¿Solos?
![[Img #53449]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2021/3471_atardecer-astorga-2020-1.jpg)
Leído en uno de esos dominicales de periódico, todavía en papel, herederos del bazar informativo de curiosidades que son los magacines. Solo una página para dejarnos la inquietud de una altísima probabilidad, más del noventa por ciento, de que seamos la única especie inteligente en toda la galaxia. No es poca cosa: dicen que abarca miles de millones de soles, y teniendo en cuenta que lo que nos separa de nuestro Lorenzo, grosso modo, son 150 millones de kilómetros, habrá que empezar a poner números sin parar para establecer sus confines.
No queda ahí el resquemor. Llevada la hipótesis al universo completo, que toma las abstractas dimensiones de la infinitud, resulta que el cálculo de probabilidades no decae en exceso: un ochenta y cinco por ciento. Puro escalofrío.
La revelación no parte de frivolidad alguna de programa televisivo al uso y abuso del espectáculo de asombro facilón. Es una teoría formulada por acreditados físicos y científicos de la universidad de Oxford, sobre la base de multitud de factores como el ritmo de formación de las estrellas, los mundos habitables, las fracciones de vida inteligente y de civilizaciones que emiten señales al espacio, entre otros, que desembocan en ecuaciones y teoremas que, para mí, que a duras penas asimilo el teorema de Pitágoras, me siento absolutamente incapacitado para exponer. Pero si con ello especulan mentes privilegiadas, con el agregado de un trabajo en equipo que potencia excéntricas sabidurías, algo de cuartel habrá que conceder a estas elucubraciones.
En fin, que, conforme lo expuesto, somos seres microscópicos en la inmensidad del universo. Me ha entrado como elefante en cacharrería, un complejo brutal de microbio invisible a ese microscopio de colosales aumentos que es el cosmos. Me siento, debemos sentirnos, mucho menos que aguja en un pajar, epítome de lo oculto y recóndito. Revivo la angustia de aquella película asfixiante, El increíble hombre menguante, donde el protagonista, víctima de un contagio radiactivo, empezaba a reducir tamaño hasta el extremo de ser posible presa de un ratón y dejar para el final el interrogante de una vida infinita como partícula invisible en la inmensidad oscura del espacio.
Bien mirado, podemos empezar a desechar de lo real las peliculeras invasiones de seres de otros mundos con morfologías repulsivas y las más sofisticadas crueldades de las tecnologías destructivas de inteligencias superiores, ávidas de conquista. Orson Welles sembró el pánico en EE.UU. con una narración radiofónica de La guerra de los mundos, de H.G.Wells, con tan inusitado realismo, que millones de americanos creyeron a fe cierta que la amenaza de otro mundo acababa de aterrizar en centenares de platillos volantes. Con esta teoría reciente, por todo empeño que pusiera, ni el más inocente daría crédito.
Toda moneda tiene reverso. Se intuye en el doble juego de estas emociones la pérdida para siempre del hechizo interestelar. El lado afable de los misterios planetarios o galácticos desaparecerá con seres adorables como ET o el televisivo y ochentero Alf. Estaremos indefensos ante el inagotable instinto autodestructivo terrícola. Nadie acudirá en nuestro socorro cuando nos pongamos al borde del abismo. No podremos esperar las enseñanzas de culturas que habrán superado las lacras tan humanas de guerra y odio que, si fuésemos observados, inquietarían, sin duda, a civilizaciones que queremos imaginar desposeídas de materialidad y dominadas por una espiritualidad que no alcanzamos a comprender, pero que necesitamos pensar que nos haría mejores.
El cine y la literatura han sido, por ahora, el único nexo de unión que conoce casi toda la humanidad con otras formas de vida planetaria o galáctica. Vuelvo a las películas con otra cinta de título amenazante, Ultimátum a la tierra, centrada en el guión de un robot indestructible y con demoledora capacidad destructora para convertir en cenizas la tierra, si los humanos insistíamos en nuestra matraca de inmolarnos en el holocausto atómico. Eran los años duros de la Guerra Fría, y muchos vieron en el mensaje del film, una redención a nuestro atávico belicismo, por la vía de los hechos consumados. Si no hay oídos y ojos en otros mundos, se supone que infinitamente superiores, ¿quién será capaz de detener nuestra mano tan propensa a encender la mecha? Nos quedamos a solas con nuestra atávica enemistad y plenos de conciencia de que somos nuestros peores enemigos. Y en otro orden, ¿a qué limbo irán a parar las narraciones literarias de ficción de Asimov, Lovecraft o Ray Bradbury, entre tantos, que hicieron inagotables los misterios de la vida marciana? Desvelar enigmas derrumba leyendas y mitologías.
No sé, a ustedes, lectores, cómo se les queda el cuerpo con esta revelación. Padecemos una aguda soledad terrenal acentuada por las consecuencias de una pandemia que lleva un año anulando complicidades, afectos y compañías porque la individualidad se revela como antídoto de primera urgencia. Escondemos a los demás ese espejo del alma que es el rostro y vagamos por el orbe con el ensimismamiento de un androide programado a base de miedo y angustia. Y ahora, se mira hacia arriba, y nos dicen que, tras los cielos, lo más probable es que haya un desierto de gases y nebulosas de incomprensibles dimensiones, y silencio, el aterrador silencio de la nada. Me he quedado como cuando de niño supe que los Reyes Magos eran los padres.
