Dos cuentos para la invención de la realidad
![[Img #52358]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2021/5123_dsc_1874.jpg)
Mersault y la metafísica
Acababa de terminar el primer capítulo de mi nueva novela. En el segundo, Mersault, el protagonista, iba a encontrarse con… El inusual calor de aquella primavera me estaba agobiando hasta límites extremos. Había ocasiones en que llegué a pensar que perdería el conocimiento. Por eso decidí ir a la casa de baños del puerto de Argel a refrescarme, a pesar de que me encontraba en París. Nadando me dirigí hacia la primera boya, me tumbaría en ella, descansaría y de regreso me dirigiría al café de Celeste a tomar algo frío. A unos metros de alcanzarla divisé a una pareja. Conforme fue disminuyendo la distancia reconocí a mi prometida Marie. Estaba tumbada boca arriba con los ojos cerrados. Sobre su vientre se posaba la cabeza de un hombre, cuyo espeso y graso cabello era acariciado lentamente por los dedos de ella. Cambié el estilo de crol por el de braza para hacer menos ruido y poder acercarme aún más sin interrumpirlos. Tuve que aproximarme aún más para ver si me era conocido. Al principio pensé que el intenso sol y el balanceo de la boya distorsionaban mi apreciación. ¡No podía ser, de ninguna manera! Di una vuelta alrededor, lo más cerca que me permitió la discreción para asegurarme de que no era quien era. Pero… ¡Sí, definitivamente era Mersault! ¿Cómo se habrían conocido? Me pregunté henchido de rencor y celos.
No podía permitir esa relación. La amaba con toda el alma. Mi relación con ella no podía terminar así, con Marie en brazos de un… de un… Aunque tampoco era conveniente montar una escena de novio despechado, sería contraproducente, solo conseguiría que se distanciara de mí y se acercara más a… al otro. Sin embargo algo tenía que hacer si no quería verme relegado a la irrelevancia, y por último abandonado. No podía dejar que aquellos arrumacos de amantes furtivos me trastornaran, me cegaran el pensamiento. Aunque bien mirado, la absurda personalidad de Mersault se interpondría entre ambos, y acabaría por intoxicar tarde o temprano la placidez de la que ahora gozaban. Sin embargo, los labios locos de la bellísima Marie, sus apasionados ojos negros meridionales recién arrancados a las entrañas de la tierra y su pequeño y flexible cuerpo broncíneo, depositario de mil y una noches de tesoros, serían capaces de convertir al incrédulo Mersault en un metafísico. Así es que no podía confiar en que el carácter de este saliera vencedor para provecho mío.
Me zambullí bajo las olas y buceé hasta que mis pulmones se quedaron sin aire. Emergí a la distancia suficiente para que no pudieran distinguir mi rostro si se levantaran, en cuyo caso contrario los pondría en alerta ante mi posible venganza. Nadé y nadé como un poseso hacia la orilla. Cuanto más densa era la urdimbre de mi plan, que crecía a una velocidad de psicópata, más prisa tenía por llegar a mi estudio.
Antes de confinarme en mi habitación del Hotel du Poirier en Montmartre, me proveí de un buen cargamento de cigarrillos, papel y tinta. Me senté en el escritorio y escribí con saña, sin reparos morales. Había que destruir a Mersault por dentro y por fuera lo antes posible, antes de que se me escapara el control sobre los personajes y perdiera a Marie. Escribí y escribí, con la rabia que me otorgaba mi orgullo herido. Transcurrían las páginas y no veía llegado el día en que la cabeza de aquel traidor rodara por los suelos. Además, lo sometería a la humillante aceptación propia de su aciago destino. Por fin, a principios de mayo asistí a su ejecución escribiendo “Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, no me queda más que desear en el día de mi ejecución la presencia de muchos espectadores que me acojan con gritos de odio.”
Puse punto y final y telefoneé a Marie. Le dije que me esperara en el Café de Flore de Saint-Germain a las cinco de la tarde. Mientras tomaba asiento a su lado, antes de besarla, le pregunté por Mersault. Después del beso me contestó, sorprendida por la expectación de mi rostro ante la respuesta inminente, que no conocía a ningún Mersault. Lancé un suspiro reconfortante y la abracé con todas mis fuerzas. “Ya lo conocerás”, le dije sonriendo con malicia cuando me separé de ella. Y continuamos nadando hasta la boya, donde ella se tumbaría boca arriba, cerraría los ojos y yo apoyaría mi cabeza sobre su tostado vientre terso.
