Tomás Néstor Martínez
Domingo, 17 de Enero de 2021

Elena Santiago con 'Ángeles oscuros' crea un pueblo de cine: Veguellina de Órbigo

 

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Hay pueblos, territorios y gente que llevan la magia como equipaje; otros la van consiguiendo con el andar del tiempo; no pocos quedan a la espera de la venta de mitologías que los salve.

 

La Mancha, Macondo, Comala, Celama, Región. Cervantes, García Márquez, Rulfo, Luis Mateo, Benet. Espacios rurales, páramos y ámbitos. Escritores cuyos textos desvelan y hacen ver lo escondido maravilloso que puede ocultarse tras lo común.

 

Desde su memoria de niña recuerda Elena Santiago el paso de vidas corrientes en un pequeño territorio rural muy alejado de aquellos; sin embargo, aquí, al confluir vidas y aconteceres en otras vidas, Elena va (re)construyendo una época y un pueblo en el que descubre otra realidad tras lo cotidiano. Aprovechando una lluvia de imaginación, con el temblor de lo visto y la sensibilidad en punta abre sus puertas a esa riqueza memoriada para (re)crear un pueblo, el suyo, con apariencia de lugar común como tantos otros, pero con gente real que por momentos supera lo esperado o vive aconteceres que alcanzan una incredulidad, limitada entre lo habitual y lo desbordante. Veguellina, gente común mudada por la magia de la literatura en personajes y Elena Santiago que es capaz de detener y recuperar en Ángeles oscuros un tiempo que podría estar ya borrado y caído en la desmemoria; ella imagina como pocos qué permanece oculto tras ese escaparate del día a día. Ángeles oscuros no es territorio donde revolotean seres celestiales y mofletudos, necios de luz perdida ni coloreados en estampas. Pepe Soto, Pepe Matalobos, Antonio el gitano, o Agustina ponen cara a aquellos espíritus. Vienen disfrazados de mendigos para comprobar si la gente es buena y generosa. Ellos y tantos otros que intentan que su vida semeje un paraíso duradero, aunque lo sepan fugaz, irán pasando por las calles, cantinas, casa e iglesia como puntos cardinales de referencia y orientación.

 

 

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Pasen y lean…

   

Eran años en que el río Órbigo andaba confundido creyéndose casi un mar, y en invierno se desbocaba; los vecinos, entre el desconcierto y el pasmo, “acabarían quedándose de tan morados de susto, azulinos”, sentenciaba Leoncio el del bar. Para defenderse decidieron levantar un muro de tierra como retención, El Cervigal; desde ahí, llegado el desbordamiento, observaban la rebeldía de las aguas. ¿Acaso se ponen enfermos los ríos? Enloquecido, en invierno el Órbigo se salía de la corriente acostumbrada. En verano, sin embargo, río dócil de aguas transparentes.

 

Encontrar por la calle con paso lento a Amalia, menuda, envuelta en su toquilla y sorda de verdad, era frecuente. Acompañada con su cesto, vendía  por las casas, también en la de Elena, huevos milagrosos de gallinas golosinas. ¡Ya comenzaba la publicidad! Antes de regresar a su casa, perdía la sordera en la cantina de Elisa y Anastasio; era aquel un rincón para descansar penalidades y fatigas del alma y del cuerpo; como alivio, o ‘sacramento’ diría algún parroquiano, tomaba un ‘tentén’ de orujo. De vez en cuando, allí mismo había voces que recordaban, increíble, el día de niebla cerrada en que Antón salió de su casa y no acertaba a regresar; la habían trasladado de lugar, se lamentaba; bien entrada la noche, por fin, la encontró; al llegar, oía a su esposa, “Me lo ha matado la niebla”. Quizás había andado de compras por alguna de las tiendas del pueblo, El Buen Gusto, El Zamorano, El Desengaño, la tienda de Seco, la de Ernestina o la del señor Vi(c)torino o se habría detenido en el puesto de ¿chucherías? de Tresperrinas. ¿Varado acaso en el café de Ruperto?

