Entrampado en la RED (Diario de la selva)
![[Img #52713]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2021/2614__dsc0017.jpg)
Fragmento / A I:
Llevo varios días en cama, casi desfalleciendo. Como si fuera cambiando de piel, descascarándome, con dolores en mis huesos, aquejados de artritis. Tomé la última gragea de cortisona, pero el asma no se ha ido. Parece un fastidioso insecto velludo y zumbador que mueve sus aletas desesperadamente en mis bronquios. Estoy casi boqueando. Parezco un bacalao ahogándose en las fauces del tiempo. De mis bolsillos saco el inhalador Salbutamol y aspiro tres bocanadas. Entonces vuelve el aire a mis pulmones.
Son las 5 de la tarde. Recostado a la ventana veo caer la lluvia. El sol todavía está allí, insistente. Me acerco al vacío: ¿Es ésta sensación la que siente un suicida? Vuelvo otra vez sobre la pantalla. Ahí está el agujero negro llamándome. Su oscuridad prolongándose, tejiéndose como un texto infinito.
Casi encorvado vuelvo a respirar.
He pasado varios días sin hablar, silencioso. Un insecto ha traspasado el umbral, invadiendo mi espacio. Pareciera que el mundo se paralizó. El ruido se apagó. Pero estamos encerrados vivimos conectados e interconectados a la burbuja de la respiración. No nos damos cuenta que estamos respirando. Que vivimos cada quien en su espacio, confinados.
La soledad no siempre es mala compañera. Esta noche me ciñe con sus brazos como si fuera niño de pecho. Me consuela en este instante en que estoy haciendo barrancos con mis horas para distraerme. Vuelvo, aliviado, al terreno virtual donde todos los días me convierto en cibernavegante de los espacios más desconocidos.
Aquí toda realidad es posible. Veo caminos astrales brillando ante mis ojos. Quien siga esos senderos que se bifurcan tal vez encuentre la guarida de un dragón antiguo. Quizás se extravíe y vaya caminando en zigzag hacia otro agujero blanco. No llegará a alguna parte. Eso pienso. Más allá de esas líneas que se cruzan como relámpagos, más allá de esa oscuridad siempre ahí, hay una escritura que expresa lo que no sé qué es.
Son las 6 de la tarde. Ocaso. El sol sigue peleando con la lluvia. Eso decía mi abuela cuando llovía con sol. Grandes gotas chocan violentamente contra la calle. Yo sigo recostado a la ventana viendo correr las aguas sucias como serpientes. El astro rey sigue ahí, de un rojo enfurecido. Está frente a mí, insistente, escarlata, cayendo. Me acerco más al vacío.
Intento ver la entraña de una gota de agua atravesada por un rayo. Creo descubrir ángeles apenas entrevistos, reflejos angélicos cruzándose velozmente entre follajes solares, moviéndose en el infinito. Creo ver soles que viajan a través de la noche y altares donde la luz nunca se ha visto. Creo ver alas fulgurantes como destellos que parecen buscar el final del túnel, donde todo es más claro y transparente.
Fragmento / A II:
Uno insiste. Intenta una y otra vez levantarse, quiere seguir viviendo. Continúa la carrera de la vida de siempre hacia adelante, la incertidumbre. De pie recapitula, se acomoda nuevamente al camino, se pone en sintonía con el ritmo del mundo, abre la ventana para que entre aire y luz.
Respiro. Otra vez regreso al cuarto trasero de las reses que serán sacrificadas. Uno insiste nuevamente, aunque vuelva a cansarse. Continuar es mejor que quedarse tendido, al margen de todo. Hay que volver de la noche, pero más optimista. La lucha es diaria. No hay que entregar las armas, insistir con más fuerza para proseguir. Aunque más tarde la cara de optimista desaparezca hay que seguir. De eso se trata la vida. De continuar la batalla hasta caer, definitivamente.
Con la rabadilla torcida, como también torcidas las extremidades inferiores, vuelve uno al viejo oficio del copista: palabra tras palabra, frase tras frase, párrafo tras párrafo va armando el texto que oculta el alma. Escribo día tras día, los ojos a veces extraviados en las letras del alfabeto. ¿Qué hacer cuando de repente tocan a la puerta? ¿Continuar o parar la escritura? Continuar.
![[Img #52711]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2021/9368__dsc0004-4.jpg)
Fragmento / A III:
Hoy llegué a casa más cansado que nunca. Los músculos me dolían, los huesos me dolían, el alma me dolía. Yo mismo me dolía. Todo me dolía. Hacía calor y apenas oscureció me paré en una esquina. Detuve el primer bus que pasó y me fui pasear. En el trayecto me hundí en la lectura de un cuento de Ángel Gustavo Infante, el mismo de Cerrícolas. Por unos minutos me olvidé del mundo. "Sin luna y sin amor, como dos huérfanos / se han cerrado mis ojos”.
En un brevísimo instante despegué los ojos del libro. Me soñé en otra parte. Vino entonces un estremecimiento desolado, algo así como un escalofrío por los cielos del alma. Una voz desolada apareció en escena. Vi una mancha que se extendía sobre la pared, que parecía devorar el cuarto. Realmente no había ninguna mancha, sólo un espejo que reflejaba la desnudez de ese mi mundo pequeño del que parecía colgar la pantalla del computador. Como música de fondo se oía la Overture in D minor de George Frideric Handel, interpretada por la Pittsburgh Symphony Orchestra, conducida por André Previn. Me levanté con la boca seca.