![[Img #52357]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2021/374_dsc_1482.jpg)
Escorpo
La arqueóloga Eulalia Mateus, directora de la nueva excavación situada en las proximidades de Mérida, sabía que la paciencia debía ser una de las virtudes indispensables de su oficio. Sin embargo, después de varios meses, tras haber hecho varias catas en distintas localizaciones del terreno, su equipo solo había descubierto los cimientos mínimos de una casa romana del siglo I d. C. Nada auguraba que fueran a encontrar restos de mosaicos u objetos de algún valor, pues todo apuntaba a que la casa había pertenecido a un propietario humilde.
A mediados de agosto informó a sus superiores del estado de las prospecciones llevadas a cabo hasta el momento, a petición del jefe del Departamento de Arqueología, quien le dio de plazo hasta finales de mes, para determinar si se continuaba con el proyecto, o por el contrario soterrar los escasos vestigios aflorados, y abandonarlo en razón de su escasa relevancia.
El penúltimo día del mes, fijado como fecha límite para seguir cavando, la doctora Mateus se dio el capricho de ordenar a los becarios y voluntarios, que hundieran sus picos y rasquetas al azar, donde su instinto de zahoríes les señalara. Pero como era de suponer, el atardecer se les vino encima sin un solo indicio que cambiara el triste destino del yacimiento, por lo cual les conminó a que se marcharan a descansar. Al día siguiente habrían de tirar de pala para enterrar los exiguos restos, y así preservarlos de la erosión, o tal vez de la rapiña indiscriminada.
Cuando no hubo quedado nadie más que ella en el recinto acotado, recorrió cada una de las áreas escrutadas como un sabueso desesperado. La derrota, que como es bien sabido extenúa cuerpo y mente, hizo que se sentara, para fortuna suya, sobre un pequeño montón de tierra removida, que una estudiante de la Universidad de Sevilla había acumulado tras abrir un corte donde se suponía que debía estar la caballeriza. Era este un lugar en el que a nadie se le hubiera ocurrido arañar un solo centímetro de superficie por su nulo interés. Desde aquella altura pudo observar que Livia había retirado material de manera simétrica, a un lado y a otro, dejando en medio una lengua de tierra intacta. Le extrañó tanto la gratuidad de la maniobra, que se propuso inspeccionar ambas secciones con más detenimiento. En la de la derecha, la más próxima a ella, los dorados y oblicuos rayos del sol iluminaban un cambio de color en el mineral al descubierto. Se levantó y comprobó que en el otro lado, a la misma altura, ocurría lo mismo. Sin pensárselo, tomó una rasqueta y, antes de comenzar a hurgar en uno de los laterales, tocó con la punta metálica para comprobar la dureza. Sintió en sus dedos una resistencia sólida en un punto, de modo que escarbaría en torno al mismo. No había duda, allí había algo semiesférico de piedra, tallado por mano humana, en vista de su perfección pulimentada. Retiró más cascajo y limpió con la escobilla. Ya no ofrecía duda, lo que tenía ante sí era el ojo de un caballo que, a juzgar por su tamaño, pertenecía a una escultura de tamaño natural. Entusiasmada, procedió a liberarla de la oscuridad, al menos lo suficiente como para tomar unas fotografías que sirvieran de prueba para renovar el permiso de excavación. Además, si la figura estaba completa no le daría tiempo a dejarla al aire por completo. Aun así continuó con la labor, a pesar de que la tarde se extinguía y pronto la única luz había de proporcionársela los reflejos de la luna nueva. Desenterró la hermosa cabeza y siguió despejando de escoria al equino por la línea que marcaba la crin, con el propósito de llegar al lomo, del que había desaparecido el jinete, pues solo quedaba el agujero de unión entre uno y otro. Se preguntó quién sería. Tal vez en la guarnición encontraría algún detalle que le suministrara información del animal o su dueño. Regresó así a la cabeza, que ya apenas era una sombra incipiente en los comienzos de la noche. La vista de nada le serviría para apurar sus pesquisas, así que aplicó sus dedos a cada centímetro, en un último intento por averiguar algo más. Llegó a la muserola, esa parte de la brida situada en el hocico, sobre la nariz. Se topó con unas pequeñas hendiduras. Al principio no les dio importancia, hasta que pocos segundos después creyó identificar aquellas marcas como caracteres de un alfabeto. Se escupió en las yemas de los dedos para limpiarlos y aumentar su sensibilidad. De esta manera consiguió leer la palabra “Andremón”, que nada le dijo en primera instancia. Pero no se conformó con ese primer barrido de su voluntad en la memoria. En un segundo esfuerzo recordó que Andremón había sido un legendario caballo que perteneció al auriga romano Flavio Escorpo, nacido en Hispania en el siglo I d. C. y que llegó a ser uno de los más famosos.
