Introducción a la cocina berciana (I)
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Introducción a la cocina berciana
Aunque me lo tome a broma e ironía, he de afirmar seriamente que la mesa, la buena mesa, es producto concentrado de cultura. La mesa ya es también conversación, diálogo, pero previamente se alimenta de la cocina. Los diferentes platos, como los buenos libros, son secreción de habilidades, de imaginación, de cruces en el gusto, de precipitados geográficos y desde luego históricos. El pozo de culturas que se ha estratificado en el Bierzo hace de él una encrucijada de gastronomía, de saberes, de sabores, de paladar, de fisiología del gusto. No en vano si en el ‘pedrusco’, de Cacabelos, surgen conchas de ostras no es puro azar afrodisíaco o venusino, sino constelación azarosa, zodiaco predeterminado hacia un Edén. A la archidiócesis culinaria de Compostela perteneció Cacabelos y aún todas la sangría gastronómica del Camino Jacobeo con la alteridad de las recetas que van y que entran. Empanadas bercianas, farsas en masa de pan debían ser las que en piedra románica se esculpieron en tiempo de Gelmírez, consagrador de Santa María de Cacabelos, en los capiteles de su refectorio compostelano.
La cocina berciana se nutre de esencias romanas, mozarabías, romanicismos feudales, botillerías góticas monacales, de algún que otro barroquismo señorial, y de la delicia monjil, siempre, claro, condicionada por un pueblo a medias agrícola y otro tanto pastor.
Con productos autóctonos se ha servido su mesa, y la despensa, y como es lógico el fogón de sus cocinas y chimeneas.
De las empanadas te hablo
Hay una cocina fundamentada esencialmente en el cerdo. La ‘matanza’ ha sido durante siglos un rito familiar y las mil filigranas que con el cerdo, puerco, marrano, cochino se han hecho perduran. El emperador -el basileos, diría un bizantino- del tipismo es el botillo. Hagamos abstracción de él, por el momento.
La mesa cuenta como característica inesquivable la de que hay que calzarla, albardarla, condicionarla, lardarla de pimientos y de pimentón, quizá también de guindilla que consigue a veces hacernos castañear de regusto o de llantina semejante a la de las cebollas.
Mil y dos platos se pueden degustar en el Bierzo. Sin ir más lejos, la ‘empanada de víspera del Cristo’, un poco a la pobre con cebolla, rezumante de pollo y sardina, teniendo cerca la bota de vinillo para tentarla y a la espera de ‘hoguera’ y las ‘carretillas’.
En lo de empanadas no queda ahí la cosa, pues puede embutirse de lampreas, ostras y desde luego empanada de trucha, pero lo que yo digo ahora es empanada de chorizo y picadillo y regustante. Archiberciano y con denominación original es la ‘empanada de batallón’, hojaldrada casi como un pastel, encharcada de pimientos de Bembibre o Ponferrada, cebollineta. Claro que esta empanada puede nutrirse de otros ‘manás’ cinegéticos de la tierra: conejos, codornices, cabritos, pollo y hasta afarolarse con guarniciones de acelgas que se escoltan de ese delicioso batracio que es la rana, cuyas ancas, bien picajosas, relamen. Pero también anguilas del Selmo y la sabrosidad de la sardina.
Hay aún otros palcos abiertos a esta sabrosidad. Porque a más de la de ‘batallón’, ‘empanada berciana’ se llama a la que se estofa, a tapa cerrada sobre papel de estraza, con lomo de cerdo, pichón, conejo guisado, lardoso, pringante de pimientos fritos o recién extraídos del bote. Cuando los hojaldres, trabajada su masa con manteca de cerdo, envalvan contenidos tan apetitosos y cotizados como los mentados queda aún la imaginación del cocinero para enrejillar la masa o barnizarla con huevos. Bien doradita así la empanada se come sobre todo las vísperas de fiestas, las tornafiestas o ‘praos’.
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La cocina visigótica de San Fructuoso y el hornazo
La harina y grasa de cerdo han sido elementos esenciales de la cocina berciana, sin muchas alimonias, aunque el ajonjolí –digo el sésamo- da origen a un nombre de pueblo berciano.
Creo que por su autoridad y regusto la empanada es visigótica. De ahí la aprendieron, por medio de Gelmírez, los gallegos cuando vino el arzobispo. A ella se refería sin duda San Fructuoso en su Regula Monachorum escrita en Compludo cuando en el capítulo V la menciona, va para 1500 años. Qué si ha llovido. Tostadas o gratinadas adquieren un sabor más denso y montaraz, casi áspero que no se lo quita el horno fuerte.