Leído en uno de esos dominicales de periódico, todavía en papel, herederos del bazar informativo de curiosidades que son los magacines. Solo una página para dejarnos la inquietud de una altísima probabilidad, más del noventa por ciento, de que seamos la única especie inteligente en toda la galaxia. No es poca cosa: dicen que abarca miles de millones de soles, y teniendo en cuenta que lo que nos separa de nuestro Lorenzo, grosso modo, son 150 millones de kilómetros, habrá que empezar a poner números sin parar para establecer sus confines.
No queda ahí el resquemor. Llevada la hipótesis al universo completo, que toma las abstractas dimensiones de la infinitud, resulta que el cálculo de probabilidades no decae en exceso: un ochenta y cinco por ciento. Puro escalofrío.
La revelación no parte de frivolidad alguna de programa televisivo al uso y abuso del espectáculo de asombro facilón. Es una teoría formulada por acreditados físicos y científicos de la universidad de Oxford, sobre la base de multitud de factores como el ritmo de formación de las estrellas, los mundos habitables, las fracciones de vida inteligente y de civilizaciones que emiten señales al espacio, entre otros, que desembocan en ecuaciones y teoremas que, para mí, que a duras penas asimilo el teorema de Pitágoras, me siento absolutamente incapacitado para exponer. Pero si con ello especulan mentes privilegiadas, con el agregado de un trabajo en equipo que potencia excéntricas sabidurías, algo de cuartel habrá que conceder a estas elucubraciones.
En fin, que, conforme lo expuesto, somos seres microscópicos en la inmensidad del universo. Me ha entrado como elefante en cacharrería, un complejo brutal de microbio invisible a ese microscopio de colosales aumentos que es el cosmos. Me siento, debemos sentirnos, mucho menos que aguja en un pajar, epítome de lo oculto y recóndito. Revivo la angustia de aquella película asfixiante, El increíble hombre menguante, donde el protagonista, víctima de un contagio radiactivo, empezaba a reducir tamaño hasta el extremo de ser posible presa de un ratón y dejar para el final el interrogante de una vida infinita como partícula invisible en la inmensidad oscura del espacio.
Bien mirado, podemos empezar a desechar de lo real las peliculeras invasiones de seres de otros mundos con morfologías repulsivas y las más sofisticadas crueldades de las tecnologías destructivas de inteligencias superiores, ávidas de conquista. Orson Welles sembró el pánico en EE.UU. con una narración radiofónica de La guerra de los mundos, de H.G.Wells, con tan inusitado realismo, que millones de americanos creyeron a fe cierta que la amenaza de otro mundo acababa de aterrizar en centenares de platillos volantes. Con esta teoría reciente, por todo empeño que pusiera, ni el más inocente daría crédito.
Toda moneda tiene reverso. Se intuye en el doble juego de estas emociones la pérdida para siempre del hechizo interestelar. El lado afable de los misterios planetarios o galácticos desaparecerá con seres adorables como ET o el televisivo y ochentero Alf. Estaremos indefensos ante el inagotable instinto autodestructivo terrícola. Nadie acudirá en nuestro socorro cuando nos pongamos al borde del abismo. No podremos esperar las enseñanzas de culturas que habrán superado las lacras tan humanas de guerra y odio que, si fuésemos observados, inquietarían, sin duda, a civilizaciones que queremos imaginar desposeídas de materialidad y dominadas por una espiritualidad que no alcanzamos a comprender, pero que necesitamos pensar que nos haría mejores.
El cine y la literatura han sido, por ahora, el único nexo de unión que conoce casi toda la humanidad con otras formas de vida planetaria o galáctica. Vuelvo a las películas con otra cinta de título amenazante, Ultimátum a la tierra, centrada en el guión de un robot indestructible y con demoledora capacidad destructora para convertir en cenizas la tierra, si los humanos insistíamos en nuestra matraca de inmolarnos en el holocausto atómico. Eran los años duros de la Guerra Fría, y muchos vieron en el mensaje del film, una redención a nuestro atávico belicismo, por la vía de los hechos consumados. Si no hay oídos y ojos en otros mundos, se supone que infinitamente superiores, ¿quién será capaz de detener nuestra mano tan propensa a encender la mecha? Nos quedamos a solas con nuestra atávica enemistad y plenos de conciencia de que somos nuestros peores enemigos. Y en otro orden, ¿a qué limbo irán a parar las narraciones literarias de ficción de Asimov, Lovecraft o Ray Bradbury, entre tantos, que hicieron inagotables los misterios de la vida marciana? Desvelar enigmas derrumba leyendas y mitologías.
No sé, a ustedes, lectores, cómo se les queda el cuerpo con esta revelación. Padecemos una aguda soledad terrenal acentuada por las consecuencias de una pandemia que lleva un año anulando complicidades, afectos y compañías porque la individualidad se revela como antídoto de primera urgencia. Escondemos a los demás ese espejo del alma que es el rostro y vagamos por el orbe con el ensimismamiento de un androide programado a base de miedo y angustia. Y ahora, se mira hacia arriba, y nos dicen que, tras los cielos, lo más probable es que haya un desierto de gases y nebulosas de incomprensibles dimensiones, y silencio, el aterrador silencio de la nada. Me he quedado como cuando de niño supe que los Reyes Magos eran los padres.