El cielo estrellado y la luna ascendiendo en el cielo la transportaron a un tiempo mítico, en el que nada estaba sometido a los rigores de la caducidad. Se sintió partícipe del alma intemporal que albergaba aquella obra. Acercó su mejilla a un lado de la cabeza y la abrazó con la pasión de quien no duda del calor que emana el objeto amado. Y en efecto, la energía cálida de un latido se expandió desde el mármol a su epidermis. Se estremeció y se apartó asustada, a pesar de complacida. A un palmo del carrillo derecho, se percató de que el globo del ojo estaba abandonando el color blanco y viraba hacia un color oscuro, que no tardó en llegar a un negro intenso de azabache pulido, además de abjurar de su naturaleza pétrea a favor de una noble y vigorosa fragilidad. Un reflejo lunar le otorgó la vitalidad que aún le faltaba. De este modo, aquel hemisferio de materia inerte se transmutó en un orbe que cobró vida ante sus atónitos ojos. No se podía decir que Andremón la estuviera mirando. Por el contrario, dicha alteración tenía por objeto que ella mirara dentro de aquel universo. Eulalia quedó absorta en la profundidad de aquel lucero, cada vez más grande dentro de su propia retina, de sus neuronas, de su alma.
La espesura de los humores vítreos en los que se vio inmersa, como si toda ella al completo se hubiera abismado dentro, fue aligerándose hasta encontrarse en un espacio diáfano a modo de teatro bajo un cielo límpido, que luego identificó como un diorama confuso recortado sobre siluetas informes. Este escenario indefinido empezó a transformarse lentamente en el diorama estático y silencioso de una cuadriga, dirigida por un auriga con las riendas de los cuatro corceles en una mano y una larga vara terminada en un espolón de metal en la otra. A continuación, el mismo éter, plegándose sobre sí mismo innumerables veces, fue rellenando los alrededores con un suelo de arena húmeda, unas gradas de circo, espectadores silentes… Las pupilas de Eulalia fueron atraídas hacia el lomo de una criatura voladora, desde el cual pudo presenciar una carrera de cuadrigas en el Circo Máximo de Roma desde múltiples puntos de vista. El tiempo detenido correspondía a la última vuelta de las siete, pues el contador con sus siete delfines agachados así lo atestiguaba. La segunda cuadriga le pisaba los talones a la primera, situada esta cerca del muro de giro de la meta Murciae, mientras que las demás estaban a considerable distancia. La indumentaria verde de Escorpo, correspondiente a la facción imperial, fulgía en medio del ensordecedor vocerío. Desde el emperador Domiciano en su tribuna hasta el más humilde de los palafreneros y asistentes de toda clase y condición gritaban desaforados, enardecidos, cuando el carro de la facción veneciana, con su jinete vestido de color azul, casi se emparejó al de Flavio. Sabía que la única posibilidad de ganarle era ceñirse tanto como pudiera a su oponente, y empujarlo contra el muro de giro, de lo contrario tendría que abrirse y perder un terreno que ya no podría recuperar. Escorpo, aunque temía la pérfida maniobra de aquel, quiso apurar con su rueda izquierda toda la mínima distancia que lo separaba del muro, incluso llegar a lamerlo, como hizo en otras ocasiones, para distanciarse lo más posible de su competidor. Pero no contó con que los caballos del otro, en un agónico esfuerzo, atenazados por el severo castigo que le infligía el auriga, llevaran su rueda hasta tocar la suya y desplazarlo contra el inamovible muro de giro, rematado por sus tres obeliscos. El carro se desequilibró y saltó por los aires tironeado por los cuatro caballos. El graderío bramó puesto en pie, los apostantes de uno celebrándolo de alegría y los del otro lamentándolo, así como los desinteresados partidarios de uno y otro auriga, pero todos entusiasmados con la tragedia, mujeres, niños y ancianos, patricios y plebeyos. A Escorpo no le dio tiempo a cortar las riendas atadas a su cintura con el pequeño cuchillo que llevaba al efecto, de suerte que fue arrastrado y golpeado sin piedad hasta que los cuatro corceles se detuvieron. Flavio quedó agonizante, roto, desmembrado sobre la arena, dando fin a las más de dos mil gloriosas victorias conseguidas a lo largo de sus veintisiete años.