El insecto que traspasó el umbral sigue ahí, sin moverse Parece una espiga minúscula de goma creciendo entre mis ojos. 6:30 de la tarde. Afuera la calle comienza a llenarse de personas que van y vienen apresuradas. El ruido de la ciudad se incrementa por un instante. La conexión de ruidos y gases se hace más fuerte y me dificulta la respiración. Es un milagro que siga respirando.
Veo mis manos. Hoy amanecí con la línea de la vida más larga que otras veces.
Estaba cansado. Me dolía la espalda y los ojos se me cerraban de sueño. Pero insistí. Alargué la mirada por encima de los libros apilados (los de arriba polvorientos). Lo que he hecho en la vida es acumular papeles y periódicos viejos. Me topé con la frase: el buen vivir puede llegar a ser un entretenimiento a domicilio. Frente a mí un psicodélico ojo cibernético me veía, me analizaba, me convertía en información disponible para cualquier cibernauta. Cerré los ojos y atravesé la pantalla del computador prestado, tras la búsqueda de esa otra realidad que las nuevas tecnologías han puesto a nuestra disposición. Más allá del ámbito doméstico se me abría un terreno de fértiles posibilidades. Descubrirlo sin que tener que salir era fantástico.
En cuestión de segundos la red me puso en comunicación con otros seres que se comunicaban en diferentes lenguas. Todo estaba allí para mí, registrado, vertiginoso: ¿Era acaso esa red la Torre de Babel donde el hombre se extravió por segunda vez? ¿O era el Árbol del Conocimiento que creemos lejos del Paraíso, perdido para siempre? Sus largas y frondosas ramas se alargaban en un intento por abrazar todo ese espacio ilusorio inconquistable que es la Tierra Prometida.
Frente a la inseguridad que ofrece como oferta engañosa el mundo moderno también se me ofrecía muy fácil, al alcance del ratón, de un clic colorado, un menú de opciones. La tecnología me brindaba en bandeja de plata la cabeza de Juan el Bautista y el cuerpo hermoso de Salomé, al mismo tiempo, en el mismo enlace, entre miles de posibilidades a escoger. ¿Era ésa la libertad que buscaba?
¿Qué cosa importante he hecho durante todo el día? Nada. O lo que es peor: lo mismo de siempre: Sobrevivir. (Escribir a diario es mi tabla de salvación).
Fragmento / A IV:
Cuesta vivir en estos parajes desolados, llenos de sabandijas y piedras. Cuesta levantarse, animado, con la cabeza en alto para salir a la lucha diaria. Cuesta entonces acostarse, relajarse, soñar.
El hombre moderno llega a casa agotado, con dolor de cabeza y sudoroso. Se levanta cada vez más cansado, malhumorado, a veces sudando de la cabeza a los pies, en ocasiones más solo que nunca. Se asea sin decir una palabra, desayuna si hay comida, toma café si hay, luego se marcha nuevamente al trabajo para cumplir con la misma rutina de siempre, para verse con la misma gente mediocre de siempre, para hablar con los mismos burócratas mediocres de siempre, para encontrarse con los mismos problemas mediocres de siempre.
Nada cambia, todo sigue en su sitio. (“Es el Sistema”, me dice ella, que fue demiurga en otro tiempo, en un correo electrónico, convencida de que el origen de todos nuestros males es ese monstruo invisible y abstracto que llamamos Sistema). Trabajamos desde las ocho hasta las doce para después largarnos a almorzar y regresar a las dos más cansados y obstinados que ayer.
Aquí, en la provincia, en la periferia del mundo que marcha a ciegas apresuradamente, las horas no van aprisa. Lentamente transcurren como todos nosotros. No hay muchos ruidos. Basta con acercarse a la puerta para darte cuenta que existe una mínima circulación de coches y personas. En esta hora comienzan a regresar a sus casas. El aire está levemente húmedo. El cielo tiene el color del olvido. Parece un manchón ceniciento que se refleja en el espejo de mi cuarto.
![[Img #52712]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2021/6386__dsc0008.jpg)
Fragmento / A V:
A veces pienso que existe otro mundo paralelo entre los pliegues del aire, un mundo que no vemos, pero está ahí en su burbuja, transcurriendo. Podría acercarme a las paredes del aire y oír la respiración de otros seres, podría deslizar mis manos lentamente y sentir el paso de otros seres anónimos por las grietas, por caminos invisibles que nunca vemos.
Una legión de hormigas avanza hacia alguna parte del colchón agujereado. Algún resto de comida quedó entre las sábanas. Algunas migas de pan dejé caer por descuido sobre la cama como naufragios de mi escuálido almuerzo y ahora su olor atrae a los insectos. Eso pienso (nunca he podido superar mi torpeza).
El tiempo en este espacio selvático es una sombra caliente que cae pesadamente: se arrastra y nos arrastra a seguirlo a ninguna parte. Yo no sé cómo se vive así; tampoco sé cómo este pueblo ha sobrevivido así durante muchos años. Los jóvenes dicen que este lugar es el más fastidioso y caluroso del mundo. Da flojera comenzar cualquier trabajo y lo único que dan ganas es no hacer nada. Quedarse quieto en la sombra, no salir, no vestirse. No moverse para no sudarse. Para morirse lentamente.
