Sol Gómez Arteaga
Sábado, 27 de Febrero de 2021

Distancia

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Cuando era adolescente, calculo que tendría como diecisiete años, a la madre de una amiga le detectaron un cáncer. Al enterarme tuve una crisis, lloraba sin consuelo. Este sería uno de mis primeros acercamientos al dolor. Mi madre, al observar mi reacción, queriendo resguardarme de dolores futuros, me dio un consejo: me dijo que debía reservar mi sufrimiento para las desgracias que me tocaran más de cerca, que no podía cargar sobre mis espaldas todas las penurias del mundo. Priorizar en el dolor. Aquello me resultó inasumible, extraño, distante, y aunque han pasado muchos años nunca lo olvidé.

 

Creo que cada persona tenemos una manera de ser, de sentir, un carácter. Unos somos más sensibles, otros más fríos, otros más extrovertidos y expresivos, otros más p´ adentro. También creo que no es malo que nos duela el dolor de los otros, ni sacar las emociones (alegría, enfado, tristeza, miedo, esperanza…) que nos provoca lo que vemos, sentimos, oímos. Esa es la mejor manifestación de que somos humanos, también la mejor forma de hacer frente a lo que nos afecta. Mi madre, que tiene ochenta y seis años, como muchas mujeres de su generación, pasó mucho, y lo hizo p’adentro, y p’adentro se hizo a sí misma como buenamente pudo, digiriendo en tardes solitarias y noches cerradas sus preocupaciones, conflictos, temores, presagios.

 

En este nuevo escenario que nadie o casi nadie hubiéramos llegado a imaginar ni por asomo, la muerte se está llevando a miles de personas de todas las edades, pero se está cebando principalmente con la generación de nuestros mayores, una generación que sin tener nada lo dio todo, lo superó todo, lo pudo todo y, ahora, como si de una broma demasiado perversa se tratara, se va en un tris. Aunque sé que atribuir a la vida un sentido de justicia es algo tan pueril como erróneo, porque la vida y las leyes de la naturaleza son muchas cosas pero no justas, esto es algo que me tiene profundamente perpleja.

 

En este nuevo escenario en el que las desgracias se suceden sin tregua (hace casi un mes nos dejó una vecina apreciada de la otra calle, la pasada semana un tío) el consejo de mi madre se impone sin remedio. Aunque sea duro decirlo, unas muertes pesan más sobre mis espaldas que otras en función de la carga afectiva, del trato, de la afinidad. Cada vez miro con más distancia -miro sin querer mirar- las cifras relativas al número de fallecidos que se suceden sin cesar, como inmunizándome también emocionalmente ante la magnitud de la tragedia. Sí, sin duda alguna, en esto del dolor y de la pérdida hay grados.

 

Y acaso por una ley humana de compensaciones aprendo a discernir entre lo principal y lo accesorio. Aparto los sinsabores y preocupaciones que no aportan nada o hacen daño y me atrinchero en la belleza de las cosas simples, genuinas: la contemplación de la nervadura de una hoja seca, la luz que crece de nuevo al atardecer, la promesa de una nueva primavera. Ese es mi refugio.  

 

No tengo hijos, pero de tenerlos, les daría el mismo consejo que mi madre me dio cuando yo era adolescente. Un consejo forjado en la experiencia, en el amor, en el cuidado, en el sentido protector que viene de antiguo, del hecho intrínseco de ser madre. No era mi madre la que me hablaba hace más de treinta años, era la voz ancestral de todas las madres. 

 

Y aquí me viene a la cabeza la respuesta de Mafalda cuando en el comic un rubito y dientudo Felipe Jeremías, sentado y con aspecto de estar hecho polvo, pregunta a la lúcida niña:

 

-¿Y tú que tomas para estar mejor?

 

Y la niña lúcida, repipi, de pie frente a él, maternal -Mafalda es como una mamá grande-, contesta:

 

-Yo tomo distancia.

 

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