En el postrer segundo de su vida, un rayo de sol que penetró por su único ojo intacto lo condujo a orillas de la Estigia, donde Caronte lo esperaba. No lejos de él se hallaba su amado caballo Andremón, muerto hacía años, no obstante siempre vivo en su memoria. Ante la disyuntiva de ser conducido a la eternidad mansamente, prefirió la audacia de regresar a su infancia hispana a lomos de su fiel compañero. Aunque sabía que allí sería de nuevo esclavo, quizás hasta que la historia volviera a empezar y su padre falleciera, y él fuera vendido a un exauriga de Roma.
Al día siguiente, la doctora Eulalia Mateus se personó de madrugada en el yacimiento, dos horas antes de que llegaran los demás. Debía decidir qué hacer con Andremón, si exponerlo al ludibrio de la Historia y a sus necios cánones, o permitir que continuara alimentando el sueño y la leyenda bajo tierra. Dejó que su corazón tomara todo el protagonismo de la resolución, así que agarró una pala y se dispuso a sepultar, esconder, su preciado tesoro, su precioso amor. Tan concentrada estaba en su cometido, que no vio llegar a Livia, Livia Ruiz Escorpo, quien sin mediar palabra le sonrió cómplice y tomó otra pala para ayudarla.
Coda. Algunos poetas malditos, en su loca fantasía, creen que Flavio Escorpo sigue participando en carreras por los circos de Hispania, con cuyas victorias ha sido condenado por los jueces del Hades a conquistar su libertad hasta la consumación de los tiempos.
Mersault y la metafísica
Acababa de terminar el primer capítulo de mi nueva novela. En el segundo, Mersault, el protagonista, iba a encontrarse con… El inusual calor de aquella primavera me estaba agobiando hasta límites extremos. Había ocasiones en que llegué a pensar que perdería el conocimiento. Por eso decidí ir a la casa de baños del puerto de Argel a refrescarme, a pesar de que me encontraba en París. Nadando me dirigí hacia la primera boya, me tumbaría en ella, descansaría y de regreso me dirigiría al café de Celeste a tomar algo frío. A unos metros de alcanzarla divisé a una pareja. Conforme fue disminuyendo la distancia reconocí a mi prometida Marie. Estaba tumbada boca arriba con los ojos cerrados. Sobre su vientre se posaba la cabeza de un hombre, cuyo espeso y graso cabello era acariciado lentamente por los dedos de ella. Cambié el estilo de crol por el de braza para hacer menos ruido y poder acercarme aún más sin interrumpirlos. Tuve que aproximarme aún más para ver si me era conocido. Al principio pensé que el intenso sol y el balanceo de la boya distorsionaban mi apreciación. ¡No podía ser, de ninguna manera! Di una vuelta alrededor, lo más cerca que me permitió la discreción para asegurarme de que no era quien era. Pero… ¡Sí, definitivamente era Mersault! ¿Cómo se habrían conocido? Me pregunté henchido de rencor y celos.
No podía permitir esa relación. La amaba con toda el alma. Mi relación con ella no podía terminar así, con Marie en brazos de un… de un… Aunque tampoco era conveniente montar una escena de novio despechado, sería contraproducente, solo conseguiría que se distanciara de mí y se acercara más a… al otro. Sin embargo algo tenía que hacer si no quería verme relegado a la irrelevancia, y por último abandonado. No podía dejar que aquellos arrumacos de amantes furtivos me trastornaran, me cegaran el pensamiento. Aunque bien mirado, la absurda personalidad de Mersault se interpondría entre ambos, y acabaría por intoxicar tarde o temprano la placidez de la que ahora gozaban. Sin embargo, los labios locos de la bellísima Marie, sus apasionados ojos negros meridionales recién arrancados a las entrañas de la tierra y su pequeño y flexible cuerpo broncíneo, depositario de mil y una noches de tesoros, serían capaces de convertir al incrédulo Mersault en un metafísico. Así es que no podía confiar en que el carácter de este saliera vencedor para provecho mío.
