José Manuel Carrizo
Domingo, 13 de Octubre de 2013

Sobre la Filosofía


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Es una actitud absolutamente filosófica someter la filosofía a un análisis reflexivo y crítico. Este análisis puede comenzar por poner al descubierto algunos de los distintos significados de la palabra ‘filosofía’. La palabra ‘filosofía’, igual que cualquier otra palabra, es como un canto que rueda por la pendiente de la historia, y al rodar se le han ido adhiriendo distintos significados, los cuales ocultan, si no totalmente, sí al menos en parte, su sentido originario y más auténtico.

 

Entre esos significados, destacan dos. Uno tiene un carácter académico; en cambio, el otro es más vulgar. Respecto al primero, se trata de ese sentido de la filosofía como conocimiento teórico con pretensiones de objetividad. Como filosofía de la vida se conoce el segundo; casi todos, instruidos y menos instruidos, hemos oído hablar en más de una ocasión de la filosofía de la vida, de la filosofía de la vida de esta o aquella persona, de la filosofía de tal o cual empresa, incluso, algunos de nosotros, conversando, más de una vez –por sabe Dios qué motivos – hemos traído a colación la filosofía de la vida.

 

El sentido de la filosofía como mero conocimiento teórico ha acabado en Occidente por imponerse a los demás sentidos, hasta el punto casi de anularlos. Es la filosofía oficial, esa que predomina en los ámbitos académicos, la que se enseña en las aulas y la que los estudiantes leen en los manuales.

 

Esta filosofía, convertida en disciplina académica, al igual que la ciencia, se escinde en especialidades. Así, en el conocimiento filosófico, además de las especialidades tradicionales como la lógica, la metafísica o la ética, se encuentran otras más recientes: la antropología filosófica, la filosofía de la historia, la filosofía del derecho, la filosofía de la ciencia, la filosofía de la religión,…

 

La especialización, por medio de un lenguaje técnico, de una jerga, ha dificultado muchísimo a los legos, al hombre corriente de la calle, el acceso a la filosofía, quedando reservado solo para los expertos, que son los que conocen ese lenguaje. En cierto modo, los especialistas, en cuanto a sus respectivas especialidades, son como los lobos, que orinan para marcar su territorio y muerden a aquellos que penetran en él.

 

Pero, si grave es que la filosofía así entendida haya perdido su carácter universal, el estar a disposición de cualquiera que ame la verdad, más grave incluso resulta que haya cortado su vínculo con la vida, con el vivir diario de cada uno de nosotros. Esta filosofía se ha desentendido de las preguntas vitales, esas que a todos, sencillos y expertos, nos conciernen.


 Ya no se plantean, tal como hiciera Marco Aurelio en el siglo II, problemas del tipo: ¿cómo puede hallar el ser humano una manera sensata de vivir? Estos son problemas demasiado vulgares, rancios, y se prefiere otros problemas más actuales, que solo preocupan a unos pocos entendidos. Preguntarse por la estructura de las revoluciones científicas, o por la naturaleza de la cultura no humana, resulta más moderno, más de ahora, aunque a la mayoría nos traigan sin cuidado, por lo distante, desconectado, que queda de nuestras existencias.



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Ante una filosofía así, no puede extrañarnos que muchos, casi todos, de cuantos se acercan a ella queden defraudados, porque encuentran básicamente solo un inventario de las opiniones de los filósofos, que, aunque satisfagan su curiosidad, nada ayudan a resolver sus problemas y a mejorar sus vidas. Es difícil encontrar hoy filósofos como Platón y Aristóteles, que filosofaban para mejorar la convivencia, o como Epicuro y Séneca, quienes hicieron de la filosofía su modo de vida. Quizá ya no haya filósofos preocupados por nuestras vidas, por sus propias vidas. ¿Cómo, entonces, no se va a pensar, no va a pensar casi todo el mundo, que la filosofía no sirve para nada? Y este pensamiento, arraigado ya en nuestras conciencias, seguramente en el fondo haya tenido mucho que ver con el desplazamiento que la filosofía viene padeciendo, desde hace ya tiempo, por los conocimientos ingenieriles, médicos y económicos, del lugar central que tradicionalmente venía ocupando en nuestra cultura.

