Aurora ¿Puedo pasar?
![[Img #5726]](upload/img/periodico/img_5726.jpg)
Caminaba entre la espesa niebla sin saber
donde iba, sin saber siquiera, si caminaba ella misma o si era empujada por
aquel susurro del alma que la invadía y que -según sus vagos recuerdos- la
dominaba hacía mucho tiempo. Todo era muy blanco, como antes, pero ahora, los
pasillos, las salas o las sábanas tenían formas parecidas a objetos de la
naturaleza y creía caminar por un blanco sendero rajado y duro -quizás por el
frío- escoltado por árboles blancos que emitían un curioso siseo que se dejaba
oír, cuando brevemente se callaba el susurro del alma. Sin embargo, allí no se
oían voces, parecía reinar un infinito silencio, sólo roto por ese siseo de las
plantas en contacto con el aire. Se frotó el rostro con las manos y encontró en
las mejillas lágrimas duras. ¿Haría
frío? No sabía; más bien no sentía desde que el susurro del alma dirigía
su existencia. Aún así, le quedaban algunos recuerdos anteriores, sobre todo de
sus libros y esos recuerdos le permitían interpretar ‘lo de fuera’, aunque de
manera muy tosca. Decidió acudir a esos recuerdos, como si el camino que andaba
ahora fuera su nuevo camino, decidió esforzarse en no escuchar aquel susurro,
aunque sabía... que era imposible.
A medida que avanzaba sin destino, pero
resuelta a recordar sus libros, vinieron a su mente palabras cuyo significado
entendía pero no podía sentir: alegría, amor, emoción, miedo, esperanza desesperación; y otras muchas, pero... ¿de qué servía recordarlas?, ¿por qué
no podía sentirlas? Acudió otra... soledad, e inmediatamente el susurro emergió
desde su yo profundo con la tensión de un terremoto que asciende sonoro desde
las entrañas de la tierra hasta que ‘lo de fuera’ empieza a temblar y en ese
momento la invadió el desasosiego y la hizo tambalearse y caer. No sintió la
tierra, ni el golpe, ni el frío, se quedó quieta esperando otro momento de
silencio para sobreponerse y volver al camino.
Debió de adormecerla el cansancio, no
sabía... pero cuando quiso levantarse se extrañó de lo
difícil que resultaba incorporarse, ¿se
estaría congelando?, ¿se habría herido aún más? No sabía.
Acumuló todas sus fuerzas y se levantó al
fin, oyendo el crujir de todos los huesos de su cuerpo. Le extrañó aquel sonido
interno distinto al susurro, pero decidió no reparar en él y echó a andar.
No había caminado mucho, o quizá sí, cuando apareció, entre la
espesa niebla, lo que parecía ser una pequeña cabaña. Sintió acelerarse el
latido de su corazón,- aquel que siempre acompañaba al susurro, pero sin
susurro-, y se acercó sigilosamente. Empujó la puerta -que cedió suavemente con
un ligero murmullo- y entró. Allí había más luz y además, no era luz blanca
sino multicolor, pues... ya no había niebla. Se encontró en una habitación de
una sola pieza con una cama al fondo y un cuartito separado que parecía servir
de aseo; también había una pequeña cocina y una chimenea que presidía toda la
estancia. De pronto, notó una extraña
presencia y se dirigió hacia ella... Allí estaba una anciana recostada en su
sillón, parecía dormida y su rostro acusaba la soledad padecida durante mucho
tiempo. Inmediatamente se siente contenta, se acerca y la abraza, con su
pensamiento le dice que ya se acabó su soledad, que ella la va a cuidar y que no se preocupe
por nada.
![[Img #5728]](upload/img/periodico/img_5728.jpg)
Observa brevemente los retratos que están en
la repisa de la chimenea, pero no le interesan, son el pasado y ahora comienza
una nueva vida. Su mente empieza a funcionar con rapidez. Hay muchas cosas que
hacer: colocar el escaso
desorden de la estancia, asear a la anciana, hacer... ¿la comida o la cena? En
fin, ponerse a funcionar.
