Sonría por favor
![[Img #52437]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2021/701__dsc6422.jpg)
En la última etapa de la España franquista prosperaron eslóganes vitalistas que buscaban la imagen amable de un régimen que nació, vivió y murió tosco. Para los que arrastramos años, la memoria de larga distancia guarda fresca campañas institucionales como aquellas de mantenga limpia España, ¿es éste tu deporte?, España es diferente o sonría, por favor, entre algunas otras.
La última de esta relación resultaba la más chocante. Nos pedía la sonrisa, la mejor prueba de aceptación, un sistema de gobierno de palo y tentetieso, cuando no de supercherías santurronas que viraban a negro pecado cualquier alegría del cuerpo. Debieron tomarnos por masoquistas, o por estúpidos, porque este pueblo tenía entonces una capacidad inagotable para hacer chiste oral de la tosquedad de aquellos mandamases.
Hace solo unos días revisé una de mis películas favoritas, El Nombre de la Rosa, basada en una ficción del genial Umberto Eco. Intelectual adscrito a la nómina de semiólogos o estudiosos, en definición del diccionario de la RAE, de los signos en la vida real. Son tiempos, estos, obligados a poner semiólogos en nuestras vidas. Pero a lo que iba, un film que rompe, junto a otros, muy pocos, la poderosa inclinación de mis preferencias hacia el relato literario del que se sirve el guión cinematográfico. Con esta cinta, la satisfacción por el visionado fue equiparable a la anterior lectura de la novela. Punto de referencia inapelable en este caso fue la coincidencia plena de imaginación sensorial entre cine y literatura. La malignidad que encierra la risa en una etapa de la historia dominada, como toda tiranía sobre las conciencias, por los dogmas eclesiásticos, es la coartada argumental en una puesta en escena realista y sobrecogedora de cómo atrapan a las personas los pensamientos en fanática penumbra.
El humor nunca ha dejado de ser el punzón más hiriente para todo fundamentalismo político o religioso. Los cómicos han sido más perseguidos que los ideólogos por las tiranías de toda laya y condición. Y es que una risotada se rebate muy mal, si es que se puede combatir. Es una mueca o manifestación que oculta multitud de mensajes en el largo trayecto que va de lo placentero a la escocedura. Es un rictus que puede decir todo sin el concurso de las palabras. No hay tirano sin ego y no hay ego plagado de suspicacias que las risas remuevan como vertido de ácido a flor de piel. Escasas acciones políticas tan contundentes como la de este sencillo gesto.
Como he iniciado el escrito en el apoyo de recursos ajenos, no me resisto a la tentación de recurrir a otro. Acabo de cerrar un maravilloso y delicioso libro, El Infinito en un Junco, de Irene Vallejo, un paseo mágico por las vicisitudes del libro en la historia antecesora de la imprenta, en el que tiene su capítulo la literatura o creación humorística de los clásicos y su vinculación a la contemporaneidad. Cierra con esta inquietante cita alusiva a la obra de Eco arriba citada: aquí tropezamos con la paradoja y el drama de la risa: la mejor es aquella que tarde o temprano encuentra enemigos.
La sociedad moderna solo acepta la risa facilona, masificada en lo políticamente correcto y en la brutalidad de la masa. Hay que divertirse (como cabrearse) por decreto. Ha puesto el cartel de censurado a toda temática sensible a colectivos que hoy dominan el cotarro con tics tan dictatoriales como los del franquismo y su cínico sonría, por favor. Por supuesto, barra libre para confrontar con la incorrección oficial. Remedan las inquisitoriales edades media y moderna con el artilugio tecnológico de las redes sociales, tan abrasantes como los autos de fe. El chiste oral es la edición actual del pecado mortal por pensamiento, palabra, obra y omisión, todo en uno; está en permanente estado de sospecha. La ortodoxia de una civilización de la imagen demanda la gracieta animada, aunque aquí, con toda sinceridad, las hay muy hilarantes con frecuencia.
El humor se colorea para identificar sus facetas. Lo hay blanco, inocentón, propio de niños; lo hay negro, porque lo macabro también tiene su aquél; lo hay verde, para nada alusivo a la ecología, sino a lo sexual, que es recurso inagotable; lo hay gris, que da tono de sesera al sarcasmo ; lo hay marrón, porque lo escatológico huele mal, pero se ríe bien. No hay color, pero sí fétido olor, en lo ofensivo y lo inoportuno; estoy convencido de que no tiene cabida en este selecto club.
Iluso sería negar ahora una etapa taciturna, difícil, mucho, para sonreír. Pero antídoto seguro es esa terapia gestual que lo mismo que hace amigos o te desahoga el cuerpo, desarma al oponente, sin hacer drama ni sangre, ante una ofensa. Hacer reír es fuente inagotable de creatividad, aunque dé pie a dobles mensajes llenos de peligro e hipocresía. Una grosería o un desprecio es lo mas contario a los sanos atributos del humor. Pero, aceptar reírse de uno mismo, es el mejor y más seguro atajo, para que nada, ni nadie, se ría de (o por) nosotros.