 

Este desplazamiento se refleja claramente en los planes de estudios de las últimas décadas. Si la filosofía no es útil, es accesoria, prescindible, y si es prescindible, para qué enseñarla, para qué aprenderla. No compensa gastar tiempo y esfuerzo en algo que sabemos de antemano que no vale para nada.

 

Es curioso que alguien tan académico, tan poco ordinario, como Karl Popper, haga referencia a la filosofía de la vida. “Todas las personas poseen una filosofía, tanto si lo saben como si no”, dice Popper. Ciertamente, todos tenemos una filosofía de la vida. La filosofía de la vida es un conjunto de ideas que tenemos sobre la realidad de la existencia humana. Estas ideas configuran una determinada manera de comprender, de entender, de pensar las cosas; una determinada manera de explicarnos lo que pasa en la vida, lo que nos pasa en la vida.

 

La mayoría de nosotros no somos conscientes de una buena parte de las ideas que tenemos sobre la vida, ni de dónde proceden, ni cómo nos han llegado; pero no por ello dejan de producir sus efectos. Algunos de estas ideas son nuestras, se nos han ido ocurriendo a partir de nuestras propias vivencias; otras, en cambio, las hemos tomado de la sociedad en la que vivimos y son algo muy parecido a lo que Francis Bacon llamó ‘ídolos del foro’: ideas que se originan en nosotros como consecuencia de nuestra relación con otros hombres y que impiden el avance de la ciencia. Tanto unas como otras, las hemos aceptado como verdaderas sin previamente haberlas reflexionado, y, aunque nosotros no lo sepamos, son muy importantes en nuestra vida. Son importantes porque de ellas nacen los sentimientos.

 

Con frecuencia sentimos lo que sentimos porque pensamos lo que pensamos. Por ejemplo, respecto al fin de semana, el mejor día para nosotros es el viernes, es cuando más contentos estamos, porque pensamos en el sábado y en el domingo, en lo que vamos a descansar y a disfrutar durante estos dos días; sin embargo, lo peor viene el domingo, el domingo por la tarde, y, aunque todavía es fin de semana, ya no lo disfrutamos, y todo porque comenzamos a pensar en el trabajo del lunes, y del resto de la semana, una larga semana, que nos queda por delante. También son importantes porque son ellas las que condicionan nuestros juicios de valor. Si valoramos unas cosas y otras no, es debido a lo que pensamos.

 

Si de nuestra filosofía de la vida forma parte la idea de que lo que cuenta, pase lo que pase, es quedar por encima de los demás, que parezca que siempre tenemos razón, que somos los mejores, entonces es probable que, en los debates, en las discusiones, cualquiera que sea el asunto, no concedamos ningún valor a los argumentos correctos de los que pudiera servirse nuestro interlocutor para defender su opinión. Y además también son importantes porque nos mueven a la acción: a hacer unas cosas, a hacerlas de determinada manera, y a dejar de hacer otras. En el supuesto anterior, la misma idea que nos impide valorar los razonamientos, también nos impide aceptar la verdad de las opiniones de los demás y nos fuerza a defender a toda costa las nuestras, aunque sean indefendibles, metiéndonos en batallas dialécticas, mayores o menores, que con toda seguridad nos privarán de la serenidad.


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Pero, aunque todos poseemos una filosofía de la vida, la filosofía de la vida de unos no es igual a la filosofía de la vida de otros. Hay quien tiene una filosofía de la vida que, ante un hecho terrible, como la pérdida de un ser muy querido, le hace recuperarse, sorprendentemente, en menos tiempo del previsto; por el contrario, no falta aquel que, ante el mismo hecho, su filosofía de la vida lo precipita hacia el abismo de la desesperación y lo retiene allí durante toda su vida. Popper confiesa que en general nuestras filosofías de la vida no son demasiado provechosas, porque su influencia en nosotros es francamente nefasta, y concluye que por ello es necesario examinar críticamente nuestras filosofías y que esta es la tarea de la filosofía, la tarea de la filosofía en su sentido originario y más auténtico.


