Demos, cracias y machombres
![[Img #52942]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2021/1298__pilar-dsc0014.jpg)
Las mujeres sabemos bien lo que significa “una democracia imperfecta”. Y no precisamente desde ayer, sufragio universal y constituciones mediante, sino desde el origen mismo de un sistema político que en la Atenas del siglo VI a. de C. excluía a los extranjeros, los esclavos, los niños y, cómo no, a las mujeres. Son algo más que flecos apolillados de tapices antiguos, que restos de ese pasado que dicen que hay que superar precisamente los mismos que justifican, con los pies más metidos en el siglo XXI que las mentes,la vigencia de derechos dinásticos, leyes rancias, fueros antañones, privilegios procedentes de la Reconquista o la ‘Cruzada’, tradiciones, festejos, supremacismos y supremachismos que “siempre han estado ahí” y “forman parte de nuestra cultura”, la que sea y de donde provenga siempre que coincida con creencias e intereses muy concretos, según una ley del embudo no por conocida menos indignante.
Cuando en algunas partes del mundo el absolutismo dejó paso al constitucionalismo y el autoritarismo a la soberanía popular; cuando el concepto de ‘progreso’se asoció a la implantación de unos derechos en principio universales, las mujeres, no sin lucha y reprobación social, fueron accediendo al voto aunque siguieron quedándose en casa al contraer matrimonio, felizmente patiquebradas y comodiosmanda, pues suya era la responsabilidad del cuidado del hogar y los hijos. ¿Puede cualquier mujer aspirar a mayor realización como persona? Y en el caso de que se empecinaran en trabajar o no les quedara más remedio, sus trabajos estaban menos valorados y peor remunerados que los de los hombres. El mundo a su alrededor no las elogiaba por su inteligencia o capacidad sino por su apariencia y habilidades domésticas, celofán que preservaba un regalo de modestia y recato que las hiciera aún más atractivas en el mercado conyugal. Y así siguieron dependiendo emocional y económicamente de sus maridos, necesitando autorización para estudiar, conducir o administrar su patrimonio, sin poder de elección, decisión y hasta movimientos, todo aquello que recordamos quienes tenemos memoria o lecturas suficientes y que por fortuna ha ido desprendiéndose con el paso de los años -aunque por desgracia solo en algunas culturas de talante democrático- como una costra de grasa tan rancia como algunas ideas y cuya limpieza exige esfuerzo, cepillo de raíz y un buen desincrustante.
Sabemos de sobra lo que son las ‘democracias imperfectas’, vaya si lo sabemos. Las que siguen tolerando que gobernantes y creencias religiosas fiscalicen nuestras mentes, nuestras camas, nuestros armarios, nuestros vientres. Las que juzgan y prohíben. Las de las jaulas doradas y los techos de cristal. Las paternalistas y negacionistas. Las que usan el venablo de la lengua para descalificar a cualquier mujer en el ejercicio de su profesión, de su libertad de expresión, de su libre albedrío con los consabidos ‘histérica’, ‘loca’, ‘puta’, ‘guarra’ para los que no hay límite de edad, condición social o nivel cultural. Todas, de ministras a niñas de instituto, de manifestantes que reivindican a trabajadoras que se ganan la vida, somos histéricas, locas, putas y guarras si levantamos la voz o la cabeza, si oponemos nuestro criterio y conducta a la supuesta ‘autoridad’ de un machombre cuyos complejos no suelen emplear argumentos sino prepotencia y agresividad. Aunque siempre hay quienes lo ridiculizan o lo niegan desde sus foros, escaños y cavernas sin Platón.
No es este, sin embargo, el único aspecto en el que es necesario incidir. Las democracias son tan imperfectas que nos exigen remozar constantemente sus desconchones. Cuando se vulneran los mismos principios y derechos constitucionales que se esgrimen y pregonan a conveniencia, como el de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley; cuando hay personas que deben rendir cuentas y personas aforadas y hasta inimputables sea cual sea su delito; cuando algunos estamentos disfrutan de unos privilegios que pocos cuestionan y que todos subvencionamos; cuando cien mil votos de una zona valen menos que cien de otra; cuando un niño que nace con su pan debajo del brazo ha de entregar el corrusco para beneficio público y uno que nace con un talonario de cheques no entrega ni la tapa del bolígrafo con que los firmará cuando crezca, resulta pretencioso, amén de falso, insistir en la excelencia democrática en lugar de esforzarse enmejorarla.