Empieza a moverse, pero siente un tremendo frío; sus manos entumecidas no
pueden asir los objetos y comienza a temblar. También la anciana está muy fría; le frota las piernas y las
manos y decide encender enseguida el fuego, buscar calor....las dos tienen
mucho frío.... “¿será que puedo sentir
de nuevo? ¡No lo puedo creer! ¡Cómo ha cambiado mi vida!”
Sale al exterior de la cabaña para buscar
leña y al abrir la puerta queda cegada por el brillo del sol poniente. Se ha
disipado la niebla y siente, al mismo tiempo, el calor del sol y el fresco
viento, ¡qué suerte!..., piensa mientras respira profundamente y escucha
cantar al viento. Recoge la leña rápidamente, no quiere alejarse de la cabaña,
la anciana está sola.
Regresa a la cabaña y enciende el fuego, la
anciana sigue silenciosa..., es como ella... no importa, quizás duerme.
Se afana ahora en limpiar la estancia y
mientras friega, emite unos sonidos que se dirían una melodía; sonríe y...
cuando siente el vigor del fuego, acerca a él a la anciana y le dice: aquí estarás mejor, cerca del calor, yo me
ocuparé de todo y no tendrás que preocuparte de nada... descansa.
Prepara la cena y se dispone a asear a la
anciana. Lava aquel rostro acerado, los pies cerúleos, las manos inertes...sigue helada; peina sus cabellos y un extraño olor la
marea..., parece que no se hubiera
aseado en mucho tiempo; la frota con colonia y se siente mejor. La
acerca más al fuego... la cena
caliente la reconfortará.
Pero la anciana no cena... no importa,
mañana tendré más tiempo y te haré de comer lo que más te gusta. Decide
acostarla, pero la anciana se resiste, resulta imposible moverla...es mejor que la deje tranquila, está muy
cansada, dormirá mejor en el sillón, cerca del fuego.
Cena copiosamente y empieza a sentir una
dulce fatiga...dormiré en la cama,
pero... atenta por si la anciana necesita algo. Recoge los platos
de la cena, aviva el fuego y se acuesta tranquila. Ya no estoy sola -piensa- cuidaré de la anciana siempre. El
susurro del alma huye, lo ve marcharse airado, gritando amenazas que ya no
podrá cumplir, contrariado como el cazador que hubiera perdido una presa; ella sonríe, ahora sí cree que no volverá. El
sosiego la va sumiendo en un sueño cada vez más profundo y sueña... Los
queridos libros acuden como centinelas vigilantes a amparar su sueño y su nueva
vida y recuerdan...
“Los chiquillos llegaron temprano para el
ahorcamiento. Todavía estaba oscuro cuando los tres o cuatro primeros se
escurrieron con cautela de las covachas, sigilosos como gatos, con sus botas de
fieltro. El pequeño pueblo aparecía cubierto por una ligera capa de nieve
reciente, como si le hubiesen dado una nueva mano de pintura y sus huellas
fueron las primeras en manchar su inmaculada superficie. Se encaminaron a
través de las arracimadas chozas de madera y a lo largo de las calles de barro
helado hasta la silenciosa plaza del mercado donde esperaba la horca.
Los muchachos aborrecían todo aquello que sus
mayores estimaban. Despreciaban la belleza y se burlaban de la bondad. Se morían de risa a la vista de un lisiado y si
topaban con un animal herido lo mataban a pedradas. Alardeaban de heridas y
mostraban orgullosos sus cicatrices, reservando una admiración cuando de una
mutilación se trataba. Un chico al que le faltara un dedo podía llegar a ser un
rey. Amaban la violencia, podían recorrer kilómetros para presenciar
derramamientos de sangre y jamás se
perdían una ejecución.
