Y de nuevo Madrid
Hace justo un año azotó inmisericorde la pandemia. Hoy lo hacen los políticos. Aquella, vacunas mediante, se va controlando, y en muchos impera la esperanza de que será una maldición demoledora, pero pasajera. Éstos son un ciclón que todo lo arrasa por la incompetencia manifiesta de las cabezas más visibles, aunque, por la forma de actuar, se asemejen más a testículos u ovarios. Al contrario que la otra tiene voluntad de permanencia, junto al sonido de un tic-tac de bomba de relojería.
Los madrileños padecemos en el plazo de trescientos sesenta y cinco días de año reglamentario un doble terremoto. Uno, con epicentro en un lugar de China de cuyo nombre no quiero acordarme. Otro, en Murcia, donde la huerta política ha vuelto a cosechar las miserias de una casta de dirigentes sin talla ni para una comunidad de vecinos. Con el ADN de su impúdica desvergüenza alardean de alta política en lo que únicamente son trapicheos o trucos de sirlero en pos del sillón del poder.
Madrid no ha sido foro, villa, capital de nación o comunidad autónoma - cualquier acepción vale- agraciada por el maná de grandeza y cosmopolitismo de ciudades capitalinas al modo de Londres, París, Roma. Las naciones y nacionales que las representan las muestran al mundo con orgullo, las cuidan, las miman, las exponen como emblema de grandezas pasadas, presentes y futuras. En España, esta punta de nuestro iceberg es despreciada, ninguneada bajo el término de poblachón. Los políticos de medio pelo, que empiezan a ser y estar más de lo que pensábamos, ponen sus ojos en ella para mercadear y dirimir una democracia de cloaca.
Es como si su centralidad en el mapa peninsular fuera continua diana de los dardos hirientes de la historia. Presumió de la vitola de gesta cuando se levantó contra la ilustración frente a la carcoma de las sotanas y coronas atenazadas a lo medieval. Llamó Pepe Botella a un rey abstemio que en poco tiempo hizo más por ella que buena parte de la larga lista de la realeza española. Terminó apodando El Deseado a un monarca felón que arrastra el baldón de ser el peor entre ciento veintinueve testas coronadas. Deambuló en el siglo XIX entre cuartelazos, algaradas, república de cinco minutos y restauraciones lampedusianas de ficticios cambios para seguir igual. Su gran honor: cronistas excelsos como Mariano José de Larra y Benito Pérez Galdós.
Cambió el siglo, pero no el destino. Cayó un rey con el ordinal trece. Se alzó una república, la segunda, a la que entre todos mataron y ella sola se murió. Hizo orgullo de asedio y resistencia en una guerra civil. La culminó un desfile de vencedores que, con jactancia, llamaron de la victoria, pero resultado del mayor fracaso de convivencia paisana que pueda ofrecer la historia. Caminó cuatro décadas al paso alegre de la paz, la de las acalladas discrepancias en los inapelables argumentos del palo y tentetieso. Mordaza y cárcel.
Vuelve por do solía. Cuando los madrileños, gentilicio de todos los que viven aquí, no nos hemos sobrepuesto al trauma de un centro de ocio convertido en morgue. Cuando se nos ha presentado la imagen real de la Gran Vía desierta, con impacto visual semejante al que levantó de las butacas del cine la escena ficticia de la estatua de La Libertad semienterrada, en El planeta de los simios, irrumpe una nueva versión de política zarzuelera con chulapos y manolas que mimetizan en el sainete la grandeza teórica de su ciencia.
Madrid recupera el aberrante lenguaje de las intolerancias, de los maniqueísmos que son germen de sus enconos seculares. Se reclama el voto hacia la contra y no hacia el pro. Resuenan lemas que se creían superados y que solo han generado pesadillas y dramas. Se ha abonado y regado la polarización doctrinal con eslóganes bajo conjunciones disyuntivas irreconciliables, apuñalando las copulativas que suman y enriquecen. Se olisquea un hedor a muertos vivientes.
Aquí, en Madrid, se ha vuelto a posar la más grosera y rancia versión patria del conservadurismo y del progresismo, de las derechas y de las izquierdas, por sus excesos y defectos, derechona e izquierdita. La primera, asida a privilegios caciquiles y aristocráticos. Hipnotizada por el mercantilismo del dejar hacer, dejar pasar. Abomina de lo público, pero cómo le reza cuando vienen mal dadas, como ahora. Prueba del algodón: en esta crisis sanitaria antepone economía a salud, o, cuando menos, ponen mala cara, a la preeminencia de la segunda. La segunda, en permanente reivindicación de asaltos a palacios de invierno, aunque los cambie por cielos, se supone que azules e inmaculados. Demanda a cada generación la obligatoriedad de una revolución, venga o no venga a cuento. No se apea de la matraca de la sociedad sin clases, cuando cae vez sí, vez también, en la contradicción suprema de la élite dirigente. Se empacha de democracia, pero tacha de revisionismo cualquier puntualización a sus dogmas.
Y, sin embargo, Madrid embelesa. La recitan y cantan poetas y músicos. De todas sus descripciones, esta de Sabina, otro cronista de lujo: allá donde se cruzan los caminos, donde el mar no se puede concebir, donde regresa siempre el fugitivo, pongamos que hablo de Madrid. Esta columna se merece un punto final feliz.