Porque reconocer que aún se está lejos de una perfección por otra parte inalcanzable no es renegar de lo obtenido, sino practicar el saludable ejercicio de la autocrítica. El primer indicio de que se vive en una democracia es poder señalar sus errores sin que nadie se fije en el dedo mientras se desentiende de lo que este apunta, sin que la mordaza se ajuste a la boca de los golpeados mientras tolera la arbitrariedad de los ejecutores, sin que se teman más las palabras cantadas o rotuladas que a los que añoran las dictaduras y los fusilamientos en masa, que los brazos en alto, los secretos de Estado, la corrupción sistémica y sistemática, el preocupante sesgo ideológico de los medios de comunicación o de las instituciones que deberían garantizar el cumplimiento de las leyes y la seguridad de todos; sin que se persiga más la pobreza y la inmigración que la injusticia flagrante, a los que reivindican la vida digna y el buen morir que a quienes pretenden salvar embriones mientras defienden con desparpajo que se abandone a su (triste) suerte en altamar a los fugitivos de la guerra o el hambre…y tantos otros fallos de la democracia que omito porque claman con su propia voz sin necesidad de la mía.
Los hombres y mujeres que sabemos lo que supone una dictadura y lo que exige una democracia tenemos miedo de unas generaciones desinformadas que mitifican con épica idiota a regímenes represores de libertades y derechos que ha costado siglos y sangre conquistar; que imitan sus gestos y emblemas y frivolizan su horror por ignorancia. Tales ideologías, se sitúen a la izquierda o a la derecha, son peligrosas, retrógradas e implacables con los disidentes y nunca deberían volver ni ser blanqueadas, como estamos viendo de un tiempo a esta parte, porque corremos el riesgo de que se repita una historia que suele terminar blanqueando en cal viva. No se trata de un videojuego donde el ganador se decide a mamporrazos y del que uno se desconecta a voluntad, esto es la realidad y en esta realidad hay paro y explotación, corrupción, leyes que no protegen a los más débiles y una enorme, antigua y pestilente cloaca bajo la alfombra.
¿Podremos seguir viviendo eternamente con la venda en los ojos, la pinza en la nariz, el soma en los labios, las manos atadas y la cantinela adormecedora en los auriculares o la pantalla, sumisos, impasibles, conformistas, esclavos?
Una democracia siempre será imperfecta si se deja a alguien fuera: mujeres, niños, extranjeros o ilotas, a barrios enteros sin luz, a familias desahuciadas, a jóvenes sin futuro, ancianos a su suerte, colectivos sin derechos… a personas, las que sea, sin sueños ni presente ni banquete con perdices.
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Las mujeres sabemos bien lo que significa “una democracia imperfecta”. Y no precisamente desde ayer, sufragio universal y constituciones mediante, sino desde el origen mismo de un sistema político que en la Atenas del siglo VI a. de C. excluía a los extranjeros, los esclavos, los niños y, cómo no, a las mujeres. Son algo más que flecos apolillados de tapices antiguos, que restos de ese pasado que dicen que hay que superar precisamente los mismos que justifican, con los pies más metidos en el siglo XXI que las mentes,la vigencia de derechos dinásticos, leyes rancias, fueros antañones, privilegios procedentes de la Reconquista o la ‘Cruzada’, tradiciones, festejos, supremacismos y supremachismos que “siempre han estado ahí” y “forman parte de nuestra cultura”, la que sea y de donde provenga siempre que coincida con creencias e intereses muy concretos, según una ley del embudo no por conocida menos indignante.
Cuando en algunas partes del mundo el absolutismo dejó paso al constitucionalismo y el autoritarismo a la soberanía popular; cuando el concepto de ‘progreso’se asoció a la implantación de unos derechos en principio universales, las mujeres, no sin lucha y reprobación social, fueron accediendo al voto aunque siguieron quedándose en casa al contraer matrimonio, felizmente patiquebradas y comodiosmanda, pues suya era la responsabilidad del cuidado del hogar y los hijos. ¿Puede cualquier mujer aspirar a mayor realización como persona? Y en el caso de que se empecinaran en trabajar o no les quedara más remedio, sus trabajos estaban menos valorados y peor remunerados que los de los hombres. El mundo a su alrededor no las elogiaba por su inteligencia o capacidad sino por su apariencia y habilidades domésticas, celofán que preservaba un regalo de modestia y recato que las hiciera aún más atractivas en el mercado conyugal. Y así siguieron dependiendo emocional y económicamente de sus maridos, necesitando autorización para estudiar, conducir o administrar su patrimonio, sin poder de elección, decisión y hasta movimientos, todo aquello que recordamos quienes tenemos memoria o lecturas suficientes y que por fortuna ha ido desprendiéndose con el paso de los años -aunque por desgracia solo en algunas culturas de talante democrático- como una costra de grasa tan rancia como algunas ideas y cuya limpieza exige esfuerzo, cepillo de raíz y un buen desincrustante.