Me zambullí bajo las olas y buceé hasta que mis pulmones se quedaron sin aire. Emergí a la distancia suficiente para que no pudieran distinguir mi rostro si se levantaran, en cuyo caso contrario los pondría en alerta ante mi posible venganza. Nadé y nadé como un poseso hacia la orilla. Cuanto más densa era la urdimbre de mi plan, que crecía a una velocidad de psicópata, más prisa tenía por llegar a mi estudio.
Antes de confinarme en mi habitación del Hotel du Poirier en Montmartre, me proveí de un buen cargamento de cigarrillos, papel y tinta. Me senté en el escritorio y escribí con saña, sin reparos morales. Había que destruir a Mersault por dentro y por fuera lo antes posible, antes de que se me escapara el control sobre los personajes y perdiera a Marie. Escribí y escribí, con la rabia que me otorgaba mi orgullo herido. Transcurrían las páginas y no veía llegado el día en que la cabeza de aquel traidor rodara por los suelos. Además, lo sometería a la humillante aceptación propia de su aciago destino. Por fin, a principios de mayo asistí a su ejecución escribiendo “Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, no me queda más que desear en el día de mi ejecución la presencia de muchos espectadores que me acojan con gritos de odio.”
Puse punto y final y telefoneé a Marie. Le dije que me esperara en el Café de Flore de Saint-Germain a las cinco de la tarde. Mientras tomaba asiento a su lado, antes de besarla, le pregunté por Mersault. Después del beso me contestó, sorprendida por la expectación de mi rostro ante la respuesta inminente, que no conocía a ningún Mersault. Lancé un suspiro reconfortante y la abracé con todas mis fuerzas. “Ya lo conocerás”, le dije sonriendo con malicia cuando me separé de ella. Y continuamos nadando hasta la boya, donde ella se tumbaría boca arriba, cerraría los ojos y yo apoyaría mi cabeza sobre su tostado vientre terso.
Escorpo
La arqueóloga Eulalia Mateus, directora de la nueva excavación situada en las proximidades de Mérida, sabía que la paciencia debía ser una de las virtudes indispensables de su oficio. Sin embargo, después de varios meses, tras haber hecho varias catas en distintas localizaciones del terreno, su equipo solo había descubierto los cimientos mínimos de una casa romana del siglo I d. C. Nada auguraba que fueran a encontrar restos de mosaicos u objetos de algún valor, pues todo apuntaba a que la casa había pertenecido a un propietario humilde.
A mediados de agosto informó a sus superiores del estado de las prospecciones llevadas a cabo hasta el momento, a petición del jefe del Departamento de Arqueología, quien le dio de plazo hasta finales de mes, para determinar si se continuaba con el proyecto, o por el contrario soterrar los escasos vestigios aflorados, y abandonarlo en razón de su escasa relevancia.
El penúltimo día del mes, fijado como fecha límite para seguir cavando, la doctora Mateus se dio el capricho de ordenar a los becarios y voluntarios, que hundieran sus picos y rasquetas al azar, donde su instinto de zahoríes les señalara. Pero como era de suponer, el atardecer se les vino encima sin un solo indicio que cambiara el triste destino del yacimiento, por lo cual les conminó a que se marcharan a descansar. Al día siguiente habrían de tirar de pala para enterrar los exiguos restos, y así preservarlos de la erosión, o tal vez de la rapiña indiscriminada.
