Ser otro
![[Img #52620]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2021/8288_sol-cop-escanear0016.jpg)
Lo esencial carnavalesco no es ponerse careta, sino quitarse la cara.
A.Machado
A escasos días de la festividad del Carnaval tengo que confesar que siempre albergué el deseo de disfrazarme. No con un disfraz edulcorado de azafata, hada, caperucita roja, trapecista, arlequín o dado; sino con ropas viejas, sacadas de algún baúl del desván donde preventivamente siempre se han guardado aquellos objetos en desuso que en un futuro tal vez pudiéramos necesitar. Disfrazarme como lo hacían los paisanos de mi pueblo cuando yo era pequeña. Nunca se me olvidará la tarde que una pareja entró en mi casa, irreconocibles ambos, el rostro pintado, la estrafalaria ropa, la voz impostada, dejando un rastro de miedo, fascinación y extrañamiento que aún hoy perdura en mi memoria infantil. Tal vez de ahí me viene el deseo de convertirme por un día o unas horas -con unas horas me conformaba-, en desconocida y ajena a mí misma. Más loca, más alegre, más extrovertida, más dicharachera, más parlanchina, más deslenguada, más ruidosa. Y aunque creo que en los cincuenta y tres años que tengo lo deseé lo suficiente, a día de hoy no lo conseguí.
Me pregunto si no saber disimular, si no saber vivir la vida como impostura o juego, si no poder actuar con otro papel que no sea el mío, no tendrá algo que ver con esto. Aunque de pequeña me hubiera encantado ser actriz, lo mío, igual que le ocurre a la protagonista de la canción de la Lupe, no es el teatro, tampoco la falsedad bien ensayada o el estudiado simulacro.
En este punto me planteó: ¿Qué es entonces lo mío?
En el mes de octubre del pasado año asistí a varias sesiones de teatro on line, organizadas por uno de los espacios de igualdad del Ayuntamiento de Madrid (cruzo los dedos porque no se los carguen, ya que la igualdad no está ni por asomo en las prioridades de los que dirigen hoy el consistorio). Las pocas sesiones que duró el taller me sirvieron para darme cuenta de mi incapacidad, falta de talento, aptitud y habilidades para el arte de la representación. Sin embargo, en mi favor he de decir que al realizar los ejercicios que la profesora indicaba, me sentí a gusto, desconectada del medio real -cosa, por otro lado, muy de agradecer en estos tiempos-, desinhibida, liberada, liberada.
Comentando estas impresiones con mi amiga Liliana que fue quien me introdujo en el taller, ésta me explicaría que yo era realmente yo cuando en el entorno inusual de la ficción me soltaba y era niña mentirosa, bufón de corte o jarrón secundario; y la otra, -la que se levantaba todos los días a las siete de la mañana, se metía bajo la ducha, se arreglaba, se pintaba, se desplazaba en metro al trabajo, se dedicaba a hacer lo mejor que podía y sabía su tarea en horario de ocho a tres, y luego volvía a casa y era vecina, esposa, hija, hermana, tía, ama de casa- no era más que la prisionera de un contexto ingobernable, rehén del miedo, constreñida, atada a sus circunstancias.
Dándole unas vueltinas a estas cosas, he decido que este año en el que por primera vez en la vida no se va podrá celebrar el Carnaval, por lo que implica de socialización y festejo y contacto con otros, me voy a disfrazar de mí misma, o de lo que creo que soy: una mujer de mediana edad, solitaria, tímida, ensimismada, en el papel, a tiempo parcial, de intentar ponerle palabras a eso que me impresiona o hace contacto conmigo y, a veces, cuando la inspiración me visita, hasta de cazar o inventariar al vuelo -aquí un ciervo, a la izquierda una niña saltando la comba, más allá un sauce llorón- las caprichosas formas en las nubes.
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Lo esencial carnavalesco no es ponerse careta, sino quitarse la cara.
A.Machado
A escasos días de la festividad del Carnaval tengo que confesar que siempre albergué el deseo de disfrazarme. No con un disfraz edulcorado de azafata, hada, caperucita roja, trapecista, arlequín o dado; sino con ropas viejas, sacadas de algún baúl del desván donde preventivamente siempre se han guardado aquellos objetos en desuso que en un futuro tal vez pudiéramos necesitar. Disfrazarme como lo hacían los paisanos de mi pueblo cuando yo era pequeña. Nunca se me olvidará la tarde que una pareja entró en mi casa, irreconocibles ambos, el rostro pintado, la estrafalaria ropa, la voz impostada, dejando un rastro de miedo, fascinación y extrañamiento que aún hoy perdura en mi memoria infantil. Tal vez de ahí me viene el deseo de convertirme por un día o unas horas -con unas horas me conformaba-, en desconocida y ajena a mí misma. Más loca, más alegre, más extrovertida, más dicharachera, más parlanchina, más deslenguada, más ruidosa. Y aunque creo que en los cincuenta y tres años que tengo lo deseé lo suficiente, a día de hoy no lo conseguí.
Me pregunto si no saber disimular, si no saber vivir la vida como impostura o juego, si no poder actuar con otro papel que no sea el mío, no tendrá algo que ver con esto. Aunque de pequeña me hubiera encantado ser actriz, lo mío, igual que le ocurre a la protagonista de la canción de la Lupe, no es el teatro, tampoco la falsedad bien ensayada o el estudiado simulacro.
En este punto me planteó: ¿Qué es entonces lo mío?
En el mes de octubre del pasado año asistí a varias sesiones de teatro on line, organizadas por uno de los espacios de igualdad del Ayuntamiento de Madrid (cruzo los dedos porque no se los carguen, ya que la igualdad no está ni por asomo en las prioridades de los que dirigen hoy el consistorio). Las pocas sesiones que duró el taller me sirvieron para darme cuenta de mi incapacidad, falta de talento, aptitud y habilidades para el arte de la representación. Sin embargo, en mi favor he de decir que al realizar los ejercicios que la profesora indicaba, me sentí a gusto, desconectada del medio real -cosa, por otro lado, muy de agradecer en estos tiempos-, desinhibida, liberada, liberada.
Comentando estas impresiones con mi amiga Liliana que fue quien me introdujo en el taller, ésta me explicaría que yo era realmente yo cuando en el entorno inusual de la ficción me soltaba y era niña mentirosa, bufón de corte o jarrón secundario; y la otra, -la que se levantaba todos los días a las siete de la mañana, se metía bajo la ducha, se arreglaba, se pintaba, se desplazaba en metro al trabajo, se dedicaba a hacer lo mejor que podía y sabía su tarea en horario de ocho a tres, y luego volvía a casa y era vecina, esposa, hija, hermana, tía, ama de casa- no era más que la prisionera de un contexto ingobernable, rehén del miedo, constreñida, atada a sus circunstancias.
Dándole unas vueltinas a estas cosas, he decido que este año en el que por primera vez en la vida no se va podrá celebrar el Carnaval, por lo que implica de socialización y festejo y contacto con otros, me voy a disfrazar de mí misma, o de lo que creo que soy: una mujer de mediana edad, solitaria, tímida, ensimismada, en el papel, a tiempo parcial, de intentar ponerle palabras a eso que me impresiona o hace contacto conmigo y, a veces, cuando la inspiración me visita, hasta de cazar o inventariar al vuelo -aquí un ciervo, a la izquierda una niña saltando la comba, más allá un sauce llorón- las caprichosas formas en las nubes.