Sabemos de sobra lo que son las ‘democracias imperfectas’, vaya si lo sabemos. Las que siguen tolerando que gobernantes y creencias religiosas fiscalicen nuestras mentes, nuestras camas, nuestros armarios, nuestros vientres. Las que juzgan y prohíben. Las de las jaulas doradas y los techos de cristal. Las paternalistas y negacionistas. Las que usan el venablo de la lengua para descalificar a cualquier mujer en el ejercicio de su profesión, de su libertad de expresión, de su libre albedrío con los consabidos ‘histérica’, ‘loca’, ‘puta’, ‘guarra’ para los que no hay límite de edad, condición social o nivel cultural. Todas, de ministras a niñas de instituto, de manifestantes que reivindican a trabajadoras que se ganan la vida, somos histéricas, locas, putas y guarras si levantamos la voz o la cabeza, si oponemos nuestro criterio y conducta a la supuesta ‘autoridad’ de un machombre cuyos complejos no suelen emplear argumentos sino prepotencia y agresividad. Aunque siempre hay quienes lo ridiculizan o lo niegan desde sus foros, escaños y cavernas sin Platón.
No es este, sin embargo, el único aspecto en el que es necesario incidir. Las democracias son tan imperfectas que nos exigen remozar constantemente sus desconchones. Cuando se vulneran los mismos principios y derechos constitucionales que se esgrimen y pregonan a conveniencia, como el de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley; cuando hay personas que deben rendir cuentas y personas aforadas y hasta inimputables sea cual sea su delito; cuando algunos estamentos disfrutan de unos privilegios que pocos cuestionan y que todos subvencionamos; cuando cien mil votos de una zona valen menos que cien de otra; cuando un niño que nace con su pan debajo del brazo ha de entregar el corrusco para beneficio público y uno que nace con un talonario de cheques no entrega ni la tapa del bolígrafo con que los firmará cuando crezca, resulta pretencioso, amén de falso, insistir en la excelencia democrática en lugar de esforzarse enmejorarla.
Porque reconocer que aún se está lejos de una perfección por otra parte inalcanzable no es renegar de lo obtenido, sino practicar el saludable ejercicio de la autocrítica. El primer indicio de que se vive en una democracia es poder señalar sus errores sin que nadie se fije en el dedo mientras se desentiende de lo que este apunta, sin que la mordaza se ajuste a la boca de los golpeados mientras tolera la arbitrariedad de los ejecutores, sin que se teman más las palabras cantadas o rotuladas que a los que añoran las dictaduras y los fusilamientos en masa, que los brazos en alto, los secretos de Estado, la corrupción sistémica y sistemática, el preocupante sesgo ideológico de los medios de comunicación o de las instituciones que deberían garantizar el cumplimiento de las leyes y la seguridad de todos; sin que se persiga más la pobreza y la inmigración que la injusticia flagrante, a los que reivindican la vida digna y el buen morir que a quienes pretenden salvar embriones mientras defienden con desparpajo que se abandone a su (triste) suerte en altamar a los fugitivos de la guerra o el hambre…y tantos otros fallos de la democracia que omito porque claman con su propia voz sin necesidad de la mía.
Los hombres y mujeres que sabemos lo que supone una dictadura y lo que exige una democracia tenemos miedo de unas generaciones desinformadas que mitifican con épica idiota a regímenes represores de libertades y derechos que ha costado siglos y sangre conquistar; que imitan sus gestos y emblemas y frivolizan su horror por ignorancia. Tales ideologías, se sitúen a la izquierda o a la derecha, son peligrosas, retrógradas e implacables con los disidentes y nunca deberían volver ni ser blanqueadas, como estamos viendo de un tiempo a esta parte, porque corremos el riesgo de que se repita una historia que suele terminar blanqueando en cal viva. No se trata de un videojuego donde el ganador se decide a mamporrazos y del que uno se desconecta a voluntad, esto es la realidad y en esta realidad hay paro y explotación, corrupción, leyes que no protegen a los más débiles y una enorme, antigua y pestilente cloaca bajo la alfombra.
¿Podremos seguir viviendo eternamente con la venda en los ojos, la pinza en la nariz, el soma en los labios, las manos atadas y la cantinela adormecedora en los auriculares o la pantalla, sumisos, impasibles, conformistas, esclavos?
Una democracia siempre será imperfecta si se deja a alguien fuera: mujeres, niños, extranjeros o ilotas, a barrios enteros sin luz, a familias desahuciadas, a jóvenes sin futuro, ancianos a su suerte, colectivos sin derechos… a personas, las que sea, sin sueños ni presente ni banquete con perdices.