Si en el canto rodado de la palabra 'filosofía' vamos pacientemente apartando los dos significados anteriores, incluso algunos más, aparecerá sin duda su significado primitivo: la filosofía no solo como conocimiento teórico sino también como conocimiento práctico. No es esta una “filosofía acrítica e irreflexiva” como la anterior, ni una filosofía abstracta, de salón, como la primera, y menos aún una filosofía florero, decorativa, sino que es una filosofía concreta que se ocupa de la vida, de pensar la vida, tu vida, mi vida, la vida particular de cada uno de nosotros. Lo cierto es que la filosofía surgió como  ‘theoria’, pero también como ‘praxis’. Los primeros filósofos buscaban el saber sobre la vida humana con el fin de servirse de él para resolver los problemas de su propia vida y vivir mejor. En la filosofía originaria, la teoría y la práctica no se distinguían, estaban fusionadas la una en la otra.

 

Nos hallamos ante una filosofía de la vida y para la vida. Este hacerse cargo de los problemas vitales, de los problemas concretos de nuestra propia existencia, con el propósito de resolverlos, es lo que en principio la convierte en útil. Por la misma razón también fue útil para los antiguos griegos. Entonces, el carácter utilitario, de servicio a la vida, de la filosofía se manifestaba en la comparación que se hacía de ella con la medicina. Del mismo modo que la medicina se ocupaba del cuidado del cuerpo, la filosofía se ocupaba, como decía Sócrates, del cuidado del alma. Pues, según Epicuro, así como ningún beneficio hay de la medicina que no expulsa las enfermedades del cuerpo, tampoco lo hay de la filosofía, si no expulsa la dolencia del alma. Mientras la medicina recurría a las drogas, las dietas o el ejercicio físico para curar el cuerpo, la filosofía, también según Epicuro, se servía de las palabras y los razonamientos para sanar el alma y hacer feliz al individuo.

 

La enfermedad del alma es la infelicidad, que está hecha de preocupaciones, o de miedos, o de frustraciones, o de todos estos sentimientos a la vez. Casi todas las preocupaciones son vanas, y muchos de los miedos y las frustraciones no están justificados. La causa del malestar emocional del hombre no radica ni en su constitución ni en la constitución de la naturaleza que lo rodea, sino en las falsas ideas que anidan en su alma. Epicteto dice que no son las cosas lo que nos hace sufrir sino lo que pensamos sobre las cosas; por ejemplo, una falsa idea, como que el dinero da la felicidad, puede hacer que, porque no somos ricos, nos sintamos desgraciados.

 

Para sacudirnos de encima los sentimientos desagradables y curarnos de la enfermedad de la infelicidad, se precisa un cambio radical en nuestro interior. Lo que hay que cambiar de raíz es nuestra alma; cambiar su disposición y, como consecuencia de este cambio, se cambiará también la filosofía de la vida que hay en ella. Diógenes de Enoanda, que vivió entre los siglos II y III, y que fue uno de los propagadores de la moral de Epicuro, considera que lo fundamental para la felicidad es la disposición del alma de la que somos dueños. Porque somos dueños de nuestra alma, la dispondremos para la reflexión crítica y para la búsqueda de la sabiduría.

 

Hemos de desprendernos de una vez de nuestra disposición de no querer saber nada, bien porque creemos saberlo todo, bien porque saber nos da miedo o nos da pereza. El haber estado dispuestos así es lo que ha venido haciendo que aceptemos muchas afirmaciones como verdaderas, sin el menor análisis crítico, simplemente porque son lo que opina la mayoría, o una autoridad, o lo que tradicionalmente se viene opinando.