Fragmento / A VI
Hay días en que no quiero ducharme, ni cambiarme de ropa, en que salgo y estoy que me regreso. Hay días en que le hablo a mi agobiado corazón como a un viejo amigo de las cosas sencillas y lo conmino a salir a la calle, a dejar su oscura residencia y contemplar conmigo el río bullidor y los tinglados del cerco local. Hay días en que al final de la jornada, cuando nadie te espera, cuando ninguna dicha te abraza, cuando nada aguardas del mundo, piensas que es mejor retrasar la llegada, que no quieres llegar a casa y solo quieres quedarte ahí, varado, a un lado de camino de ida que es el mismo de bajada.
Hay días que todos se ensañan contra uno, nos pegan contra la pared, nos dejan sin lumbre, sin expectativas, sin motivos, sin razones para seguir la marcha. Hay días de tormenta y chubasqueros, de dolor de cabeza, de hundirse, días oscuros que se hacen tediosos y vacíos, días de nubes en los ojos, de neblina en el alma, de ojeras y silencio, de callarse y pasar agachado. Hay días en que estás del otro lado y quieres dejar la rutina de los días iguales y solamente te dan ganas de quemarte bajo esa luz siempre intensa, abrasadora, bailar con nuestra sombra en torno al fuego, agotar el cuerpo hasta que se desmaye debajo de las bombillas del anochecer.
Hay días que desgarran, que hieren, que pesan, que nos ponen ausentes, en los que solo quieres irte, marcharte sin previo aviso a otra parte, lejos de aquí, lejos de esta tierra que se ha ido deshojando y que pesa en la espalda, lejos de las hormigas y todos los insectos. Hay días como hoy, en que estoy sin quererme mover, sin derecho al cuidado de nadie, sin derecho al pataleo y al gemido y sin sangre. Días en que nos entregamos por completo a la cama, a no hacer nada, a no pensar nada, en que los manuales no sirven para vivir ni para morir y las respuestas a tantas preguntas seguirán sin respuestas porque no todo se consigue en Google, que todo lo sabe. Aprender a vivir no te lo ofrece ningún libro y nadie vendrá a decirte cómo evitar caerte, cómo levantarte, ningún cibernauta saldrá de la pantalla y te tocará las manos, te dará de comer si estás enfermo, te sacará de la intemperie, del abandono, nadie te prestará su paraguas, nadie te rascará la espalda cuando te pique, nadie te curará las heridas que llevas como un herido de la guerra. Hay días solamente de quedarse en el váter desnudo y no salir para que nadie te vea; hay días de nada, de brazos caídos, de boca cerrada, de piernas estiradas, tiesas, días en que somos la nada más abandonada, la soledad más desnuda, el abandono total en estado comatoso. Hay días, en fin, como hoy, en que ves todo confuso, torcido, contradictorio, nublado, lluvioso y necesitas pisar tierra firme, andar debajo de los aleros para que la lluvia no te moje, dejar de naufragar y llegar a buen puerto.
![[Img #52714]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2021/7180__dsc0010.jpg)
Fragmento / A VII
Sin tocar la punta de la caña de pescar, un anciano abandona la orilla del río. El día sigue desmoronándose. Una nube oscura, del tamaño de la Isla Degredo, se acerca desde el este. Otra lluvia torrencial amenaza con caer. En mal momento decidí caminar por el malecón. Subo otra vez a la superficie y me encamino sobre la línea que creo está ahí, recta, pero invisible. Sé que algún desvío habrá que hacer para llegar a tiempo. Siempre me han gustado los atajos, el desliz a oscuras, el salto por el plinto de la rebeldía, el olor a fango. Salirse de la multitud es para mí, más que un placer, una manera de andar por la nubes, un acercarse a uno mismo sin tener que pedir permiso para ser y vivir.
Desde aquí veo, abajo, la aglomeración de personas en fila que quieren atravesar el río e irse a sus casas. Pienso que así esperan la Barca de Caronte los que ya han muerto, en la orilla de la Muerte.
La chalana ya atracó. Los pasajeros se preparan para embarcar. Avanzan para tomar su turno. Pronto se marcharán hacia Soledad, donde tal vez no los espere nadie.
Fragmento / A VIII
No es fácil esta tarea de vivir fuera de los espacios apretados, de no comulgar con un mundo cada vez más alienado, más hundido, maltratado, en constante naufragio. No es fácil sumergirse, desprendido de afanes y agobios. A lo sumo no salimos del cuadrilátero de la vida, nos pegamos contra las cuerdas para evitar caernos.
Para llegar hasta aquí tuve que vencer muchos obstáculos: Saltarlos, hilar, darle vuelta a la cabeza, al cuerpo. Ir y venir de la cocina al cuarto, del cuarto a la sala hasta que me decidí a salir. Durante varios minutos estuve cavilando en silencio, pensando cómo comenzar en mi cabeza lo que realmente no es una historia, sino una extensión de mí mismo, un relato poético escrito por fragmentos. Una crónica de mi vida misma, circunstancial, escrita con el llanto de los recién nacidos y foliada con el temblor del alma. Mi percepción no registra un mundo como lo vive y ve cualquiera. Yo lo veo al revés, desde sus trozos, segmentos, tramos, escindido en un antes, un mientras y un después, con sus seres atados, atormentados, temerosos del borde, de la noche, derramándose por partes, ciegos, un mundo en la proximidad del holocausto, como muchos lo han vivido.