Al gusto ya de por sí tonificante del chorizo, jamón y huevos duros de la ‘empanada berciana’ hay que añadirle combinandola el de la perdiz. Pensemos que esta empanada ya tiene otro nombre: ‘fornazo’ y nada de extraño sería que fuera predilecta en la mesa del ‘palacio’ del señor de Bembibre o Arganza, o en la del comendador de los templarios -en vez de salir con la pamema de adorar un gato que dicen insensatos-, y desde luego en la de Plinio -que de cocina sabía un rato y en uno de sus libros da la receta-. Lo que sí era preciso para captar la empanada de batallón, un buen estómago. La digestión de la de ‘fornazo’ no anda en retranca y comer empanada excusa ya otro plato.
Lacón con grelos a la berciana
Lo de que la cocina berciana está influida de la gallega es para mí un mito. Lo que ocurre es que las condiciones de sus montañas son semejantes a las lucenses. Y de este núcleo social y orográfico, de semejantes condiciones de vida han surgido modos semejantes de cocina. Berciano es el lacón con grelos, y desde luego más que típico de nuestra tierra que de cualquier pueblo de la orilla marítima. De lacón con grelos buena cuenta debieron dar -derivado de su majestad el marrano, con perdón de Mahoma y los moriscos- los abades mofletudos de Candín o Teijeiro e incluso los sochantres de la Colegiata de Villafranca del Bierzo, que no tomaban chocolate con Muñoz Torrero que era liberal y jicarero.
No se sabe a qué carta quedarse si a los rientes cachelos tiznados de chorizo bien pringoso o a los grelos amarguillos. Sería sacrilegio de lesa vianda dudarlo. Dar el paso al frente para trinchar el brazuelo -el pizpierno, lacón cocido- suculentamente sabio, grasiento, casi como papada de abad. Más sabrosón que el mismo jamón este codillo, que hasta los mismos tresillistas han incorporado a su argot especializado en naipes para las tardes de partida. Hasta que no está casi cocido sería imperdonable adelantarse a proyectar grelos en la olla. Tiene más presencia aún si le presentan ar más los cuchillos -o trinchantes- boca abajo, como un trabuco a la funerala. Claro que después es el comer y ese ya es otro cantar.
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Sopas de ajo con chorizos de callo y otros potes
Se puede rizar el rizo con ‘chuletas a la berciana’, a condición de que el adobo se cocine de pimienta, perejil, hierbas finas y, lo que no podía faltar, como más primitivamente berciano, las lonchas de tocino en el adobo.
Por el lado del cerdo, aunque sea colateralmente, captamos las ‘sopas de ajo con chorizos de callo’, como los que engullía la juventud bembibrense de otros lustros, más o menos de tapadillo, tras los bailes de sociedad, en ‘Casa Ovella’.
Chorizo berciano y bueno, el que hacen nadar algunos en agua y vino, con más vino que agua y otros ringorrangos, salcochado, por precisar, en un Cacabelos.
No es para despreciar tampoco el ‘pote de peregrinos’ concheiros con algo más que potaje de gallofa.
El ‘Caldo berciano’ es suma, ‘summula’ medieval, enciclopedia, antología, caleidoscopio, arcoíris de sabores. Recuerdo el pote suspendido de las 'pregancias' en el 'burro' de la cocina de suelo en Albares de la Ribera. No es una olla podrida la del ‘caldo’, pero el paladar se arregosta de sabores. El apetito se esponja ante tales hervores.
En este retablillo abastecido de hermosas ‘cerdadas’ bercianas, indigestas para cualquier religionario del Corán o de la Torá, podemos refocilarnos igualmente con las ‘orejas de cerdo al estilo berciano’, con sus cebollas, ‘caldiño’, harina, pan frito, sal, manteca y limón. Las orejas adquieren mayor nitidez de paladar cuando están troceadas y uno de sus misterios es el del sofrito de cebolla picada en manteca. Un limón rociará como agua lustral aquel pan frito. Las orejas tienen también buen predicamento con limón.
La ‘cachelada' berciana no se queda a la zaga. Algo tiene que ver con el lacón con grelos. Su entidad más sostenida le hace enhebrarse al brazo bronco ibérico - no sé en qué medida céltico y druídico- de los chorizos enhiestos de pimienta, suculentos. Las patatas gruesas, geométricas se contagian del pringue choricero. De su caldo, de su cocimiento sale una vigilantísima sopa. Incluso las patatas tienen como piel de chorizo.
Por de pronto la cocina berciana es antigua, elemental, densa. Más feudal creadora y roquera se la sirve en Cacabelos, Ponferrada, Bembibre o Villafranca. No necesito personalizar etiquetas ni figones u hostales es primacialmente una colosal cocina de la cristiandad de Occidente.