Uno de los muchachos orinó en la tarima de la
horca. Otro subió por los escalones, se llevó los dedos a la garganta, se dejó
caer y contrajo el rostro parodiando de forma macabra el estrangulamiento. Los
otros soltaron gritos de admiración, y dos perros aparecieron en la plaza del
mercado, ladrando y corriendo. Uno de los muchachos más pequeños empezó a
morder una manzana, pero uno de los mayores le dio un puñetazo en la nariz y se
la quitó. El más pequeño se desahogó lanzando una piedra contra uno de los
perros, que se alejó aullando. Luego, como no había nada más que hacer, se
sentaron sobre el pavimento seco del pórtico de la gran iglesia a la espera de
que sucediera algo.
Detrás de las persianas de las sólidas casas
de madera y piedra que se alzaban alrededor de la plaza oscilaba la luz de las
velas, en los hogares de artesanos y mercaderes prósperos, mientras las
fregonas y los aprendices encendían el fuego, calentaban agua y preparaban las
gachas de avena. El día cambió de la negra oscuridad a una luz grisácea. Los
pobladores empezaron a salir de los bajos portales, envueltos en gruesos y
toscos abrigos de lana, y se dirigieron ateridos hacia el río para recoger
agua.” (1)
Los libros callaron, la noche y una extraña
paz reinaban ahora en la pequeña cabaña. Aurora dormía profundamente y
soñaba...
De pronto la despiertan voces que hablan
diligentes por un teléfono y se empeñan en estar muy alegres -incluso cuando la
blanca niebla ha inundado la estancia y aniquilado el vistoso color que ella
recordaba. Las voces blancas hablan rápidamente... ¡ya está, la hemos encontrado, enseguida nos vamos!
Se levanta y se siente atormentada por ese
despertar violento del sueño, ¿a
dónde han ido mis centinelas?, ¿no iban
a vigilar mi sueño? ¿Dónde están mis libros? No entiendo lo que está pasando. Pero lo peor es... que
se incorpora y... no veo a la anciana.
![[Img #5729]](upload/img/periodico/img_5729.jpg)
La arrastran suavemente fuera de la cabaña y
la llaman por su nombre, ¡Aurora! La sientan en un coche presa de gran
agitación, se niega a marcharse y... piensa, ¿qué pasa? ¿dónde está la anciana? ¡No me quiero ir ¡ ¡No puedo
abandonarla!
Ve pasar las casas y los pueblos a gran
velocidad, pero... la anciana está
sola, ¿quién cuidará de ella? Ahora...,deja atrás el bosque, el
verdadero camino, y sobre todo, aquel reconfortante siseo que fue capaz de acallar el susurro ... ¿volverá el susurro del alma?. No sabe.
Vuelve a no sentir, pero antes,
escucha el estruendo de algo parecido a una sirena, chirriante y persistente,
que la acompaña en el camino del bosque que se aleja y... no volverá; imagina
que es otro camino de regreso... y siente -por último- ruidosas carcajadas
triunfantes que invaden su alma, un
desasosiego infinito... ¿qué hace
aquí?, pero... ¿no se había
ido? ; ¿qué quiere?
Los árboles del jardín se mecen al viento, la
primavera tímida despunta y Aurora la observa extasiada. Recuerda a la
anciana..., siente su soledad y se adormece un poco...; sus libros vuelven, no
la abandonan y le murmuran bajito...
“Se llenarán las
florestas
de su manto de hojas
y caerán las ramas
al peso de la rosa;
el tiempo
amparará el suceso
y cubrirá con vuelo
denso
la nieve, los rocíos,
la lluvia tenue
y los fríos vientos;
todo sucederá
según mandato, y
nosotros
veremos desde dentro
tanto devenir, tanto
trasiego lento.”(2)
Despierta del incierto sueño porque
oye unos golpecitos que llaman a
la puerta. Es la voz amable y
cantarina de Isabel -su enfermera- que le
dice: ¡Aurora! ¿puedo pasar? Tienes que tomar tus pastillas.