Eso que me invade desde hace algunos días y que ahora transcribo, fiel a las ondulaciones de su flama, se mueve dentro de mi cerebro como araña hilando en la oscuridad. Voy tejiendo signos y cartílagos, datos y palabras cargadas de sentido, pliegues y voces bañadas por el agua del Espíritu.
Una vez más lo intentaré. Espero, por lo menos esta vez, colocarme donde están los mejores escaladores. El año de los nísperos gruesos ya pasó y atrás quedarán los buenos historiógrafos, los que hurgan en las vidas de los demás con guantes de forense, con tapabocas para que no los afecte el polvo que acumulan los folios viejos. Yo en cambio me instalo en mi tiempo transitorio para volver al desolladero de mis horas perdidas en la inutilidad.
Fragmento / A IX
Puedo verme sufriendo. Una corona de alambre de púa gira alrededor de mi cabeza. Veo la inmaculada imagen del cerebro, enviada al monitor, vía Internet. Mis ojos comienzan a teñirse de rojo, verde y azul. En la pantalla de repente se refleja una gran mancha roja. Un chispazo atraviesa mi cabeza como la sombra de un jinete del Apocalipsis. Una corriente recorre rápidamente mis neuronas y me produce un breve cortocircuito en el sistema cerebral. Las arterias del cráneo se me dilatan e inflaman. El sistema central nervioso hace sonar la alarma: el dolor se hace más intenso, desesperante. Me quedo en silencio, retorciéndome. Me tiro al suelo y me encojo, me pongo en posición fetal. Cierro los ojos y espero valientemente a que la onda destructora pase y pueda quedarme quieto o dormido.
Fragmento / A X
Pasaron diez minutos después de las 7. El dolor persiste. Me levanto y me voy al cuarto. Me acuesto, pero no puedo relajarme porque el dolor es intenso e insoportable. La opinión antipsicologista recomienda en estos casos respirar profunda y adecuadamente, relajarse. Lo intento de nuevo: respiro lentamente, me sumerjo dentro de mí como lo hacía cuando niño.
El timbre de la puerta interrumpe mi viaje infructuoso. Vuelvo a la realidad y también al dolor. Otra vez el sonido. El resorte golpea las paredes de la campana. De nuevo se enciende la alarma roja. La corriente eléctrica, ligera y sin cubierta, hace más intenso el ruido del reloj. Me desespero, me enfurezco y grito desde el cuarto preguntando quién es. Como respuesta recibo otro repique del timbre. Voy arrastras a la puerta dispuesto a todo, pero no hay nadie. Solamente veo una negra araña, grande como tarántula amazónica, cruzar veloz y hábilmente el marco de la puerta. En un santiamén desaparece.
![[Img #52715]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2021/9960__modificada-dsc0001.jpg)
Fragmento / A XI
Desde hace varios días he venido observando una gran cantidad de arañas en la casa. Por donde quiera están haciendo sus telas, saltando, hilando. Hace tres noches cayeron dos sobre la cama y no tuve compasión: las maté con tanto odio que me quedé dormido por el esfuerzo realizado. Antes les perdonaba la vida, ahora tengo una guerra a muerte con todos esos insectos: O ellas o yo.
He probado con todos los insecticidas y ya no sé cómo combatirlas. Han invadido el apartamento alquilado (el dueño me ha corrido varias veces por incumplimiento de pago) y me tienen acorralado. Es como si quisieran también echarme de casa, dejarme sin nada. Hasta se han metido en el monitor y en las partes más delicadas del tablero. Cada dos días tengo que hacerle mantenimiento. Y todo eso para nada porque al rato ya están dando vueltas por encima de mi cabeza, balanceándose encima de mí, haciendo círculos y más círculos, redes y más redes en los rincones, entre las patas de las sillas y mesa.
Fragmento / A XII
Cierro la puerta un poco confundido y temeroso. El dolor aún no ha desaparecido. No sé porqué sufro últimamente de jaqueca. No como chocolates, ni embutidos, no pruebo alimentos con glutamato de sodio; no bebo licor ni fumo. Es cierto que no siempre duermo a la hora ni llevo una vida sexual satisfactoria, aunque a veces libero mis endorfinas y me aseguro como puedo la serenidad.
El dolor se me presenta con contracción en los músculos del cuello, el rostro y la espalda. La tensión y el aburrimiento matan, eso dicen los que saben de esas cosas y escriben libros de autoayuda. Hay quienes sufren de dolor de cabeza cuando se encierran por mucho tiempo. O lo fines de semana cuando no tienen nada qué hacer.
Siento calor. Son las doce y media y ya estoy cansado. En esta ciudad los días son agobiantes y calurosos aún en invierno. Hay demasiado luz y humedad. Además, por si esto fuera poco, llegan muchos insectos y hasta culebras, en plan invasor, y no piden permiso para entrar. El ritmo del tiempo es lento y después del mediodía cae una pesadez que paraliza. A veces me acuesto, pero me levanto de malhumor. Por eso prefiero hacer lo que todos hacen en esta hora: ver la caja tonta.