Cuando no hubo quedado nadie más que ella en el recinto acotado, recorrió cada una de las áreas escrutadas como un sabueso desesperado. La derrota, que como es bien sabido extenúa cuerpo y mente, hizo que se sentara, para fortuna suya, sobre un pequeño montón de tierra removida, que una estudiante de la Universidad de Sevilla había acumulado tras abrir un corte donde se suponía que debía estar la caballeriza. Era este un lugar en el que a nadie se le hubiera ocurrido arañar un solo centímetro de superficie por su nulo interés. Desde aquella altura pudo observar que Livia había retirado material de manera simétrica, a un lado y a otro, dejando en medio una lengua de tierra intacta. Le extrañó tanto la gratuidad de la maniobra, que se propuso inspeccionar ambas secciones con más detenimiento. En la de la derecha, la más próxima a ella, los dorados y oblicuos rayos del sol iluminaban un cambio de color en el mineral al descubierto. Se levantó y comprobó que en el otro lado, a la misma altura, ocurría lo mismo. Sin pensárselo, tomó una rasqueta y, antes de comenzar a hurgar en uno de los laterales, tocó con la punta metálica para comprobar la dureza. Sintió en sus dedos una resistencia sólida en un punto, de modo que escarbaría en torno al mismo. No había duda, allí había algo semiesférico de piedra, tallado por mano humana, en vista de su perfección pulimentada. Retiró más cascajo y limpió con la escobilla. Ya no ofrecía duda, lo que tenía ante sí era el ojo de un caballo que, a juzgar por su tamaño, pertenecía a una escultura de tamaño natural. Entusiasmada, procedió a liberarla de la oscuridad, al menos lo suficiente como para tomar unas fotografías que sirvieran de prueba para renovar el permiso de excavación. Además, si la figura estaba completa no le daría tiempo a dejarla al aire por completo. Aun así continuó con la labor, a pesar de que la tarde se extinguía y pronto la única luz había de proporcionársela los reflejos de la luna nueva. Desenterró la hermosa cabeza y siguió despejando de escoria al equino por la línea que marcaba la crin, con el propósito de llegar al lomo, del que había desaparecido el jinete, pues solo quedaba el agujero de unión entre uno y otro. Se preguntó quién sería. Tal vez en la guarnición encontraría algún detalle que le suministrara información del animal o su dueño. Regresó así a la cabeza, que ya apenas era una sombra incipiente en los comienzos de la noche. La vista de nada le serviría para apurar sus pesquisas, así que aplicó sus dedos a cada centímetro, en un último intento por averiguar algo más. Llegó a la muserola, esa parte de la brida situada en el hocico, sobre la nariz. Se topó con unas pequeñas hendiduras. Al principio no les dio importancia, hasta que pocos segundos después creyó identificar aquellas marcas como caracteres de un alfabeto. Se escupió en las yemas de los dedos para limpiarlos y aumentar su sensibilidad. De esta manera consiguió leer la palabra “Andremón”, que nada le dijo en primera instancia. Pero no se conformó con ese primer barrido de su voluntad en la memoria. En un segundo esfuerzo recordó que Andremón había sido un legendario caballo que perteneció al auriga romano Flavio Escorpo, nacido en Hispania en el siglo I d. C. y que llegó a ser uno de los más famosos.
El cielo estrellado y la luna ascendiendo en el cielo la transportaron a un tiempo mítico, en el que nada estaba sometido a los rigores de la caducidad. Se sintió partícipe del alma intemporal que albergaba aquella obra. Acercó su mejilla a un lado de la cabeza y la abrazó con la pasión de quien no duda del calor que emana el objeto amado. Y en efecto, la energía cálida de un latido se expandió desde el mármol a su epidermis. Se estremeció y se apartó asustada, a pesar de complacida. A un palmo del carrillo derecho, se percató de que el globo del ojo estaba abandonando el color blanco y viraba hacia un color oscuro, que no tardó en llegar a un negro intenso de azabache pulido, además de abjurar de su naturaleza pétrea a favor de una noble y vigorosa fragilidad. Un reflejo lunar le otorgó la vitalidad que aún le faltaba. De este modo, aquel hemisferio de materia inerte se transmutó en un orbe que cobró vida ante sus atónitos ojos. No se podía decir que Andremón la estuviera mirando. Por el contrario, dicha alteración tenía por objeto que ella mirara dentro de aquel universo. Eulalia quedó absorta en la profundidad de aquel lucero, cada vez más grande dentro de su propia retina, de sus neuronas, de su alma.
