Catalina Tamayo
Sábado, 03 de Abril de 2021

El último día

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“Un río de oro que corre hacia algún lugar de donde no se vuelve, como la vida” (Ana María Matute. El río)

 

 

Después de tantos años, a veces, le viene a la memoria el recuerdo de aquel día. El último día del colegio. Aún no se le ha ido del todo. Recuerda que aquel día se quedó solo en el colegio. De todos, él fue el último que se marchó.

     

Durante toda la mañana la puerta del colegio estuvo abriéndose y cerrándose; se batía como una ventana que queda abierta en un día de viento. Cada poco se escuchaba un portazo. Un estruendo. Los chicos poco a poco se estaban marchando. Era un goteo constante. En el vestíbulo, a lado de sus maletas y de sus bolsos, se despedían. Fue una mañana de abrazos y de adioses. De alguna lágrima. Había chicos que se despedían para siempre, y lo sabían, y por eso alguno, emocionado, lloraba. Había otros que también, pero no lo sabían, y se decían adiós con esa levedad de quienes se despiden creyendo que pronto –después del verano– volverían a estar juntos. Sin embargo, muchos de esos chicos ya no volverían a verse en toda la vida. Jamás. Pese a ello, algunos se recordarían siempre, aunque con el tiempo el recuerdo se fuera volviendo cada vez más impreciso. Más vago. En cambio, no faltarían los que se olvidarían completamente. Esos que no aparecerían en ninguno de los recuerdos que quedaran del colegio. Los olvidados.

     

A primera hora de la tarde, nada más acabar de comer, se fueron los últimos. Fue entonces cuando se quedó solo. Realmente solo. Sus padres no acababan de llegar. Se sentó en el peldaño de la puerta a esperarlos. Pero pasaba el tiempo y no veía venir el coche. Cansado de esperar, entró dentro, salió al patio. Hacía calor. Era junio, casi a finales ya. Con la cabeza baja, caminó despacio por el rectángulo de sombra que el edificio del comedor proyectaba sobre el suelo enlosado. No se oía nada. Todo estaba quieto, callado, como dormido, o muerto. Un poco antes de llegar al final, a dos pasos de entrar en el sol, se detuvo y cerró los ojos, como si ya no pudiera con el peso de ese silencio, de tanta quietud. En ese momento, irrumpieron en él las voces, las risas, las carreras, el alboroto. El gozo de vivir. Pero en cuanto los abrió, se hizo de nuevo la calma, la paz. Una paz que sintió amarga, que escocía. Una paz insoportable. Y se puso triste. De esta manera, entristecido, se giró y desanduvo sus pasos. Volvió otra vez a la puerta del colegio. Nada. Sus padres aún no habían llegado. Esta vez, apoyado en el marco de la puerta, extendió la vista por la calle, donde tampoco había un alma, no se movía nada, para ver si se le iba la tristeza. Pero no, no se iba; se le había metido dentro, más adentro de lo que él creía.

     

Al poco tiempo, apareció el coche, por fin. Entonces, sin aguardar a más, avisó de que se marchaba, como se le había indicado, cogió la maleta y se marchó con sus padres. En esto, sin darse cuenta, se le fue pasando ese mal de la tristeza. Cuando terminaron de hacer las compras, volvieron al coche y se fueron. Desde el asiento trasero, a través de la ventanilla, miraba la calle. Las cosas iban pasando, quedando atrás. Pasaba también la gente. Con el declinar de la tarde cada vez se veía más gente.

     

En la última revuelta, la vio. En un principio tuvo dudas, luego ya no. claramente era ella: las ondulaciones de su cuerpo, la cabeza alta, la melena derramada, esa manera de andar. Presumida. Venía caminando. Tuvo el impulso de levantar la mano y decirle adiós. Aunque lo que de verdad le hubiera gustado habría sido bajarse del coche y hablarle. Decirle… Escuchar su voz otra vez. Tenerla cerca de nuevo. Hacerle otra promesa, la última. La que sí cumpliría. Pero no se atrevió. El coche pasó y dejó de verla. Todo –toda esa eternidad– transcurrió en segundos.

    

Cuando salieron de la ciudad, giró la cabeza y miró hacia atrás para verla, quizá por última vez. Para ver el colegio. A cada instante se alejaba más. A cada instante se hacía más pequeño. No tardaría en desaparecer. En cuanto cruzaron el puente del río, dejó de verlo. La metáfora de la vida. Un periodo de su vida también estaba quedando atrás. Ya había quedado atrás. Ya no volvería. Era irrecuperable. Se había perdido para siempre. Estaba comprendiendo que la vida es un viaje solo de ida, no de ida y vuelta. Es como el agua del río, que pasa, y ya no vuelve a pasar. Agua que corre hacia el mar. No nos bañamos dos veces en el mismo río, recordó que decía un filósofo, uno de los filósofos que había estudiado este curso ya pasado. Y también le vinieron a la cabeza esos versos de Machado que les había leído una mañana –después del recreo– el profesor de literatura, y que él había acabado aprendiéndose de memoria:”…y al volver la vista atrás/ se ve la senda que nunca/ se ha de volver a pisar”. Por esa senda vio que iba ella. Ella, más guapa que nunca. Entonces, le llegó de nuevo la tristeza, ese mal, que nunca acaba de irse del todo. Que nunca se irá definitivamente. Entretanto, el coche avanzaba por la carretera, sus padres hablaban entre ellos, el sol se hundía en el horizonte. El mundo seguía girando.

     

Durante días estuvo pensando en el colegio. Pero poco a poco, con las cosas del verano, lo fue olvidando. Sin embargo, ella nunca se fue del todo de su cabeza, ni siquiera en los momentos más dulces. En los días de lluvia, cuando había que permanecer en casa, su pensamiento era solo para ella, como si no hubiera más cosas en el mundo. Como si el mundo fuera ella. Y a veces tenía la sensación de que cuando llegara octubre volvería al colegio como cada año. Volvería a encontrarse con ella en la calle. Otra vez le temblarían las piernas y no le saldría la voz. Volvería a morirse. Tenía la falsa sensación de que nada había pasado y todo seguía igual que siempre. En cambio, no era así: el tiempo no se había dormido. El tiempo nunca duerme.

 

 

 

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