Introducción a la cocina berciana
Aunque me lo tome a broma e ironía, he de afirmar seriamente que la mesa, la buena mesa, es producto concentrado de cultura. La mesa ya es también conversación, diálogo, pero previamente se alimenta de la cocina. Los diferentes platos, como los buenos libros, son secreción de habilidades, de imaginación, de cruces en el gusto, de precipitados geográficos y desde luego históricos. El pozo de culturas que se ha estratificado en el Bierzo hace de él una encrucijada de gastronomía, de saberes, de sabores, de paladar, de fisiología del gusto. No en vano si en el ‘pedrusco’, de Cacabelos, surgen conchas de ostras no es puro azar afrodisíaco o venusino, sino constelación azarosa, zodiaco predeterminado hacia un Edén. A la archidiócesis culinaria de Compostela perteneció Cacabelos y aún todas la sangría gastronómica del Camino Jacobeo con la alteridad de las recetas que van y que entran. Empanadas bercianas, farsas en masa de pan debían ser las que en piedra románica se esculpieron en tiempo de Gelmírez, consagrador de Santa María de Cacabelos, en los capiteles de su refectorio compostelano.
La cocina berciana se nutre de esencias romanas, mozarabías, romanicismos feudales, botillerías góticas monacales, de algún que otro barroquismo señorial, y de la delicia monjil, siempre, claro, condicionada por un pueblo a medias agrícola y otro tanto pastor.
Con productos autóctonos se ha servido su mesa, y la despensa, y como es lógico el fogón de sus cocinas y chimeneas.
De las empanadas te hablo
Hay una cocina fundamentada esencialmente en el cerdo. La ‘matanza’ ha sido durante siglos un rito familiar y las mil filigranas que con el cerdo, puerco, marrano, cochino se han hecho perduran. El emperador -el basileos, diría un bizantino- del tipismo es el botillo. Hagamos abstracción de él, por el momento.
La mesa cuenta como característica inesquivable la de que hay que calzarla, albardarla, condicionarla, lardarla de pimientos y de pimentón, quizá también de guindilla que consigue a veces hacernos castañear de regusto o de llantina semejante a la de las cebollas.
Mil y dos platos se pueden degustar en el Bierzo. Sin ir más lejos, la ‘empanada de víspera del Cristo’, un poco a la pobre con cebolla, rezumante de pollo y sardina, teniendo cerca la bota de vinillo para tentarla y a la espera de ‘hoguera’ y las ‘carretillas’.
En lo de empanadas no queda ahí la cosa, pues puede embutirse de lampreas, ostras y desde luego empanada de trucha, pero lo que yo digo ahora es empanada de chorizo y picadillo y regustante. Archiberciano y con denominación original es la ‘empanada de batallón’, hojaldrada casi como un pastel, encharcada de pimientos de Bembibre o Ponferrada, cebollineta. Claro que esta empanada puede nutrirse de otros ‘manás’ cinegéticos de la tierra: conejos, codornices, cabritos, pollo y hasta afarolarse con guarniciones de acelgas que se escoltan de ese delicioso batracio que es la rana, cuyas ancas, bien picajosas, relamen. Pero también anguilas del Selmo y la sabrosidad de la sardina.
Hay aún otros palcos abiertos a esta sabrosidad. Porque a más de la de ‘batallón’, ‘empanada berciana’ se llama a la que se estofa, a tapa cerrada sobre papel de estraza, con lomo de cerdo, pichón, conejo guisado, lardoso, pringante de pimientos fritos o recién extraídos del bote. Cuando los hojaldres, trabajada su masa con manteca de cerdo, envalvan contenidos tan apetitosos y cotizados como los mentados queda aún la imaginación del cocinero para enrejillar la masa o barnizarla con huevos. Bien doradita así la empanada se come sobre todo las vísperas de fiestas, las tornafiestas o ‘praos’.
La cocina visigótica de San Fructuoso y el hornazo
La harina y grasa de cerdo han sido elementos esenciales de la cocina berciana, sin muchas alimonias, aunque el ajonjolí –digo el sésamo- da origen a un nombre de pueblo berciano.
Creo que por su autoridad y regusto la empanada es visigótica. De ahí la aprendieron, por medio de Gelmírez, los gallegos cuando vino el arzobispo. A ella se refería sin duda San Fructuoso en su Regula Monachorum escrita en Compludo cuando en el capítulo V la menciona, va para 1500 años. Qué si ha llovido. Tostadas o gratinadas adquieren un sabor más denso y montaraz, casi áspero que no se lo quita el horno fuerte.