Se sienta a su lado ¿Qué has escrito
hoy? ¿Puedo leerlo? Aurora la sonríe y le tiende su libreta. Isabel comienza a
leer... “ Caminaba entre la espesa
niebla sin saber a …”
1 Los Pilares de la tierra. Ken Follett
2 Alfredo Prado Casal.
Caminaba entre la espesa niebla sin saber donde iba, sin saber siquiera, si caminaba ella misma o si era empujada por aquel susurro del alma que la invadía y que -según sus vagos recuerdos- la dominaba hacía mucho tiempo. Todo era muy blanco, como antes, pero ahora, los pasillos, las salas o las sábanas tenían formas parecidas a objetos de la naturaleza y creía caminar por un blanco sendero rajado y duro -quizás por el frío- escoltado por árboles blancos que emitían un curioso siseo que se dejaba oír, cuando brevemente se callaba el susurro del alma. Sin embargo, allí no se oían voces, parecía reinar un infinito silencio, sólo roto por ese siseo de las plantas en contacto con el aire. Se frotó el rostro con las manos y encontró en las mejillas lágrimas duras. ¿Haría frío? No sabía; más bien no sentía desde que el susurro del alma dirigía su existencia. Aún así, le quedaban algunos recuerdos anteriores, sobre todo de sus libros y esos recuerdos le permitían interpretar ‘lo de fuera’, aunque de manera muy tosca. Decidió acudir a esos recuerdos, como si el camino que andaba ahora fuera su nuevo camino, decidió esforzarse en no escuchar aquel susurro, aunque sabía... que era imposible.
A medida que avanzaba sin destino, pero resuelta a recordar sus libros, vinieron a su mente palabras cuyo significado entendía pero no podía sentir: alegría, amor, emoción, miedo, esperanza desesperación; y otras muchas, pero... ¿de qué servía recordarlas?, ¿por qué no podía sentirlas? Acudió otra... soledad, e inmediatamente el susurro emergió desde su yo profundo con la tensión de un terremoto que asciende sonoro desde las entrañas de la tierra hasta que ‘lo de fuera’ empieza a temblar y en ese momento la invadió el desasosiego y la hizo tambalearse y caer. No sintió la tierra, ni el golpe, ni el frío, se quedó quieta esperando otro momento de silencio para sobreponerse y volver al camino.
Debió de adormecerla el cansancio, no sabía... pero cuando quiso levantarse se extrañó de lo difícil que resultaba incorporarse, ¿se estaría congelando?, ¿se habría herido aún más? No sabía.
Acumuló todas sus fuerzas y se levantó al fin, oyendo el crujir de todos los huesos de su cuerpo. Le extrañó aquel sonido interno distinto al susurro, pero decidió no reparar en él y echó a andar.
No había caminado mucho, o quizá sí, cuando apareció, entre la espesa niebla, lo que parecía ser una pequeña cabaña. Sintió acelerarse el latido de su corazón,- aquel que siempre acompañaba al susurro, pero sin susurro-, y se acercó sigilosamente. Empujó la puerta -que cedió suavemente con un ligero murmullo- y entró. Allí había más luz y además, no era luz blanca sino multicolor, pues... ya no había niebla. Se encontró en una habitación de una sola pieza con una cama al fondo y un cuartito separado que parecía servir de aseo; también había una pequeña cocina y una chimenea que presidía toda la estancia. De pronto, notó una extraña presencia y se dirigió hacia ella... Allí estaba una anciana recostada en su sillón, parecía dormida y su rostro acusaba la soledad padecida durante mucho tiempo. Inmediatamente se siente contenta, se acerca y la abraza, con su pensamiento le dice que ya se acabó su soledad, que ella la va a cuidar y que no se preocupe por nada.
