Historia mínima para no dormir
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Vivimos anclados a lo que nos da seguridad y nos ofrece certezas que tomamos por sólidas e incuestionables: una patria, unas creencias, religiosas, una ideología, la familia, la red de amigos… cuanto más nos zarandea la realidad, cuando los vendavales de la historia resquebrajan las ramas más firmes a que nos aferramos, el suelo que pisamos, las raíces que nos explican, más nos resistimos a abandonar esas certezas: religión contra el miedo, patria contra el miedo, familia contra el miedo, partido, ciencia, alianzas y grupos contra el miedo. Porque aunque la aventura, la novedad, los retos nos atraen, el miedo puede descomponer en un momento la contundencia de nuestros pasos. A través de ese sentimiento que eriza nuestra mente retrocedemos al primer eslabón de la especie, aquel humano encogido bajo la noche inexplicable, aterrorizado ante el no saber que le estallaba, rugía, crepitaba, temblaba a su alrededor. Ante la muerte misma. Ante el misterio y lo poco que somos solo cabe el miedo.
Yo no sé si es factible combinar la vida mínima de cada uno con la Historia. Quiero decir que ese concepto, ‘la historia’, invita a pronunciarlo con voz de bronce, con empaque de mármol, fijarlo en pergamino, repetirlo en enciclopedias, hacerlo motivo de estudio y debate. Porque decir Historia es consagrar hechos y personajes entre incienso y mirra de importancia, darles marchamo de autenticidad, de heroísmo o santidad para algunos, de maldad o tiranía para demasiados. Sin embargo ¿quién es consciente de que su rutina de ciudadano, el hecho de ir a votar en una fecha determinada, de padecer una inundación, haber sido víctima de una pandemia o atentado terrorista, de que le alcancen una guerra civil, un crack bursátil, la nevada del siglo y en Madrid, de haber vivido a través de la radio el 23 F o en la televisión el momento en que el hombre puso por primera vez el pie en la Luna lo está convirtiendo en involuntario espectador de un hecho histórico?
Somos historia o al menos la seremos en el papel que a cada cual le corresponda. Tanto los anónimos propietarios de las manos que quedaron estampadas en las paredes de una cueva como Asurbanipal; tanto los que empujaron los bloques de piedra que formarían las pirámides como Hernán Cortés, Catalina la Grande o Saladino, los que asaltaron la Bastilla inmersos en una muchedumbre sin nombre ni rostro o Tomás Moro, Alejandro Magno, Billy el Niño. Historia los que en ella ocupan un puesto destacado y todos los demás, sin excepción, a los que nos tocará ser figurantes.
Ahora, de eso no hay duda, estamos atravesando un momento histórico que será analizado en tiempos venideros e interpretado quién sabe con qué tino.
¿Cómo describirán los historiadores del futuro la crisis de la COVID19 y sus repercusiones en todos los órdenes, el aumento de los populismos y el negacionismo de los pilares mismos de la ciencia, el progresivo descrédito de la monarquía en España, la entrada en el gobierno de un partido nacido del 15M y el auge de otro procedente de la caverna más negra, las últimas boqueadas de sostenibilidad ecológica en el planeta, la marea imparable de refugiados sin refugio, el auge del bulo y la desinformación, la escisión del Reino Unido de la UE, el ascenso y caída de Trump con la estrafalaria pero muy preocupante coda capitolina...?
Mientras tanto la mayoría, ajena a esas circunstancias de las que depende ya no solo el mantenimiento del ‘Estado del bienestar’ sino de las mismas libertades y hasta la supervivencia de la raza humana, se manifiesta y clama por su derecho inalienable de seguir llenando bares, restaurantes, discotecas y botellones, se arracima en las ofertas comerciales teledirigidas, se enzarza en batallas mediáticas, en campeonatos de esquí urbano, en expediciones insensatas para ver la nieve o inunda los espacios verdes y las playas en una huida frenética hacia el adelante del egoísmo presentista; deja su huella de basura y esquilma como si no le importara el mañana, el suyo y el de quienes heredarán este hoy que es, claro que es, eslabón de la historia.
Pero la Historia se escribe sola por mucho que le demos la espalda. Se escribe con hambre y exceso, con guerras y enfermedades tanto como con altruismo y momentos de esplendor y bonanza. Con tinta de entusiasmo y creatividad al tiempo que con alquitrán de desidia y manipulación interesada. La Historia no se queda quieta. Y aquí nosotros, mirándola de frente para que no repita sus errores o esquivándola hasta que nos capture de nuevo y nos convierta en polvo de los caminos, fosa y nada.