Hace justo un año azotó inmisericorde la pandemia. Hoy lo hacen los políticos. Aquella, vacunas mediante, se va controlando, y en muchos impera la esperanza de que será una maldición demoledora, pero pasajera. Éstos son un ciclón que todo lo arrasa por la incompetencia manifiesta de las cabezas más visibles, aunque, por la forma de actuar, se asemejen más a testículos u ovarios. Al contrario que la otra tiene voluntad de permanencia, junto al sonido de un tic-tac de bomba de relojería.
Los madrileños padecemos en el plazo de trescientos sesenta y cinco días de año reglamentario un doble terremoto. Uno, con epicentro en un lugar de China de cuyo nombre no quiero acordarme. Otro, en Murcia, donde la huerta política ha vuelto a cosechar las miserias de una casta de dirigentes sin talla ni para una comunidad de vecinos. Con el ADN de su impúdica desvergüenza alardean de alta política en lo que únicamente son trapicheos o trucos de sirlero en pos del sillón del poder.
Madrid no ha sido foro, villa, capital de nación o comunidad autónoma - cualquier acepción vale- agraciada por el maná de grandeza y cosmopolitismo de ciudades capitalinas al modo de Londres, París, Roma. Las naciones y nacionales que las representan las muestran al mundo con orgullo, las cuidan, las miman, las exponen como emblema de grandezas pasadas, presentes y futuras. En España, esta punta de nuestro iceberg es despreciada, ninguneada bajo el término de poblachón. Los políticos de medio pelo, que empiezan a ser y estar más de lo que pensábamos, ponen sus ojos en ella para mercadear y dirimir una democracia de cloaca.
Es como si su centralidad en el mapa peninsular fuera continua diana de los dardos hirientes de la historia. Presumió de la vitola de gesta cuando se levantó contra la ilustración frente a la carcoma de las sotanas y coronas atenazadas a lo medieval. Llamó Pepe Botella a un rey abstemio que en poco tiempo hizo más por ella que buena parte de la larga lista de la realeza española. Terminó apodando El Deseado a un monarca felón que arrastra el baldón de ser el peor entre ciento veintinueve testas coronadas. Deambuló en el siglo XIX entre cuartelazos, algaradas, república de cinco minutos y restauraciones lampedusianas de ficticios cambios para seguir igual. Su gran honor: cronistas excelsos como Mariano José de Larra y Benito Pérez Galdós.
Cambió el siglo, pero no el destino. Cayó un rey con el ordinal trece. Se alzó una república, la segunda, a la que entre todos mataron y ella sola se murió. Hizo orgullo de asedio y resistencia en una guerra civil. La culminó un desfile de vencedores que, con jactancia, llamaron de la victoria, pero resultado del mayor fracaso de convivencia paisana que pueda ofrecer la historia. Caminó cuatro décadas al paso alegre de la paz, la de las acalladas discrepancias en los inapelables argumentos del palo y tentetieso. Mordaza y cárcel.
Vuelve por do solía. Cuando los madrileños, gentilicio de todos los que viven aquí, no nos hemos sobrepuesto al trauma de un centro de ocio convertido en morgue. Cuando se nos ha presentado la imagen real de la Gran Vía desierta, con impacto visual semejante al que levantó de las butacas del cine la escena ficticia de la estatua de La Libertad semienterrada, en El planeta de los simios, irrumpe una nueva versión de política zarzuelera con chulapos y manolas que mimetizan en el sainete la grandeza teórica de su ciencia.
Madrid recupera el aberrante lenguaje de las intolerancias, de los maniqueísmos que son germen de sus enconos seculares. Se reclama el voto hacia la contra y no hacia el pro. Resuenan lemas que se creían superados y que solo han generado pesadillas y dramas. Se ha abonado y regado la polarización doctrinal con eslóganes bajo conjunciones disyuntivas irreconciliables, apuñalando las copulativas que suman y enriquecen. Se olisquea un hedor a muertos vivientes.
Aquí, en Madrid, se ha vuelto a posar la más grosera y rancia versión patria del conservadurismo y del progresismo, de las derechas y de las izquierdas, por sus excesos y defectos, derechona e izquierdita. La primera, asida a privilegios caciquiles y aristocráticos. Hipnotizada por el mercantilismo del dejar hacer, dejar pasar. Abomina de lo público, pero cómo le reza cuando vienen mal dadas, como ahora. Prueba del algodón: en esta crisis sanitaria antepone economía a salud, o, cuando menos, ponen mala cara, a la preeminencia de la segunda. La segunda, en permanente reivindicación de asaltos a palacios de invierno, aunque los cambie por cielos, se supone que azules e inmaculados. Demanda a cada generación la obligatoriedad de una revolución, venga o no venga a cuento. No se apea de la matraca de la sociedad sin clases, cuando cae vez sí, vez también, en la contradicción suprema de la élite dirigente. Se empacha de democracia, pero tacha de revisionismo cualquier puntualización a sus dogmas.
Y, sin embargo, Madrid embelesa. La recitan y cantan poetas y músicos. De todas sus descripciones, esta de Sabina, otro cronista de lujo: allá donde se cruzan los caminos, donde el mar no se puede concebir, donde regresa siempre el fugitivo, pongamos que hablo de Madrid. Esta columna se merece un punto final feliz.