(CONTINUARÁ)
Fragmento / A I:
Llevo varios días en cama, casi desfalleciendo. Como si fuera cambiando de piel, descascarándome, con dolores en mis huesos, aquejados de artritis. Tomé la última gragea de cortisona, pero el asma no se ha ido. Parece un fastidioso insecto velludo y zumbador que mueve sus aletas desesperadamente en mis bronquios. Estoy casi boqueando. Parezco un bacalao ahogándose en las fauces del tiempo. De mis bolsillos saco el inhalador Salbutamol y aspiro tres bocanadas. Entonces vuelve el aire a mis pulmones.
Son las 5 de la tarde. Recostado a la ventana veo caer la lluvia. El sol todavía está allí, insistente. Me acerco al vacío: ¿Es ésta sensación la que siente un suicida? Vuelvo otra vez sobre la pantalla. Ahí está el agujero negro llamándome. Su oscuridad prolongándose, tejiéndose como un texto infinito.
Casi encorvado vuelvo a respirar.
He pasado varios días sin hablar, silencioso. Un insecto ha traspasado el umbral, invadiendo mi espacio. Pareciera que el mundo se paralizó. El ruido se apagó. Pero estamos encerrados vivimos conectados e interconectados a la burbuja de la respiración. No nos damos cuenta que estamos respirando. Que vivimos cada quien en su espacio, confinados.
La soledad no siempre es mala compañera. Esta noche me ciñe con sus brazos como si fuera niño de pecho. Me consuela en este instante en que estoy haciendo barrancos con mis horas para distraerme. Vuelvo, aliviado, al terreno virtual donde todos los días me convierto en cibernavegante de los espacios más desconocidos.
Aquí toda realidad es posible. Veo caminos astrales brillando ante mis ojos. Quien siga esos senderos que se bifurcan tal vez encuentre la guarida de un dragón antiguo. Quizás se extravíe y vaya caminando en zigzag hacia otro agujero blanco. No llegará a alguna parte. Eso pienso. Más allá de esas líneas que se cruzan como relámpagos, más allá de esa oscuridad siempre ahí, hay una escritura que expresa lo que no sé qué es.
Son las 6 de la tarde. Ocaso. El sol sigue peleando con la lluvia. Eso decía mi abuela cuando llovía con sol. Grandes gotas chocan violentamente contra la calle. Yo sigo recostado a la ventana viendo correr las aguas sucias como serpientes. El astro rey sigue ahí, de un rojo enfurecido. Está frente a mí, insistente, escarlata, cayendo. Me acerco más al vacío.
Intento ver la entraña de una gota de agua atravesada por un rayo. Creo descubrir ángeles apenas entrevistos, reflejos angélicos cruzándose velozmente entre follajes solares, moviéndose en el infinito. Creo ver soles que viajan a través de la noche y altares donde la luz nunca se ha visto. Creo ver alas fulgurantes como destellos que parecen buscar el final del túnel, donde todo es más claro y transparente.
Fragmento / A II:
Uno insiste. Intenta una y otra vez levantarse, quiere seguir viviendo. Continúa la carrera de la vida de siempre hacia adelante, la incertidumbre. De pie recapitula, se acomoda nuevamente al camino, se pone en sintonía con el ritmo del mundo, abre la ventana para que entre aire y luz.
Respiro. Otra vez regreso al cuarto trasero de las reses que serán sacrificadas. Uno insiste nuevamente, aunque vuelva a cansarse. Continuar es mejor que quedarse tendido, al margen de todo. Hay que volver de la noche, pero más optimista. La lucha es diaria. No hay que entregar las armas, insistir con más fuerza para proseguir. Aunque más tarde la cara de optimista desaparezca hay que seguir. De eso se trata la vida. De continuar la batalla hasta caer, definitivamente.
Con la rabadilla torcida, como también torcidas las extremidades inferiores, vuelve uno al viejo oficio del copista: palabra tras palabra, frase tras frase, párrafo tras párrafo va armando el texto que oculta el alma. Escribo día tras día, los ojos a veces extraviados en las letras del alfabeto. ¿Qué hacer cuando de repente tocan a la puerta? ¿Continuar o parar la escritura? Continuar.
Fragmento / A III:
Hoy llegué a casa más cansado que nunca. Los músculos me dolían, los huesos me dolían, el alma me dolía. Yo mismo me dolía. Todo me dolía. Hacía calor y apenas oscureció me paré en una esquina. Detuve el primer bus que pasó y me fui pasear. En el trayecto me hundí en la lectura de un cuento de Ángel Gustavo Infante, el mismo de Cerrícolas. Por unos minutos me olvidé del mundo. "Sin luna y sin amor, como dos huérfanos / se han cerrado mis ojos”.
En un brevísimo instante despegué los ojos del libro. Me soñé en otra parte. Vino entonces un estremecimiento desolado, algo así como un escalofrío por los cielos del alma. Una voz desolada apareció en escena. Vi una mancha que se extendía sobre la pared, que parecía devorar el cuarto. Realmente no había ninguna mancha, sólo un espejo que reflejaba la desnudez de ese mi mundo pequeño del que parecía colgar la pantalla del computador. Como música de fondo se oía la Overture in D minor de George Frideric Handel, interpretada por la Pittsburgh Symphony Orchestra, conducida por André Previn. Me levanté con la boca seca.