Observa brevemente los retratos que están en la repisa de la chimenea, pero no le interesan, son el pasado y ahora comienza una nueva vida. Su mente empieza a funcionar con rapidez. Hay muchas cosas que hacer: colocar el escaso desorden de la estancia, asear a la anciana, hacer... ¿la comida o la cena? En fin, ponerse a funcionar. Empieza a moverse, pero siente un tremendo frío; sus manos entumecidas no pueden asir los objetos y comienza a temblar. También la anciana está muy fría; le frota las piernas y las manos y decide encender enseguida el fuego, buscar calor....las dos tienen mucho frío.... “¿será que puedo sentir de nuevo? ¡No lo puedo creer! ¡Cómo ha cambiado mi vida!”
Sale al exterior de la cabaña para buscar leña y al abrir la puerta queda cegada por el brillo del sol poniente. Se ha disipado la niebla y siente, al mismo tiempo, el calor del sol y el fresco viento, ¡qué suerte!..., piensa mientras respira profundamente y escucha cantar al viento. Recoge la leña rápidamente, no quiere alejarse de la cabaña, la anciana está sola.
Regresa a la cabaña y enciende el fuego, la anciana sigue silenciosa..., es como ella... no importa, quizás duerme.
Se afana ahora en limpiar la estancia y mientras friega, emite unos sonidos que se dirían una melodía; sonríe y... cuando siente el vigor del fuego, acerca a él a la anciana y le dice: aquí estarás mejor, cerca del calor, yo me ocuparé de todo y no tendrás que preocuparte de nada... descansa.
Prepara la cena y se dispone a asear a la anciana. Lava aquel rostro acerado, los pies cerúleos, las manos inertes...sigue helada; peina sus cabellos y un extraño olor la marea..., parece que no se hubiera aseado en mucho tiempo; la frota con colonia y se siente mejor. La acerca más al fuego... la cena caliente la reconfortará. Pero la anciana no cena... no importa, mañana tendré más tiempo y te haré de comer lo que más te gusta. Decide acostarla, pero la anciana se resiste, resulta imposible moverla...es mejor que la deje tranquila, está muy cansada, dormirá mejor en el sillón, cerca del fuego.
Cena copiosamente y empieza a sentir una dulce fatiga...dormiré en la cama, pero... atenta por si la anciana necesita algo. Recoge los platos de la cena, aviva el fuego y se acuesta tranquila. Ya no estoy sola -piensa- cuidaré de la anciana siempre. El susurro del alma huye, lo ve marcharse airado, gritando amenazas que ya no podrá cumplir, contrariado como el cazador que hubiera perdido una presa; ella sonríe, ahora sí cree que no volverá. El sosiego la va sumiendo en un sueño cada vez más profundo y sueña... Los queridos libros acuden como centinelas vigilantes a amparar su sueño y su nueva vida y recuerdan...
“Los chiquillos llegaron temprano para el ahorcamiento. Todavía estaba oscuro cuando los tres o cuatro primeros se escurrieron con cautela de las covachas, sigilosos como gatos, con sus botas de fieltro. El pequeño pueblo aparecía cubierto por una ligera capa de nieve reciente, como si le hubiesen dado una nueva mano de pintura y sus huellas fueron las primeras en manchar su inmaculada superficie. Se encaminaron a través de las arracimadas chozas de madera y a lo largo de las calles de barro helado hasta la silenciosa plaza del mercado donde esperaba la horca.
Los muchachos aborrecían todo aquello que sus mayores estimaban. Despreciaban la belleza y se burlaban de la bondad. Se morían de risa a la vista de un lisiado y si topaban con un animal herido lo mataban a pedradas. Alardeaban de heridas y mostraban orgullosos sus cicatrices, reservando una admiración cuando de una mutilación se trataba. Un chico al que le faltara un dedo podía llegar a ser un rey. Amaban la violencia, podían recorrer kilómetros para presenciar derramamientos de sangre y jamás se perdían una ejecución.