 

Durante las noches interminables de invierno, seguramente, se pegaba la hebra recordando el viaje de Mateo, un antepasado de Elena Santiago, a Tierra Santa. De Veguellina había salido un 6 de diciembre de 1864; tras muchas penalidades y, recorridos catorce mil ciento treinta y seis kilómetros, de los cuales tres mil quinientos a pie, regresó el 2 de noviembre de 1865.

 

 

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Se repasaban asuntos no menores, como la llegada del cine y las películas. “El cine machacó algunas purezas, que más de uno lo dijo. Y engendró algunos habitantes”. Aseguraban los contertulios. Amelia, soltera con novio, “pensaba que había sido fecundada mientras veía a Gary Cooper en “El canto del lobo”. El novio, más avezado, decidió no ir en busca de ese tal Gary para pedir explicaciones. Era evidente, comentaban entre aspavientos e ironía, que “aquellos amores transidos de pasión,… aceleraban la carne”. De ahí, se pasaba a Severina y los golondrinos que le crecían bajo el brazo; ni piaban ni tenían nido; solo necesitaban penicilina.

 

¡Y quedaban tantas historias…!

 

Hora, moza conocida en el pueblo por preguntar constantemente la hora, y Tinino, novios y con planes, siempre daban que hablar. Él desapareció del pueblo para triunfar en Ponferrada, “ciudad caudal”, en el Cascabel, bar del mal, de mujeres desabotonadas de cuerpo. La boda sería al regreso del novio bien ahorrado en dineros. Sábanas bordadas a la espera. Escribir cartas, le había dicho a Hora antes de su marcha, era complicado para él porque se le caían las letras de sus dedos resbaladizos. Pasaban los días y Dios seguía dando la luz cada día “y recogía la hora de la tarde”.

     

La puerta a la modernidad se abrió con el cine Gordón, decía Valeriana la Tomillo; el cine dejaría paseando por las calles del pueblo a Greta Garbo, Cary Grant, Errol Flynn, Bette Davis, Concha Piquer, Lola Flores… En las pantallas “Se descubrió que había espías que husmeaban asuntos, curas y obispos incitados por lo terrenal, … ambiciones de vida y muerte”. El domingo los espectadores caían “en hora de encantamiento en la sesión de las cuatro”. Butacas de madera, cacahuetes, apagones repentinos, algarabía entre gritos de protesta. Cuando abrió el cine Apolo, Veguellina pasó a ser Hollywood.

 

En verano las tardes y noches eran inolvidables en la terraza del café de Antonio y Maruja con música de Machín y Manzanero. Días aquellos en los que Aquilino se pavoneaba casi en promoción, “¡Yo puesto en amor, soy un jarabe!”; al relojero le habían quedado minutos azules en los ojos y en “los oídos brizando sonidos de péndulos” hasta que “una mujer en soltería muy detenida miró la misma hora que él y cruzaron las primeras palabras”. ¡Qué días aquellos en los que Martina, confidente y cómplice de Elena y sus hermanos, terminó por reconocer, emocionada, que qué hermosura los besos de cine! “Aquello era besar, y no lo de los pueblos”.

 

 

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“Navegábamos todos en aquel mismo barco que era el pueblo, en un mar que nos sostenía y amparaba a todos. Aunque siempre había algún ahogado”.

 

Faulkner escribía “el pasado nunca muere. Ni siquiera es pasado”. Elena Santiago, conocedora de los pálpitos del tiempo y sus desvaríos, nos ha dejado Ángeles oscuros para que perdure, para que siga viviendo aquel entonces de aquel tiempo.

   

Un magnolio gigante. Cigüeñas. Iglesia con un párroco que llegó a centenario y doblaba las monedas con su dentadura.

    

En Veguellina, el aire y el lenguaje de las campanas también eran de cine.

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