Vivimos anclados a lo que nos da seguridad y nos ofrece certezas que tomamos por sólidas e incuestionables: una patria, unas creencias, religiosas, una ideología, la familia, la red de amigos… cuanto más nos zarandea la realidad, cuando los vendavales de la historia resquebrajan las ramas más firmes a que nos aferramos, el suelo que pisamos, las raíces que nos explican, más nos resistimos a abandonar esas certezas: religión contra el miedo, patria contra el miedo, familia contra el miedo, partido, ciencia, alianzas y grupos contra el miedo. Porque aunque la aventura, la novedad, los retos nos atraen, el miedo puede descomponer en un momento la contundencia de nuestros pasos. A través de ese sentimiento que eriza nuestra mente retrocedemos al primer eslabón de la especie, aquel humano encogido bajo la noche inexplicable, aterrorizado ante el no saber que le estallaba, rugía, crepitaba, temblaba a su alrededor. Ante la muerte misma. Ante el misterio y lo poco que somos solo cabe el miedo.
Yo no sé si es factible combinar la vida mínima de cada uno con la Historia. Quiero decir que ese concepto, ‘la historia’, invita a pronunciarlo con voz de bronce, con empaque de mármol, fijarlo en pergamino, repetirlo en enciclopedias, hacerlo motivo de estudio y debate. Porque decir Historia es consagrar hechos y personajes entre incienso y mirra de importancia, darles marchamo de autenticidad, de heroísmo o santidad para algunos, de maldad o tiranía para demasiados. Sin embargo ¿quién es consciente de que su rutina de ciudadano, el hecho de ir a votar en una fecha determinada, de padecer una inundación, haber sido víctima de una pandemia o atentado terrorista, de que le alcancen una guerra civil, un crack bursátil, la nevada del siglo y en Madrid, de haber vivido a través de la radio el 23 F o en la televisión el momento en que el hombre puso por primera vez el pie en la Luna lo está convirtiendo en involuntario espectador de un hecho histórico?
Somos historia o al menos la seremos en el papel que a cada cual le corresponda. Tanto los anónimos propietarios de las manos que quedaron estampadas en las paredes de una cueva como Asurbanipal; tanto los que empujaron los bloques de piedra que formarían las pirámides como Hernán Cortés, Catalina la Grande o Saladino, los que asaltaron la Bastilla inmersos en una muchedumbre sin nombre ni rostro o Tomás Moro, Alejandro Magno, Billy el Niño. Historia los que en ella ocupan un puesto destacado y todos los demás, sin excepción, a los que nos tocará ser figurantes.
Ahora, de eso no hay duda, estamos atravesando un momento histórico que será analizado en tiempos venideros e interpretado quién sabe con qué tino.
¿Cómo describirán los historiadores del futuro la crisis de la COVID19 y sus repercusiones en todos los órdenes, el aumento de los populismos y el negacionismo de los pilares mismos de la ciencia, el progresivo descrédito de la monarquía en España, la entrada en el gobierno de un partido nacido del 15M y el auge de otro procedente de la caverna más negra, las últimas boqueadas de sostenibilidad ecológica en el planeta, la marea imparable de refugiados sin refugio, el auge del bulo y la desinformación, la escisión del Reino Unido de la UE, el ascenso y caída de Trump con la estrafalaria pero muy preocupante coda capitolina...?
Mientras tanto la mayoría, ajena a esas circunstancias de las que depende ya no solo el mantenimiento del ‘Estado del bienestar’ sino de las mismas libertades y hasta la supervivencia de la raza humana, se manifiesta y clama por su derecho inalienable de seguir llenando bares, restaurantes, discotecas y botellones, se arracima en las ofertas comerciales teledirigidas, se enzarza en batallas mediáticas, en campeonatos de esquí urbano, en expediciones insensatas para ver la nieve o inunda los espacios verdes y las playas en una huida frenética hacia el adelante del egoísmo presentista; deja su huella de basura y esquilma como si no le importara el mañana, el suyo y el de quienes heredarán este hoy que es, claro que es, eslabón de la historia.
Pero la Historia se escribe sola por mucho que le demos la espalda. Se escribe con hambre y exceso, con guerras y enfermedades tanto como con altruismo y momentos de esplendor y bonanza. Con tinta de entusiasmo y creatividad al tiempo que con alquitrán de desidia y manipulación interesada. La Historia no se queda quieta. Y aquí nosotros, mirándola de frente para que no repita sus errores o esquivándola hasta que nos capture de nuevo y nos convierta en polvo de los caminos, fosa y nada.