Diez ternuras
![[Img #53255]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2021/6738_deconstruccionescanear0017.jpg)
“Porque a veces la infancia es más larga que la vida”.
A.M. Matute
Tras varios días con las defensas emocionales bajas y, en vista de que hoy también me he levantado de capa caída, he decidido cortar por lo sano. Por eso, esta mañana me he encaminado al mercado Maravillas. Una vez allí, me he acercado al puesto de los deseos y le he pedido al tendero una decena de ternuras, bien blandas y fresquitas. Éste, diligente, ha ido cogiendo aquí y allá y, tras envolverlas en papel de seda, me las ha entregado en un cucurucho, advirtiéndome que si alguna no me convencía podía devolverla o cambiarla. Con ellas en el regazo, como quien lleva a un recién nacido, he vuelto a mi casa. Con sumo cuidado, también con delicadeza y dulzura -hago esta observación porque la ternura no es un qué sino un cómo-, las he ido descubriendo una por una sobre la mesa de la cocina.
La primera de las ternuras la forma un corro de mujeres lavando la ropa en un lavadero. Al tiempo que cantan, ríen o comentan enfermedades, enredos y casamientos, embadurnan el panal de jabón sobre la prenda sucia y la restriegan entre sus nudillos, hasta que la mancha, renuente, tenaz, desaparece.
La segunda es la imagen de una niña con un vestido amarillo con soles correteando por una era plagada de ajos de cigüeña, -muscari es su nombre técnico-.
Cincuenta años más tarde, esa misma niña recibe con gran alborozo algunos bulbos de muscari que otra mujer le manda por correo certificado, en un intento de trasplantar ese retazo de infancia a una jardinera de su balcón urbano y orientación suroeste.
El dorso de las manos de una anciana, todas venas y pellejos, ofreciéndose a los pellizquitos de amor de unas yemas infantiles al son del pimpineja la mano la coneja, constituye la tercera ternura.
Pan bregado y de canteros que reposa en un basal de la despensa es la siguiente. Al pan le falta un pico. A la hora de la comida serán tres.
Descubro en la quinta ternura el rostro de un hombre mayor, casi un viejo, que se afeita frente al espejo en un recodo de la cocina. Es mi padre.
Palabras olvidadas como trestrapa, espingar, borratajo o barullo componen la sexta ternura. Palabras que, mientras pronuncio en voz baja -esparabán, tinta china, secarruto, satuyel-, hacen aflorar la sonrisa a los labios.
Descubro en la séptima una perra podenca blanca con algunas manchas cobrizas sobre el ojo izquierdo y el lomo que se llama Samoa. Está tumbada en la cama sobre una manta inmaculada, al lado de una pelotita roja. Al escuchar el sonido de una música que parece provenir de un organillo antiguo levanta atenta su oreja de cobre.
Las pajaritas de papel, alineadas unas detrás de otras como si fueran una familia, pero sin correlato real -las pajaritas de papel solo existen en papel-, son también terneza.
Como lo es la sonrisa de la mirada en estos tiempos en los que nos es vedado sonreír con los labios, besar, tocarnos o abrazarnos.
La décima y última la componen la suma de todas las anteriores: lavadero, ajos de cigüeña, pimpineja, pan, padre, Samoa, palabras, pajarita, sonrisa en tiempos de pandemia, que se ofrecen sobre la mesa de la cocina para hacerme la vida más nutricia. Mas nutricia y amable.
Con todas ellas me quedo. No las cambio.
“Porque a veces la infancia es más larga que la vida”.
A.M. Matute
Tras varios días con las defensas emocionales bajas y, en vista de que hoy también me he levantado de capa caída, he decidido cortar por lo sano. Por eso, esta mañana me he encaminado al mercado Maravillas. Una vez allí, me he acercado al puesto de los deseos y le he pedido al tendero una decena de ternuras, bien blandas y fresquitas. Éste, diligente, ha ido cogiendo aquí y allá y, tras envolverlas en papel de seda, me las ha entregado en un cucurucho, advirtiéndome que si alguna no me convencía podía devolverla o cambiarla. Con ellas en el regazo, como quien lleva a un recién nacido, he vuelto a mi casa. Con sumo cuidado, también con delicadeza y dulzura -hago esta observación porque la ternura no es un qué sino un cómo-, las he ido descubriendo una por una sobre la mesa de la cocina.
La primera de las ternuras la forma un corro de mujeres lavando la ropa en un lavadero. Al tiempo que cantan, ríen o comentan enfermedades, enredos y casamientos, embadurnan el panal de jabón sobre la prenda sucia y la restriegan entre sus nudillos, hasta que la mancha, renuente, tenaz, desaparece.
La segunda es la imagen de una niña con un vestido amarillo con soles correteando por una era plagada de ajos de cigüeña, -muscari es su nombre técnico-.
Cincuenta años más tarde, esa misma niña recibe con gran alborozo algunos bulbos de muscari que otra mujer le manda por correo certificado, en un intento de trasplantar ese retazo de infancia a una jardinera de su balcón urbano y orientación suroeste.
El dorso de las manos de una anciana, todas venas y pellejos, ofreciéndose a los pellizquitos de amor de unas yemas infantiles al son del pimpineja la mano la coneja, constituye la tercera ternura.
Pan bregado y de canteros que reposa en un basal de la despensa es la siguiente. Al pan le falta un pico. A la hora de la comida serán tres.
Descubro en la quinta ternura el rostro de un hombre mayor, casi un viejo, que se afeita frente al espejo en un recodo de la cocina. Es mi padre.
Palabras olvidadas como trestrapa, espingar, borratajo o barullo componen la sexta ternura. Palabras que, mientras pronuncio en voz baja -esparabán, tinta china, secarruto, satuyel-, hacen aflorar la sonrisa a los labios.
Descubro en la séptima una perra podenca blanca con algunas manchas cobrizas sobre el ojo izquierdo y el lomo que se llama Samoa. Está tumbada en la cama sobre una manta inmaculada, al lado de una pelotita roja. Al escuchar el sonido de una música que parece provenir de un organillo antiguo levanta atenta su oreja de cobre.
Las pajaritas de papel, alineadas unas detrás de otras como si fueran una familia, pero sin correlato real -las pajaritas de papel solo existen en papel-, son también terneza.
Como lo es la sonrisa de la mirada en estos tiempos en los que nos es vedado sonreír con los labios, besar, tocarnos o abrazarnos.
La décima y última la componen la suma de todas las anteriores: lavadero, ajos de cigüeña, pimpineja, pan, padre, Samoa, palabras, pajarita, sonrisa en tiempos de pandemia, que se ofrecen sobre la mesa de la cocina para hacerme la vida más nutricia. Mas nutricia y amable.
Con todas ellas me quedo. No las cambio.