Al gusto ya de por sí tonificante del chorizo, jamón y huevos duros de la ‘empanada berciana’ hay que añadirle combinandola el de la perdiz. Pensemos que esta empanada ya tiene otro nombre: ‘fornazo’ y nada de extraño sería que fuera predilecta en la mesa del ‘palacio’ del señor de Bembibre o Arganza, o en la del comendador de los templarios -en vez de salir con la pamema de adorar un gato que dicen insensatos-, y desde luego en la de Plinio -que de cocina sabía un rato y en uno de sus libros da la receta-. Lo que sí era preciso para captar la empanada de batallón, un buen estómago. La digestión de la de ‘fornazo’ no anda en retranca y comer empanada excusa ya otro plato.
Lacón con grelos a la berciana
Lo de que la cocina berciana está influida de la gallega es para mí un mito. Lo que ocurre es que las condiciones de sus montañas son semejantes a las lucenses. Y de este núcleo social y orográfico, de semejantes condiciones de vida han surgido modos semejantes de cocina. Berciano es el lacón con grelos, y desde luego más que típico de nuestra tierra que de cualquier pueblo de la orilla marítima. De lacón con grelos buena cuenta debieron dar -derivado de su majestad el marrano, con perdón de Mahoma y los moriscos- los abades mofletudos de Candín o Teijeiro e incluso los sochantres de la Colegiata de Villafranca del Bierzo, que no tomaban chocolate con Muñoz Torrero que era liberal y jicarero.
No se sabe a qué carta quedarse si a los rientes cachelos tiznados de chorizo bien pringoso o a los grelos amarguillos. Sería sacrilegio de lesa vianda dudarlo. Dar el paso al frente para trinchar el brazuelo -el pizpierno, lacón cocido- suculentamente sabio, grasiento, casi como papada de abad. Más sabrosón que el mismo jamón este codillo, que hasta los mismos tresillistas han incorporado a su argot especializado en naipes para las tardes de partida. Hasta que no está casi cocido sería imperdonable adelantarse a proyectar grelos en la olla. Tiene más presencia aún si le presentan ar más los cuchillos -o trinchantes- boca abajo, como un trabuco a la funerala. Claro que después es el comer y ese ya es otro cantar.
Sopas de ajo con chorizos de callo y otros potes
Se puede rizar el rizo con ‘chuletas a la berciana’, a condición de que el adobo se cocine de pimienta, perejil, hierbas finas y, lo que no podía faltar, como más primitivamente berciano, las lonchas de tocino en el adobo.
Por el lado del cerdo, aunque sea colateralmente, captamos las ‘sopas de ajo con chorizos de callo’, como los que engullía la juventud bembibrense de otros lustros, más o menos de tapadillo, tras los bailes de sociedad, en ‘Casa Ovella’.
Chorizo berciano y bueno, el que hacen nadar algunos en agua y vino, con más vino que agua y otros ringorrangos, salcochado, por precisar, en un Cacabelos.
No es para despreciar tampoco el ‘pote de peregrinos’ concheiros con algo más que potaje de gallofa.
El ‘Caldo berciano’ es suma, ‘summula’ medieval, enciclopedia, antología, caleidoscopio, arcoíris de sabores. Recuerdo el pote suspendido de las 'pregancias' en el 'burro' de la cocina de suelo en Albares de la Ribera. No es una olla podrida la del ‘caldo’, pero el paladar se arregosta de sabores. El apetito se esponja ante tales hervores.
En este retablillo abastecido de hermosas ‘cerdadas’ bercianas, indigestas para cualquier religionario del Corán o de la Torá, podemos refocilarnos igualmente con las ‘orejas de cerdo al estilo berciano’, con sus cebollas, ‘caldiño’, harina, pan frito, sal, manteca y limón. Las orejas adquieren mayor nitidez de paladar cuando están troceadas y uno de sus misterios es el del sofrito de cebolla picada en manteca. Un limón rociará como agua lustral aquel pan frito. Las orejas tienen también buen predicamento con limón.
La ‘cachelada' berciana no se queda a la zaga. Algo tiene que ver con el lacón con grelos. Su entidad más sostenida le hace enhebrarse al brazo bronco ibérico - no sé en qué medida céltico y druídico- de los chorizos enhiestos de pimienta, suculentos. Las patatas gruesas, geométricas se contagian del pringue choricero. De su caldo, de su cocimiento sale una vigilantísima sopa. Incluso las patatas tienen como piel de chorizo.
Por de pronto la cocina berciana es antigua, elemental, densa. Más feudal creadora y roquera se la sirve en Cacabelos, Ponferrada, Bembibre o Villafranca. No necesito personalizar etiquetas ni figones u hostales es primacialmente una colosal cocina de la cristiandad de Occidente.