El insecto que traspasó el umbral sigue ahí, sin moverse Parece una espiga minúscula de goma creciendo entre mis ojos. 6:30 de la tarde. Afuera la calle comienza a llenarse de personas que van y vienen apresuradas. El ruido de la ciudad se incrementa por un instante. La conexión de ruidos y gases se hace más fuerte y me dificulta la respiración. Es un milagro que siga respirando.
Veo mis manos. Hoy amanecí con la línea de la vida más larga que otras veces.
Estaba cansado. Me dolía la espalda y los ojos se me cerraban de sueño. Pero insistí. Alargué la mirada por encima de los libros apilados (los de arriba polvorientos). Lo que he hecho en la vida es acumular papeles y periódicos viejos. Me topé con la frase: el buen vivir puede llegar a ser un entretenimiento a domicilio. Frente a mí un psicodélico ojo cibernético me veía, me analizaba, me convertía en información disponible para cualquier cibernauta. Cerré los ojos y atravesé la pantalla del computador prestado, tras la búsqueda de esa otra realidad que las nuevas tecnologías han puesto a nuestra disposición. Más allá del ámbito doméstico se me abría un terreno de fértiles posibilidades. Descubrirlo sin que tener que salir era fantástico.
En cuestión de segundos la red me puso en comunicación con otros seres que se comunicaban en diferentes lenguas. Todo estaba allí para mí, registrado, vertiginoso: ¿Era acaso esa red la Torre de Babel donde el hombre se extravió por segunda vez? ¿O era el Árbol del Conocimiento que creemos lejos del Paraíso, perdido para siempre? Sus largas y frondosas ramas se alargaban en un intento por abrazar todo ese espacio ilusorio inconquistable que es la Tierra Prometida.
Frente a la inseguridad que ofrece como oferta engañosa el mundo moderno también se me ofrecía muy fácil, al alcance del ratón, de un clic colorado, un menú de opciones. La tecnología me brindaba en bandeja de plata la cabeza de Juan el Bautista y el cuerpo hermoso de Salomé, al mismo tiempo, en el mismo enlace, entre miles de posibilidades a escoger. ¿Era ésa la libertad que buscaba?
¿Qué cosa importante he hecho durante todo el día? Nada. O lo que es peor: lo mismo de siempre: Sobrevivir. (Escribir a diario es mi tabla de salvación).
Fragmento / A IV:
Cuesta vivir en estos parajes desolados, llenos de sabandijas y piedras. Cuesta levantarse, animado, con la cabeza en alto para salir a la lucha diaria. Cuesta entonces acostarse, relajarse, soñar.
El hombre moderno llega a casa agotado, con dolor de cabeza y sudoroso. Se levanta cada vez más cansado, malhumorado, a veces sudando de la cabeza a los pies, en ocasiones más solo que nunca. Se asea sin decir una palabra, desayuna si hay comida, toma café si hay, luego se marcha nuevamente al trabajo para cumplir con la misma rutina de siempre, para verse con la misma gente mediocre de siempre, para hablar con los mismos burócratas mediocres de siempre, para encontrarse con los mismos problemas mediocres de siempre.
Nada cambia, todo sigue en su sitio. (“Es el Sistema”, me dice ella, que fue demiurga en otro tiempo, en un correo electrónico, convencida de que el origen de todos nuestros males es ese monstruo invisible y abstracto que llamamos Sistema). Trabajamos desde las ocho hasta las doce para después largarnos a almorzar y regresar a las dos más cansados y obstinados que ayer.
Aquí, en la provincia, en la periferia del mundo que marcha a ciegas apresuradamente, las horas no van aprisa. Lentamente transcurren como todos nosotros. No hay muchos ruidos. Basta con acercarse a la puerta para darte cuenta que existe una mínima circulación de coches y personas. En esta hora comienzan a regresar a sus casas. El aire está levemente húmedo. El cielo tiene el color del olvido. Parece un manchón ceniciento que se refleja en el espejo de mi cuarto.
Fragmento / A V:
A veces pienso que existe otro mundo paralelo entre los pliegues del aire, un mundo que no vemos, pero está ahí en su burbuja, transcurriendo. Podría acercarme a las paredes del aire y oír la respiración de otros seres, podría deslizar mis manos lentamente y sentir el paso de otros seres anónimos por las grietas, por caminos invisibles que nunca vemos.
Una legión de hormigas avanza hacia alguna parte del colchón agujereado. Algún resto de comida quedó entre las sábanas. Algunas migas de pan dejé caer por descuido sobre la cama como naufragios de mi escuálido almuerzo y ahora su olor atrae a los insectos. Eso pienso (nunca he podido superar mi torpeza).
El tiempo en este espacio selvático es una sombra caliente que cae pesadamente: se arrastra y nos arrastra a seguirlo a ninguna parte. Yo no sé cómo se vive así; tampoco sé cómo este pueblo ha sobrevivido así durante muchos años. Los jóvenes dicen que este lugar es el más fastidioso y caluroso del mundo. Da flojera comenzar cualquier trabajo y lo único que dan ganas es no hacer nada. Quedarse quieto en la sombra, no salir, no vestirse. No moverse para no sudarse. Para morirse lentamente.
