Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 06 de Marzo de 2021

El aperitivo

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Dudar a estas alturas de que el retorno a la normalidad desde la pandemia no se cobrará traumas en nuestra vida cotidiana es divisar la realidad desde otro mundo. No ya sobre el horizonte, si no ante nuestras mismas narices, pululan  costumbres y estilos que tienen la absoluta vocación de presente, cuando hace menos de un cuarto de hora eran el apasionante futuro que asomaba retador y rebosante de atractivos. Una metáfora: degustamos el aperitivo de una comida en carta, sabrosa, pero con alto riesgo de indigestión tras la deglución.

 

Hay que recurrir de nuevo a algún que otro tópico. El que se lleva la palma es el referido a que las tecnologías en sí mismas, ni son buenas, ni son malas. Estos calificativos se desprenden de su uso. Y lo visto hasta ahora no apunta a una mejor calidad de vida para la ciudadanía, porque transitan en volandas del apresuramiento por groseras  plusvalías económicas y radicales transformaciones en los conceptos sociales de igualdad, participación y justicia, que deben regir en las nuevas etapas histórica, para que certifiquen con autenticidad el saludable avance de la humanidad. La moneda que dirimirá la cara de una revolución o la cruz de una involución esta todavía girando en el aire.

 

Esta revolución/involución tecnológica que aguardamos - como todas las que en la historia han sido, son y serán - entre la expectación y el miedo, siempre parten, para su definitivo asentamiento, de los modos de vida cotidianos, no de las hazañas con capítulo propio en la historia.

 

La pandemia nos ha familiarizado e hipnotizado con dos conceptos que han llegado para instalarse unas cuantas generaciones, sin despejar muchos de los interrogantes de ecuación compuesta tan compleja. Teletrabajo y banca en línea (me resisto como gato panza arriba a la colonización de mi idioma) son parte de un acervo léxico como automóvil u ordenador fueron estandartes evolutivos de tecnologías pretéritas.

 

Dinero y trabajo, tan solapados, ya actúan con licencia reglada de facto, no de legis, por los efectos de la pandemia. Los bancos han barrido de un plumazo servicios  esenciales para una significativa cuota de población analógica que ha cometido el pecado de llegar tarde a la redentora digitalización. Los servicios de atención al cliente han derivado a artilugios que los mayores de cincuenta años se ven y desean para manipular. La voz familiar y amable del cajero de carne y hueso, tras una ventanilla, ha sido suplantada por un soniquete hojalatero de robot de película de la serie B, que no admite matices que se salgan de su perorata cansina e irritante. Si se quiere operar en caja y reclamar el loable derecho a manosear tu dinero, habrá que atenerse al horario discrecional y a la molestia de madrugar. Y si no pasas por el aro del cajero automático o de la aventura de Internet, remedo de una Sierra Morena contemporánea, a pagar comisiones que vienen a ser como modernos derechos feudales de peaje. Vaya, que el atraco ha cambiado de ruta; si antes era de fuera a adentro, ahora es de dentro a afuera. Y, al mismo tiempo, ¿dónde están los órganos regulatorios de la competencia? Infunde sospecha de prácticas de cártel, que todo un sector, que adeuda un buen dinero a la ciudadanía española para tapar sus desmanes en los años previos a la Gran Recesión, se haya puesto de acuerdo al mismo tiempo para establecer condiciones leoninas a sus clientes, en un contexto de mosqueante silencio administrativo de los llamados órganos reguladores, subrayados de independientes.

 

Trabajar en casa. Suena a una especia de parnaso. Pero, cuidado, puede tener más trampas que una película de chinos. Para empezar individualiza la relación empleado-empresa. Y de todos es sabido que en ese plano, sin la fuerza de un colectivo detrás del trabajador,  éste lleva las de perder ante las maniobrabilidades de todo tipo de una  compañía mercantil. El trabajo en grupo es fácilmente visible y medible. No sucede lo mismo en el aislamiento de la casa propia. ¿Asoma, acaso, la figura de una esclavitud virtual o a domicilio?  Vuelve cruda y real  la imagen histórica del empleado sometido al dictado de patronazgos gestores de explotaciones inmisericordes. Una involución, sin duda.  Grandes literatos nos la retrataron.  

 

No hay que desdeñar la radical transformación que el teletrabajo puede inducir en las relaciones sociales. El hombre es gregario por naturaleza. Necesita de la compañía de sus semejantes. En soledad será más manipulable, no solo para los agentes económicos, sino para los poderes políticos. Los grandes depredadores, antes de hincar el diente, se obligan a aislar de la manada a la pieza elegida. El desamparo es máxima expresión de vulnerabilidad.

 

Ya tenemos el aperitivo de este menú del mañana. Quedan por degustar los platos fuertes y grasientos de la robótica; no otra cosa que la máquina supliendo al humano. Si el robot invade el espacio trabajo, coto del hombre desde la noche de los tiempos, ¿qué nos queda? ¿el ocio infinito? Tiempo ha se nos prometió un Edén y, no tardando mucho, aquello fue sudor en la frente y parir con dolor.

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