La espesura de los humores vítreos en los que se vio inmersa, como si toda ella al completo se hubiera abismado dentro, fue aligerándose hasta encontrarse en un espacio diáfano a modo de teatro bajo un cielo límpido, que luego identificó como un diorama confuso recortado sobre siluetas informes. Este escenario indefinido empezó a transformarse lentamente en el diorama estático y silencioso de una cuadriga, dirigida por un auriga con las riendas de los cuatro corceles en una mano y una larga vara terminada en un espolón de metal en la otra. A continuación, el mismo éter, plegándose sobre sí mismo innumerables veces, fue rellenando los alrededores con un suelo de arena húmeda, unas gradas de circo, espectadores silentes… Las pupilas de Eulalia fueron atraídas hacia el lomo de una criatura voladora, desde el cual pudo presenciar una carrera de cuadrigas en el Circo Máximo de Roma desde múltiples puntos de vista. El tiempo detenido correspondía a la última vuelta de las siete, pues el contador con sus siete delfines agachados así lo atestiguaba. La segunda cuadriga le pisaba los talones a la primera, situada esta cerca del muro de giro de la meta Murciae, mientras que las demás estaban a considerable distancia. La indumentaria verde de Escorpo, correspondiente a la facción imperial, fulgía en medio del ensordecedor vocerío. Desde el emperador Domiciano en su tribuna hasta el más humilde de los palafreneros y asistentes de toda clase y condición gritaban desaforados, enardecidos, cuando el carro de la facción veneciana, con su jinete vestido de color azul, casi se emparejó al de Flavio. Sabía que la única posibilidad de ganarle era ceñirse tanto como pudiera a su oponente, y empujarlo contra el muro de giro, de lo contrario tendría que abrirse y perder un terreno que ya no podría recuperar. Escorpo, aunque temía la pérfida maniobra de aquel, quiso apurar con su rueda izquierda toda la mínima distancia que lo separaba del muro, incluso llegar a lamerlo, como hizo en otras ocasiones, para distanciarse lo más posible de su competidor. Pero no contó con que los caballos del otro, en un agónico esfuerzo, atenazados por el severo castigo que le infligía el auriga, llevaran su rueda hasta tocar la suya y desplazarlo contra el inamovible muro de giro, rematado por sus tres obeliscos. El carro se desequilibró y saltó por los aires tironeado por los cuatro caballos. El graderío bramó puesto en pie, los apostantes de uno celebrándolo de alegría y los del otro lamentándolo, así como los desinteresados partidarios de uno y otro auriga, pero todos entusiasmados con la tragedia, mujeres, niños y ancianos, patricios y plebeyos. A Escorpo no le dio tiempo a cortar las riendas atadas a su cintura con el pequeño cuchillo que llevaba al efecto, de suerte que fue arrastrado y golpeado sin piedad hasta que los cuatro corceles se detuvieron. Flavio quedó agonizante, roto, desmembrado sobre la arena, dando fin a las más de dos mil gloriosas victorias conseguidas a lo largo de sus veintisiete años.
En el postrer segundo de su vida, un rayo de sol que penetró por su único ojo intacto lo condujo a orillas de la Estigia, donde Caronte lo esperaba. No lejos de él se hallaba su amado caballo Andremón, muerto hacía años, no obstante siempre vivo en su memoria. Ante la disyuntiva de ser conducido a la eternidad mansamente, prefirió la audacia de regresar a su infancia hispana a lomos de su fiel compañero. Aunque sabía que allí sería de nuevo esclavo, quizás hasta que la historia volviera a empezar y su padre falleciera, y él fuera vendido a un exauriga de Roma.
Al día siguiente, la doctora Eulalia Mateus se personó de madrugada en el yacimiento, dos horas antes de que llegaran los demás. Debía decidir qué hacer con Andremón, si exponerlo al ludibrio de la Historia y a sus necios cánones, o permitir que continuara alimentando el sueño y la leyenda bajo tierra. Dejó que su corazón tomara todo el protagonismo de la resolución, así que agarró una pala y se dispuso a sepultar, esconder, su preciado tesoro, su precioso amor. Tan concentrada estaba en su cometido, que no vio llegar a Livia, Livia Ruiz Escorpo, quien sin mediar palabra le sonrió cómplice y tomó otra pala para ayudarla.
Coda. Algunos poetas malditos, en su loca fantasía, creen que Flavio Escorpo sigue participando en carreras por los circos de Hispania, con cuyas victorias ha sido condenado por los jueces del Hades a conquistar su libertad hasta la consumación de los tiempos.