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 En realidad, se trata de la aspillera por donde se nos cuelan casi todas las ideas falsas que parecen verdaderas. Sí, nos desharemos de esta disposición para posteriormente disponernos a examinar crítica y reflexivamente cuanto nos ocurre y cuanto pensamos. También estaremos dispuestos a no dar por verdadera ninguna opinión que no venga fundamentada en argumentos racionales correctos o en pruebas empíricas repetibles.

 

Esta nueva disposición, verdadera disposición filosófica, nada tiene que ver, a diferencia de la anterior, con la soberbia, la cobardía y la indolencia, y sí, en cambio, mucho con la humildad y la valentía intelectual. Ya en la antigüedad, Horacio, el poeta romano, partidario del epicureísmo, en el primer libro de las Epístolas espolea al hombre de su tiempo con esa famosa frase ‘sapere aude’ (atrévete a saber), aunque luego, muchos siglos después, fuera Kant quien la divulgara en su ensayo ‘¿Qué es la Ilustración?’ para expresar el lema precisamente de la Ilustración: “Ten valor para servirte de tu propio entendimiento”.

 

Parece que, en el fondo, tanto Horacio como Kant, nos están recomendando pensar por nosotros mismos. Mas este hábito intelectual se adquiere en el trato con los que ya lo tienen, con los filósofos. Los verdaderos filósofos, a través de sus palabras, orales o escritas, nos ofrecen reflexiones y razonamientos sobre lo que nos pasa o nos puede pasar en la vida, tanto individual como social, y estas reflexiones y razonamientos, al conocerlos, trabajan en nuestro espíritu acostumbrándolo a reflexionar y a razonar, a pensar por su cuenta.

 

Al igual que el nadar, el pensar por cuenta propia, una vez que se aprende, no se olvida, permanece por siempre en uno y ya no se puede dejar de hacer.  Qué bien, de qué manera tan hermosa, lo expresa Rousseau en su obra el ‘Emilio o la educación’: “El hombre no comienza fácilmente a reflexionar; pero cuando lo ha hecho por primera vez, ya no puede dejar de hacerlo. Quien ha reflexionado una vez, siempre reflexionará, y si alguna vez se ejercita y alcanza cierta destreza ya nunca más podrá el entendimiento permanecer inactivo”.

 

La disposición a examinar crítica y racionalmente las cosas nos abrirá, entre otras posibilidades, a la posibilidad de cambiar nuestra filosofía de la vida, esas ideas que nos están haciendo infelices. Una vez que se ha adquirido esta disposición, será casi inevitable que no acabe compareciendo la filosofía de la vida ante el tribunal de la razón crítica. En esta comparecencia, por una parte, se pondrá al descubierto el vínculo que hay entre los sentimientos y el pensamiento, donde se podrá ver cuáles son los pensamientos que causan nuestro sufrimiento y cuáles los que nos producen consuelo o alegría, y por otra, nos daremos cuenta de que muchos de esos pensamientos que nos hacen sufrir no son verdaderos, como veníamos creyendo.


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Y al darnos cuenta ahora de que tal o cual pensamiento, que habíamos tomado por verdadero, en realidad es falso, nos deshacemos de él, y al poco comenzamos a sentir cómo ese miedo que causaba se va disipando, como se va disipando a lo largo de la mañana la niebla en la que nacen envueltos muchos días. Es entonces cuando nuestra alma se aquieta y nosotros nos quedamos liberados, aliviados. Sanados.

 

Ciertamente, cambiando nuestras ideas, nuestro modo de pensar, cambiamos nuestras vidas. Así como los médicos nutricionistas afirman que somos lo que comemos, también se puede decir –tal vez con más razón– que somos lo que pensamos.