Uno de los muchachos orinó en la tarima de la horca. Otro subió por los escalones, se llevó los dedos a la garganta, se dejó caer y contrajo el rostro parodiando de forma macabra el estrangulamiento. Los otros soltaron gritos de admiración, y dos perros aparecieron en la plaza del mercado, ladrando y corriendo. Uno de los muchachos más pequeños empezó a morder una manzana, pero uno de los mayores le dio un puñetazo en la nariz y se la quitó. El más pequeño se desahogó lanzando una piedra contra uno de los perros, que se alejó aullando. Luego, como no había nada más que hacer, se sentaron sobre el pavimento seco del pórtico de la gran iglesia a la espera de que sucediera algo.
Detrás de las persianas de las sólidas casas de madera y piedra que se alzaban alrededor de la plaza oscilaba la luz de las velas, en los hogares de artesanos y mercaderes prósperos, mientras las fregonas y los aprendices encendían el fuego, calentaban agua y preparaban las gachas de avena. El día cambió de la negra oscuridad a una luz grisácea. Los pobladores empezaron a salir de los bajos portales, envueltos en gruesos y toscos abrigos de lana, y se dirigieron ateridos hacia el río para recoger agua.” (1)
Los libros callaron, la noche y una extraña paz reinaban ahora en la pequeña cabaña. Aurora dormía profundamente y soñaba...
De pronto la despiertan voces que hablan diligentes por un teléfono y se empeñan en estar muy alegres -incluso cuando la blanca niebla ha inundado la estancia y aniquilado el vistoso color que ella recordaba. Las voces blancas hablan rápidamente... ¡ya está, la hemos encontrado, enseguida nos vamos!
Se levanta y se siente atormentada por ese despertar violento del sueño, ¿a dónde han ido mis centinelas?, ¿no iban a vigilar mi sueño? ¿Dónde están mis libros? No entiendo lo que está pasando. Pero lo peor es... que se incorpora y... no veo a la anciana.
La arrastran suavemente fuera de la cabaña y la llaman por su nombre, ¡Aurora! La sientan en un coche presa de gran agitación, se niega a marcharse y... piensa, ¿qué pasa? ¿dónde está la anciana? ¡No me quiero ir ¡ ¡No puedo abandonarla!
Ve pasar las casas y los pueblos a gran velocidad, pero... la anciana está sola, ¿quién cuidará de ella? Ahora...,deja atrás el bosque, el verdadero camino, y sobre todo, aquel reconfortante siseo que fue capaz de acallar el susurro ... ¿volverá el susurro del alma?. No sabe. Vuelve a no sentir, pero antes, escucha el estruendo de algo parecido a una sirena, chirriante y persistente, que la acompaña en el camino del bosque que se aleja y... no volverá; imagina que es otro camino de regreso... y siente -por último- ruidosas carcajadas triunfantes que invaden su alma, un desasosiego infinito... ¿qué hace aquí?, pero... ¿no se había ido? ; ¿qué quiere?
Los árboles del jardín se mecen al viento, la primavera tímida despunta y Aurora la observa extasiada. Recuerda a la anciana..., siente su soledad y se adormece un poco...; sus libros vuelven, no la abandonan y le murmuran bajito...
“Se llenarán las florestas
de su manto de hojas
y caerán las ramas
al peso de la rosa;
el tiempo
amparará el suceso
y cubrirá con vuelo denso
la nieve, los rocíos,
la lluvia tenue
y los fríos vientos;
todo sucederá
según mandato, y nosotros
veremos desde dentro
tanto devenir, tanto trasiego lento.”(2)
Despierta del incierto sueño porque oye unos golpecitos que llaman a la puerta. Es la voz amable y cantarina de Isabel -su enfermera- que le dice: ¡Aurora! ¿puedo pasar? Tienes que tomar tus pastillas.
Se sienta a su lado ¿Qué has escrito hoy? ¿Puedo leerlo? Aurora la sonríe y le tiende su libreta. Isabel comienza a leer... “ Caminaba entre la espesa niebla sin saber a …”
1 Los Pilares de la tierra. Ken Follett
2 Alfredo Prado Casal.