Bruno Marcos
Domingo, 07 de Febrero de 2021

El hombre omega

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Lo que se me hacía más insoportable era la soledad, aunque al principio había sabido disfrutar de ella. Todo estaba a mi disposición, intacto, a lo sumo cubierto por una capa de polvo. La ciudad al completo, las calles, los parques, las avenidas, los centros comerciales, las viviendas, los teatros, los palacios, hasta el congreso de los diputados… todo. Un mundo fabricado para cientos de miles de personas heredado por un solo hombre.

 

Todos los días amanecía igual. Días despejados de temperatura agradable pero de un silencio universal que nada deshacía. Un día tras otro. Un día perfecto tras otro también perfecto en mi torre de marfil. Cada vez salía menos. Me había instalado en el mascarón principal del Hotel Majestic, en una suite de la tercera planta con vistas panorámicas a la gran ciudad paralizada. En tantos ratos de aburrimiento había ido haciendo acopio de cuánto quería, desde una bodega infinita, de la cual descorchaba cada noche el champán más caro, hasta una biblioteca inmensa con primeras ediciones o incunables. Incluso una pinacoteca. Traje dos cuadros enormes del museo metropolitano que tuve que izar por la fachada atados a una cuerda e introducir por la ventana. Acababa todas las noches borracho de alcohol y de soledad.

 

 

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Aunque todo había dejado de fabricarse porque no había nadie, todas las existencias eran colosales para un hombre solo. Con la gasolina de una única estación de servicio tenía para toda mi vida. Los coches quedaron con las llaves puestas y durante mucho tiempo anduve en descapotable. Luego me trasladaba en el primer automóvil que veía y que abandonaba allí donde me bajaba para coger, más tarde, cualquier otro. Había luz eléctrica y agua potable, reservas para décadas y si algo fallaba no había más que cambiarlo. Pero, como digo, todo eso iba con la soledad. Nunca me había gustado demasiado la gente pero esa soledad era horrorosa. A veces me parecía que yo no existiese, que si nadie me veía nada sucedía, como que mi vida estuviese ocurriendo en un hueco de vacío. Lo peor llegó no cuando empecé a hablar solo, que fue enseguida, sino cuando empecé a llamar por teléfono a nadie. Hablaba como nunca lo había hecho cuando la gente existía… Y esa respuesta muda del aparato… En cuanto colgaba me desplomaba deprimido. 

 

Poco después dejé de disfrutar de todo y empecé a pasear por los grandes almacenes, concretamente por las tiendas de ropa y especialmente por las que tenían maniquíes. Aquella ilusión humana era más verosímil que la de las esculturas o las pinturas de los museos porque las figuras eran sencillas, cercanas, de mi época, y llevaban ropas auténticas que iban a ser vendidas a personas reales y puestas por ellas antes del cataclismo. Entre los maniquíes de vestuario comencé a sentirme acompañado y, luego, me empecé a sentir observado y eso me gustó. Iba a esas tiendas como antes se iba a los bares a ver gente y lo curioso es que no me atrevía a moverlos, como si hacerlo fuera cosificarlos, deshumanizarlos un poco. Al final, de entre todos los maniquíes encontré uno que me gustaba más. Una chica con el pelo corto y negro que bajaba la cara y que llevaba un vestido de color rosa pálido.

 

 

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Tuve que llevármela de noche a la suite del Majestic. No sé muy bien si por respeto a la chica o a los otros maniquíes sentí la necesidad de hacerlo a oscuras. El caso es que iba como si fuese a darle una sorpresa a ella con la ilusión de quien desea mucho una cosa. Estaba confundido porque esa gigantesca soledad se había acortado simplemente con haber conocido a esa chica maniquí entre todos los maniquíes de una ciudad con miles. De alguna forma estaba enamorado de ella. Una vez que estuvo ya en mi suite todo cambió, aquel lugar empezó a parecer un hogar. Todas las cosas que había coleccionado brillaron en su plenitud como si el mundo, en realidad, no hubiera sucumbido sino que naciera allí mismo entre nosotros.

 

Enseguida fui a buscarle ropa. Aunque vestirla no me gustaba. Le llené el ropero pero la dejé desnuda. Cuanto menos la tocaba más y más se humanizaba y más la deseaba.

 

Lo cierto es que no estábamos del todo solos. Había unos cuantos moribundos que salían por la noche entre lamentos. Se habían organizado en una especie de secta medieval que defendía todo lo contrario a lo que fue nuestro mundo, acusaban al progreso y a la tecnología de haber destruido la vida. Me querían matar todas las noches porque yo era uno de los de antes, el último hombre, el Hombre Omega me llamaban, con la última letra del alfabeto griego. Ellos llevaban una túnica de harapos con la letra alfa, la primera. 

 

 

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Como habían renunciado al progreso apenas tomaban nada de las cosas que abundaban por todas partes e intentaban matarme con palos y lanzas. Yo, cuando estaba muy borracho, salía al balcón de la suite del Majestic y los ametrallaba. En una ocasión me asomé con ella y me vieron. Habían creado una rudimentaria megafonía, un cucurucho de cartón, y una noche me daban la lata con sus filosofías supersticiosas, una letanía de cosas absurdas que proponían renunciar a todo lo que había sido bueno y grande. Condenaban todo lo que había hecho del mundo la maravilla que fue. Yo, sin embargo, no hacía más que sentir rabia porque todo eso se hubiera perdido y, como no podía dormir por su causa, bajé con una metralleta y cogí el primer coche que encontré en la calle. Atropellé a los del megáfono que quedaron pegados al cristal del automóvil con su piel transparente y su aureola de cabello blanquecino. Me bajé y volví a pie. Los alfa se escondieron en las alcantarillas murmurando. Estaba tan borracho y tan rabioso que un impulso de ira me invadió. Apreté el gatillo hasta el fondo descargando una ráfaga interminable de balas sobre el cielo de la ciudad deshabitada y luego sobre las fachadas de los edificios, incluida la del Hotel Majestic. Cuando volví a mi suite ella permanecía en la cama desnuda, con la misma expresión tímida y lánguida que me había hecho desearla, más humana que nunca, penetrada por mis balas.

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