vi incapaz de deshacer lo andando a través de los múltiples salones (confieso que imperó la vergüenza de tener que dar explicaciones de un acto tan prosaico e inelegante) así que le dije al mayordomo, que apareció de pronto como de la nada, que me disculpara con los señores pero que tenía que irme. Y, así, desaparecí de la ilustre escena, hice ‘mutis por el foro’. Toda mareada, dando tumbos, volví a mi apartamento sin dar explicaciones ni agradecer ni despedirme de los Grandes Señores.
El Duque, naturalmente, se molestó bastante a pesar de que salvé sus magníficas alfombras y sus valiosos jarrones de mis concentrados gástricos, claro que como él no tenía idea de mi hazaña me atribuyó una gran descortesía y por supuesto malísima educación. Yo quedé mal pero tampoco le hice quedar bien al Duque ante sus allegados por tener una socia tan impropia. Una desagradable consecuencia del famoso fino andaluz.
Lo pude arreglar en parte pero ya no fue lo mismo. Al Duque se le quedó un cierto resentimiento, que creció alimentado,supongo,por su augusta Señora Princesa de Orleans-Borbón. Finalmente mi socio, Ignacio Medina, duque de Segorbe, rompió nuestra relación profesional.
La dignidad es la dignidad. Y para las dignidades de un noble que lleva el gesto ancestral de la aristocracia como el baluarte más significativo de su vida, una actitud tan indigna como la mía de marearse ante el revival de la familia real y no saber guardar las formas adecuadas en la elevada y exclusiva situación brindada, aunque fuera como secuela del auténtico fino de Jerez, es absolutamente inadmisible.
Como dije al principio, he recordado esta anécdota al leer el actual episodio del duque de Segorbe con sus jóvenes sobrinos. Muchos títulos a repartir y mucha tradición que preservar. Imagino que el Duque se considera, como ‘el último mohicano’, el último representante de las nobles dignidades arraigadas en el linaje familiar, y que los jóvenes y modernos hijos de sus fallecidos hermanos no saben de estas cosas, van por otros caminos y valores. Imagino que imagina que sólo él sabe preservar los bienes y los valores de la estirpe, por eso los ha echado.
Las herencias, grandes y pequeñas, casi siempre acaban rompiendo a las familias. Una vez alguien afeado por manipular a su favor la herencia de sus hermanos se justificó diciendo “las cosas de herencias son así”, y zanjó con esta lapidaria frase su estafa fraternal. Así son las cosas.
O témpora o mores