 Pero la tarea de la filosofía no acaba cuando desenmascara las falsas ideas, propiciando que nuestra alma se vacíe de ellas, porque aún le queda algo importante por hacer, quizá lo más importante, que es buscar el verdadero conocimiento acerca de la vida: la sabiduría. Hay que recordar que etimológicamente ‘filo-sofía’ significa amor a la sabiduría. Según Diógenes Laercio, fue Pitágoras el primero que usó la palabra ‘filó-sofo’. Eso ocurrió cuando León, el rey de los Fliacos, le preguntó a Pitágoras cuál era su profesión y este le contestó que no era sabio sino filósofo, el que ama, aspira o tiende a la sabiduría.

 

En la antigüedad, los judíos y también los griegos, entendían por sabiduría la comprensión profunda de la realidad para obrar y vivir mejor. Saber era saber vivir bien. Y saber vivir bien consistía en saber resolver adecuadamente los problemas de la vida cotidiana, tanto los propios de cada uno como los generales de la comunidad en la que se vive, que son los de todos.

 

El filósofo busca la sabiduría para colocarla en la mente en el lugar de esas malas filosofías, previamente desmentidas, y levantar sobre ella la vida. La vida que sostiene la sabiduría es una vida sana, feliz, porque, como dice Chamfort, “las ideas tienen la capacidad de confortar y de curarlo todo”. La sabiduría no solo proporciona a nuestra alma paz y serenidad –la ataraxia que diría Epicuro– sino que también nos ayuda a sobrellevar los dolores de la carne. La serenidad –según subraya Karl Jaspers– es la meta del filosofar. Esto explica que Cicerón señalara que lo más deseable, lo más trascendente, lo más útil y más digno del hombre es la sabiduría, y que los que se entregan con ardor a su consecución se llaman filósofos. Pero la sabiduría hasta ahora se ha mostrado esquiva, igual de esquiva que nuestra sombra, que cuando parece que ya la tenemos, se nos escapa.


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De esta manera, es posible que la filosofía sea muchas cosas, pero ante todo –y conviene no olvidarlo– es la búsqueda de la sabiduría como arte de vivir, de vivir bien; mas, la sabiduría, así entendida, no se asemeja a un medicamento que se guarda en un botiquín y que, cuando aparece un síntoma desagradable, se saca y se toma para aliviarlo, ni tampoco a un terapeuta, del que también dependemos, sino que más bien tiene que ver con una actitud ante las cosas que pasan, con un hábito mental que, formando parte de nuestro ser, siempre va con nosotros y nos hace sentirnos bien en cualquier circunstancia.

 

Este significado de la palabra ‘filosofía’, silenciado, asfixiado incluso, por la preponderancia de los otros dos, sobre todo del primero, es menos conocido, tanto en la calle como en los espacios académicos; no lo suelen enseñar los profesores y en los libros de texto apenas se trata. Sin embargo, esta filosofía no ha desaparecido del todo, está ahí, ha estado siempre desde el principio, disponible para todo aquel que quiera conocer la verdad y mejorar su vida. Se puede encontrar, sin necesidad de manejar ningún lenguaje técnico ni ser especialista de nada, con solo estar un poco atentos, en muchos sitios, algunos de ellos insospechados.


La hallaremos sobre todo en las obras de los filósofos, en las de los más famosos, como Aristóteles o Nietzsche, y en las de los menos populares, tales como Epicuro, Séneca o Boecio. Pero también es posible dar con ella en las obras de otros autores no considerados filósofos, como Krishnamurti y Einstein, así como en la mística occidental, el hermetismo egipcio, el taoísmo o el budismo. Y también, en textos religiosos, tan conocidos para nosotros como el Antiguo y Nuevo testamento y el Corán. En la poesía, en la novela, en el teatro, en el cine, en la pintura y en cualquier otra manifestación artística, también está esta filosofía. 


Es verdad que en ninguno de estos lugares la filosofía ha podido atrapar la completa y total sabiduría, por más que la haya perseguido, pero también lo es que en cualquiera de ellos, ha conseguido, al menos, pequeños jirones de saber, que merece la pena conocerlos, porque, si bien no nos harán felices como los dioses, sí nos ayudarán seguramente a vivir mejor.

 

 

 

 

 

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