Incorregible
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“Yo sé que existo
Porque tú me imaginas.”
(Ángel González)
Esta vez –no sé muy bien por qué– lo dejé todo y le presté atención. Dejé la televisión, o la radio, o el ordenador, o la lectura, o la reparación de alguna cosa, o, en fin, cuanto estaba haciendo, y me fui con ella. Me senté a su lado y la escuché. Sus palabras me llegaban directas, me entraban, las comprendía. A cuanto me estaba diciendo asentía ligeramente con la cabeza, moviéndola hacia arriba y hacia abajo, o sonreía levemente. En una pausa, aproveché para decirle que sí, que tenía razón, que yo hubiera hecho lo mismo. Después continuó contando, y yo me giré hacia ella. La tuve enfrente, cara a cara.
Me gustaba verla hablar, cómo movía las manos, cómo se apartaba el pelo de la cara y lo echaba hacia atrás. ¡Cuánta sensualidad había en ese gesto! ¡Cuánta belleza! Es cierto, ya no era la muchacha que conocí en el instituto. Su cabello, siempre tan negro, estaba entreverado con algunas hebras plateadas, y cada vez se le veían más, y más blancas, de nieve todas; pronto se lo tendría que teñir. Tampoco su piel era la de entonces: tenía algunas arrugas y parecía menos suave. No era de terciopelo. Con todo, no se apreciaban muchos estragos en su rostro. El tiempo no la había tratado tan mal. Pues, de tanto hablar, las mejillas se la habían encendido, como se le encendían cuando de novios nos quedábamos solos, y los ojos, del color de las avellanas, aún emitían algunos brillos; aún podían hablar, decir cosas, incluso cosas que hubiera sido mejor callar. Unos ojos por donde se podía ver el corazón. Lo mejor era la sonrisa, que la conservaba intacta, como el primer día que la conocí. Una sonrisa clara, llena de luz, cautivadora.
Tuve la tentación de alargar la mano y tocarla: mesar su pelo, acariciar sus mejillas y su cuello; pasar el dedo corazón por sus labios y hacerla callar un poco. Quedarme otra vez a solas y en silencio con ella. Sentí deseos de besarla y de amarla. De volar con ella al cielo. De morirnos los dos un momento junto a las estrellas. Pero no lo hice, la dejé hablar, hablar y hablar. Hasta que se dio cuenta de que yo ya no estaba, de que me había ido a otros mundos, lejos. Se dio cuenta de que sus palabras no me alcanzaban, se perdían en la distancia, y morían, sin llegar a mí.
Entonces, comprendió que era inútil seguir hablando, y se marchó, convencida de que otra vez la había abandonado, otra vez más. Yo estaba tan cerca de ella, la tenía tan dentro de mí, tan dentro, que ni me di cuenta de que se había ido, ni de lo que había dicho mientras se iba. Mas, cuando supe que me había quedado solo, también yo comprendí… comprendí que no sabía estar con ella, que no sabía estar sin ella. Comprendí que era incorregible. Demasiado tarde ya para cambiar.
“Yo sé que existo
Porque tú me imaginas.”
(Ángel González)
Esta vez –no sé muy bien por qué– lo dejé todo y le presté atención. Dejé la televisión, o la radio, o el ordenador, o la lectura, o la reparación de alguna cosa, o, en fin, cuanto estaba haciendo, y me fui con ella. Me senté a su lado y la escuché. Sus palabras me llegaban directas, me entraban, las comprendía. A cuanto me estaba diciendo asentía ligeramente con la cabeza, moviéndola hacia arriba y hacia abajo, o sonreía levemente. En una pausa, aproveché para decirle que sí, que tenía razón, que yo hubiera hecho lo mismo. Después continuó contando, y yo me giré hacia ella. La tuve enfrente, cara a cara.
Me gustaba verla hablar, cómo movía las manos, cómo se apartaba el pelo de la cara y lo echaba hacia atrás. ¡Cuánta sensualidad había en ese gesto! ¡Cuánta belleza! Es cierto, ya no era la muchacha que conocí en el instituto. Su cabello, siempre tan negro, estaba entreverado con algunas hebras plateadas, y cada vez se le veían más, y más blancas, de nieve todas; pronto se lo tendría que teñir. Tampoco su piel era la de entonces: tenía algunas arrugas y parecía menos suave. No era de terciopelo. Con todo, no se apreciaban muchos estragos en su rostro. El tiempo no la había tratado tan mal. Pues, de tanto hablar, las mejillas se la habían encendido, como se le encendían cuando de novios nos quedábamos solos, y los ojos, del color de las avellanas, aún emitían algunos brillos; aún podían hablar, decir cosas, incluso cosas que hubiera sido mejor callar. Unos ojos por donde se podía ver el corazón. Lo mejor era la sonrisa, que la conservaba intacta, como el primer día que la conocí. Una sonrisa clara, llena de luz, cautivadora.
Tuve la tentación de alargar la mano y tocarla: mesar su pelo, acariciar sus mejillas y su cuello; pasar el dedo corazón por sus labios y hacerla callar un poco. Quedarme otra vez a solas y en silencio con ella. Sentí deseos de besarla y de amarla. De volar con ella al cielo. De morirnos los dos un momento junto a las estrellas. Pero no lo hice, la dejé hablar, hablar y hablar. Hasta que se dio cuenta de que yo ya no estaba, de que me había ido a otros mundos, lejos. Se dio cuenta de que sus palabras no me alcanzaban, se perdían en la distancia, y morían, sin llegar a mí.
Entonces, comprendió que era inútil seguir hablando, y se marchó, convencida de que otra vez la había abandonado, otra vez más. Yo estaba tan cerca de ella, la tenía tan dentro de mí, tan dentro, que ni me di cuenta de que se había ido, ni de lo que había dicho mientras se iba. Mas, cuando supe que me había quedado solo, también yo comprendí… comprendí que no sabía estar con ella, que no sabía estar sin ella. Comprendí que era incorregible. Demasiado tarde ya para cambiar.