En la última etapa de la España franquista prosperaron eslóganes vitalistas que buscaban la imagen amable de un régimen que nació, vivió y murió tosco. Para los que arrastramos años, la memoria de larga distancia guarda fresca campañas institucionales como aquellas de mantenga limpia España, ¿es éste tu deporte?, España es diferente o sonría, por favor, entre algunas otras.
La última de esta relación resultaba la más chocante. Nos pedía la sonrisa, la mejor prueba de aceptación, un sistema de gobierno de palo y tentetieso, cuando no de supercherías santurronas que viraban a negro pecado cualquier alegría del cuerpo. Debieron tomarnos por masoquistas, o por estúpidos, porque este pueblo tenía entonces una capacidad inagotable para hacer chiste oral de la tosquedad de aquellos mandamases.
Hace solo unos días revisé una de mis películas favoritas, El Nombre de la Rosa, basada en una ficción del genial Umberto Eco. Intelectual adscrito a la nómina de semiólogos o estudiosos, en definición del diccionario de la RAE, de los signos en la vida real. Son tiempos, estos, obligados a poner semiólogos en nuestras vidas. Pero a lo que iba, un film que rompe, junto a otros, muy pocos, la poderosa inclinación de mis preferencias hacia el relato literario del que se sirve el guión cinematográfico. Con esta cinta, la satisfacción por el visionado fue equiparable a la anterior lectura de la novela. Punto de referencia inapelable en este caso fue la coincidencia plena de imaginación sensorial entre cine y literatura. La malignidad que encierra la risa en una etapa de la historia dominada, como toda tiranía sobre las conciencias, por los dogmas eclesiásticos, es la coartada argumental en una puesta en escena realista y sobrecogedora de cómo atrapan a las personas los pensamientos en fanática penumbra.
El humor nunca ha dejado de ser el punzón más hiriente para todo fundamentalismo político o religioso. Los cómicos han sido más perseguidos que los ideólogos por las tiranías de toda laya y condición. Y es que una risotada se rebate muy mal, si es que se puede combatir. Es una mueca o manifestación que oculta multitud de mensajes en el largo trayecto que va de lo placentero a la escocedura. Es un rictus que puede decir todo sin el concurso de las palabras. No hay tirano sin ego y no hay ego plagado de suspicacias que las risas remuevan como vertido de ácido a flor de piel. Escasas acciones políticas tan contundentes como la de este sencillo gesto.
Como he iniciado el escrito en el apoyo de recursos ajenos, no me resisto a la tentación de recurrir a otro. Acabo de cerrar un maravilloso y delicioso libro, El Infinito en un Junco, de Irene Vallejo, un paseo mágico por las vicisitudes del libro en la historia antecesora de la imprenta, en el que tiene su capítulo la literatura o creación humorística de los clásicos y su vinculación a la contemporaneidad. Cierra con esta inquietante cita alusiva a la obra de Eco arriba citada: aquí tropezamos con la paradoja y el drama de la risa: la mejor es aquella que tarde o temprano encuentra enemigos.
La sociedad moderna solo acepta la risa facilona, masificada en lo políticamente correcto y en la brutalidad de la masa. Hay que divertirse (como cabrearse) por decreto. Ha puesto el cartel de censurado a toda temática sensible a colectivos que hoy dominan el cotarro con tics tan dictatoriales como los del franquismo y su cínico sonría, por favor. Por supuesto, barra libre para confrontar con la incorrección oficial. Remedan las inquisitoriales edades media y moderna con el artilugio tecnológico de las redes sociales, tan abrasantes como los autos de fe. El chiste oral es la edición actual del pecado mortal por pensamiento, palabra, obra y omisión, todo en uno; está en permanente estado de sospecha. La ortodoxia de una civilización de la imagen demanda la gracieta animada, aunque aquí, con toda sinceridad, las hay muy hilarantes con frecuencia.
El humor se colorea para identificar sus facetas. Lo hay blanco, inocentón, propio de niños; lo hay negro, porque lo macabro también tiene su aquél; lo hay verde, para nada alusivo a la ecología, sino a lo sexual, que es recurso inagotable; lo hay gris, que da tono de sesera al sarcasmo ; lo hay marrón, porque lo escatológico huele mal, pero se ríe bien. No hay color, pero sí fétido olor, en lo ofensivo y lo inoportuno; estoy convencido de que no tiene cabida en este selecto club.
Iluso sería negar ahora una etapa taciturna, difícil, mucho, para sonreír. Pero antídoto seguro es esa terapia gestual que lo mismo que hace amigos o te desahoga el cuerpo, desarma al oponente, sin hacer drama ni sangre, ante una ofensa. Hacer reír es fuente inagotable de creatividad, aunque dé pie a dobles mensajes llenos de peligro e hipocresía. Una grosería o un desprecio es lo mas contario a los sanos atributos del humor. Pero, aceptar reírse de uno mismo, es el mejor y más seguro atajo, para que nada, ni nadie, se ría de (o por) nosotros.