Fragmento / A VI
Hay días en que no quiero ducharme, ni cambiarme de ropa, en que salgo y estoy que me regreso. Hay días en que le hablo a mi agobiado corazón como a un viejo amigo de las cosas sencillas y lo conmino a salir a la calle, a dejar su oscura residencia y contemplar conmigo el río bullidor y los tinglados del cerco local. Hay días en que al final de la jornada, cuando nadie te espera, cuando ninguna dicha te abraza, cuando nada aguardas del mundo, piensas que es mejor retrasar la llegada, que no quieres llegar a casa y solo quieres quedarte ahí, varado, a un lado de camino de ida que es el mismo de bajada.
Hay días que todos se ensañan contra uno, nos pegan contra la pared, nos dejan sin lumbre, sin expectativas, sin motivos, sin razones para seguir la marcha. Hay días de tormenta y chubasqueros, de dolor de cabeza, de hundirse, días oscuros que se hacen tediosos y vacíos, días de nubes en los ojos, de neblina en el alma, de ojeras y silencio, de callarse y pasar agachado. Hay días en que estás del otro lado y quieres dejar la rutina de los días iguales y solamente te dan ganas de quemarte bajo esa luz siempre intensa, abrasadora, bailar con nuestra sombra en torno al fuego, agotar el cuerpo hasta que se desmaye debajo de las bombillas del anochecer.
Hay días que desgarran, que hieren, que pesan, que nos ponen ausentes, en los que solo quieres irte, marcharte sin previo aviso a otra parte, lejos de aquí, lejos de esta tierra que se ha ido deshojando y que pesa en la espalda, lejos de las hormigas y todos los insectos. Hay días como hoy, en que estoy sin quererme mover, sin derecho al cuidado de nadie, sin derecho al pataleo y al gemido y sin sangre. Días en que nos entregamos por completo a la cama, a no hacer nada, a no pensar nada, en que los manuales no sirven para vivir ni para morir y las respuestas a tantas preguntas seguirán sin respuestas porque no todo se consigue en Google, que todo lo sabe. Aprender a vivir no te lo ofrece ningún libro y nadie vendrá a decirte cómo evitar caerte, cómo levantarte, ningún cibernauta saldrá de la pantalla y te tocará las manos, te dará de comer si estás enfermo, te sacará de la intemperie, del abandono, nadie te prestará su paraguas, nadie te rascará la espalda cuando te pique, nadie te curará las heridas que llevas como un herido de la guerra. Hay días solamente de quedarse en el váter desnudo y no salir para que nadie te vea; hay días de nada, de brazos caídos, de boca cerrada, de piernas estiradas, tiesas, días en que somos la nada más abandonada, la soledad más desnuda, el abandono total en estado comatoso. Hay días, en fin, como hoy, en que ves todo confuso, torcido, contradictorio, nublado, lluvioso y necesitas pisar tierra firme, andar debajo de los aleros para que la lluvia no te moje, dejar de naufragar y llegar a buen puerto.
Fragmento / A VII
Sin tocar la punta de la caña de pescar, un anciano abandona la orilla del río. El día sigue desmoronándose. Una nube oscura, del tamaño de la Isla Degredo, se acerca desde el este. Otra lluvia torrencial amenaza con caer. En mal momento decidí caminar por el malecón. Subo otra vez a la superficie y me encamino sobre la línea que creo está ahí, recta, pero invisible. Sé que algún desvío habrá que hacer para llegar a tiempo. Siempre me han gustado los atajos, el desliz a oscuras, el salto por el plinto de la rebeldía, el olor a fango. Salirse de la multitud es para mí, más que un placer, una manera de andar por la nubes, un acercarse a uno mismo sin tener que pedir permiso para ser y vivir.
Desde aquí veo, abajo, la aglomeración de personas en fila que quieren atravesar el río e irse a sus casas. Pienso que así esperan la Barca de Caronte los que ya han muerto, en la orilla de la Muerte.
La chalana ya atracó. Los pasajeros se preparan para embarcar. Avanzan para tomar su turno. Pronto se marcharán hacia Soledad, donde tal vez no los espere nadie.
Fragmento / A VIII
No es fácil esta tarea de vivir fuera de los espacios apretados, de no comulgar con un mundo cada vez más alienado, más hundido, maltratado, en constante naufragio. No es fácil sumergirse, desprendido de afanes y agobios. A lo sumo no salimos del cuadrilátero de la vida, nos pegamos contra las cuerdas para evitar caernos.
Para llegar hasta aquí tuve que vencer muchos obstáculos: Saltarlos, hilar, darle vuelta a la cabeza, al cuerpo. Ir y venir de la cocina al cuarto, del cuarto a la sala hasta que me decidí a salir. Durante varios minutos estuve cavilando en silencio, pensando cómo comenzar en mi cabeza lo que realmente no es una historia, sino una extensión de mí mismo, un relato poético escrito por fragmentos. Una crónica de mi vida misma, circunstancial, escrita con el llanto de los recién nacidos y foliada con el temblor del alma. Mi percepción no registra un mundo como lo vive y ve cualquiera. Yo lo veo al revés, desde sus trozos, segmentos, tramos, escindido en un antes, un mientras y un después, con sus seres atados, atormentados, temerosos del borde, de la noche, derramándose por partes, ciegos, un mundo en la proximidad del holocausto, como muchos lo han vivido.
Eso que me invade desde hace algunos días y que ahora transcribo, fiel a las ondulaciones de su flama, se mueve dentro de mi cerebro como araña hilando en la oscuridad. Voy tejiendo signos y cartílagos, datos y palabras cargadas de sentido, pliegues y voces bañadas por el agua del Espíritu.
Una vez más lo intentaré. Espero, por lo menos esta vez, colocarme donde están los mejores escaladores. El año de los nísperos gruesos ya pasó y atrás quedarán los buenos historiógrafos, los que hurgan en las vidas de los demás con guantes de forense, con tapabocas para que no los afecte el polvo que acumulan los folios viejos. Yo en cambio me instalo en mi tiempo transitorio para volver al desolladero de mis horas perdidas en la inutilidad.
Fragmento / A IX
Puedo verme sufriendo. Una corona de alambre de púa gira alrededor de mi cabeza. Veo la inmaculada imagen del cerebro, enviada al monitor, vía Internet. Mis ojos comienzan a teñirse de rojo, verde y azul. En la pantalla de repente se refleja una gran mancha roja. Un chispazo atraviesa mi cabeza como la sombra de un jinete del Apocalipsis. Una corriente recorre rápidamente mis neuronas y me produce un breve cortocircuito en el sistema cerebral. Las arterias del cráneo se me dilatan e inflaman. El sistema central nervioso hace sonar la alarma: el dolor se hace más intenso, desesperante. Me quedo en silencio, retorciéndome. Me tiro al suelo y me encojo, me pongo en posición fetal. Cierro los ojos y espero valientemente a que la onda destructora pase y pueda quedarme quieto o dormido.
Fragmento / A X
Pasaron diez minutos después de las 7. El dolor persiste. Me levanto y me voy al cuarto. Me acuesto, pero no puedo relajarme porque el dolor es intenso e insoportable. La opinión antipsicologista recomienda en estos casos respirar profunda y adecuadamente, relajarse. Lo intento de nuevo: respiro lentamente, me sumerjo dentro de mí como lo hacía cuando niño.
El timbre de la puerta interrumpe mi viaje infructuoso. Vuelvo a la realidad y también al dolor. Otra vez el sonido. El resorte golpea las paredes de la campana. De nuevo se enciende la alarma roja. La corriente eléctrica, ligera y sin cubierta, hace más intenso el ruido del reloj. Me desespero, me enfurezco y grito desde el cuarto preguntando quién es. Como respuesta recibo otro repique del timbre. Voy arrastras a la puerta dispuesto a todo, pero no hay nadie. Solamente veo una negra araña, grande como tarántula amazónica, cruzar veloz y hábilmente el marco de la puerta. En un santiamén desaparece.
Fragmento / A XI
Desde hace varios días he venido observando una gran cantidad de arañas en la casa. Por donde quiera están haciendo sus telas, saltando, hilando. Hace tres noches cayeron dos sobre la cama y no tuve compasión: las maté con tanto odio que me quedé dormido por el esfuerzo realizado. Antes les perdonaba la vida, ahora tengo una guerra a muerte con todos esos insectos: O ellas o yo.
He probado con todos los insecticidas y ya no sé cómo combatirlas. Han invadido el apartamento alquilado (el dueño me ha corrido varias veces por incumplimiento de pago) y me tienen acorralado. Es como si quisieran también echarme de casa, dejarme sin nada. Hasta se han metido en el monitor y en las partes más delicadas del tablero. Cada dos días tengo que hacerle mantenimiento. Y todo eso para nada porque al rato ya están dando vueltas por encima de mi cabeza, balanceándose encima de mí, haciendo círculos y más círculos, redes y más redes en los rincones, entre las patas de las sillas y mesa.
Fragmento / A XII
Cierro la puerta un poco confundido y temeroso. El dolor aún no ha desaparecido. No sé porqué sufro últimamente de jaqueca. No como chocolates, ni embutidos, no pruebo alimentos con glutamato de sodio; no bebo licor ni fumo. Es cierto que no siempre duermo a la hora ni llevo una vida sexual satisfactoria, aunque a veces libero mis endorfinas y me aseguro como puedo la serenidad.
El dolor se me presenta con contracción en los músculos del cuello, el rostro y la espalda. La tensión y el aburrimiento matan, eso dicen los que saben de esas cosas y escriben libros de autoayuda. Hay quienes sufren de dolor de cabeza cuando se encierran por mucho tiempo. O lo fines de semana cuando no tienen nada qué hacer.
Siento calor. Son las doce y media y ya estoy cansado. En esta ciudad los días son agobiantes y calurosos aún en invierno. Hay demasiado luz y humedad. Además, por si esto fuera poco, llegan muchos insectos y hasta culebras, en plan invasor, y no piden permiso para entrar. El ritmo del tiempo es lento y después del mediodía cae una pesadez que paraliza. A veces me acuesto, pero me levanto de malhumor. Por eso prefiero hacer lo que todos hacen en esta hora: ver la caja tonta.
(CONTINUARÁ)